El Magazín Cultural
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"Los hijos de la fiesta" (fragmento)

Presentamos el capítulo 10 de la última novela de Andrés Hoyos. Un libro como este puede entenderse como un viaje, en este caso un extenso viaje por Bogotá y, a veces, por Colombia, en la segunda mitad del siglo XX. Editado por Libros Malpensante.

Andrés Hoyos
27 de abril de 2016 - 04:10 p. m.
Portada de "Los hijos de la fiesta", de Andrés Hoyos.
Portada de "Los hijos de la fiesta", de Andrés Hoyos.

Los hijos de la fiesta (fragmento capítulo 10)

–A ver, explícame bien de qué va la co..sa, porque yo de periodismo moderno sí que pocón.
–Según el profesor, la clave consiste en encontrar a un personaje, o a una familia, o hasta un lugar que encarne bien lo que uno quiere comunicar. Lo tradicional es enfatizar el color local y las peculiaridades de la gente, pero yo quiero que sea más que eso, que mi personaje tenga implicaciones sociopolíticas.
Aurelio lo miró de frente y, luego de reflexionar unos instantes, dijo:
–Creo que te tengo el hombre. (Vea nuestro especial de la Feria del Libro de Bogotá)
–¿Sí? –respondió Alejandro enderezándose–. ¡Chévere! ¿Quién es?
–¿Quién es, quién es?, se los voy a decir... –tarareó Aurelio–. Pachito Eché.
–¿Pachito Eché?, pues, no sé... ¿Pachito Eché todavía vive?
–Ombe, si serás güevón, y per..dón por decirlo en chino. Estoy hablando de una persona que encarna de maravillas el tema sociopolítico que quieres: un viejo gaitanista, un gai..tanista del fondo de la paila.
–¡Del putas!
–Me prometes, eso sí, que no le vas a salir con ese hablaíto de niño bien, porque te agarra a pedradas.
–Ombe, si serás güevón...
–Eso, por si las mo..scas. Nada de foulards ni de frasecitas chirriadas.
–¿Foulards? Yo no uso eso; primero la muerte que el ridículo. ¿Quién es, quién es?
–Es mi tocayo, Aurelio Rodríguez, el tendero de mi barrio, mi padrino. Por él me pusieron como me pusieron.

El personaje, según lo describió someramente Aurelio, era un hit indudable. Alejandro tenía, sí, que prepararse pues sus conocimientos sobre el famoso 9 de abril se limitaban a lo que les había oído decir a su papá y a sus tíos, aparte de tal cual artículo que salía en el periódico en los aniversarios. Optó entonces por pasarse tres mañanas seguidas en la Hemeroteca Nacional, leyendo periódicos de la época, en especial Jornada, publicado bajo el auspicio del propio Gaitán. Igualmente se leyó lo que pudo encontrar en la biblioteca de la universidad. Dado que su amigo Jaime García estaba demostrando un buen talante para la fotografía, lo invitó al paseo. La Canon de Manuel Antonio y los rollos que había comprado el día anterior eran para que Jaime tomara fotos.

Aurelio había concertado la cita para el domingo por la tarde en la tienda del barrio Restrepo donde su padrino había vivido toda su vida. La casa del tendero era en realidad un apéndice de su negocio y quedaba a media cuadra de donde vivía Adela, la madre de Aurelio, de suerte que ella hacía allí gran parte del mercado. Aunque don Aurelio cerraba los domingos, en esta ocasión los estaba esperando.

Alejandro quedó en recoger a Aurelio en el apartamento que ahora ocupaba en el Bosque Izquierdo, al sur de La Perseverancia, cerca de la universidad de Alejandro. Ese vecindario se había comenzado a poner de moda entre los intelectuales de la ciudad. Allí mismo, en un cafetín, esperaba Jaime García.

–Quiubo hermano –dijo Alejandro al recoger a Jaime, agarrándole el pulgar antes de que el larguirucho amigo se encogiera y se metiera en el asiento de atrás del jeep.
–Regulimbis, muchas avispas y poca miel.
–¿Qué pasó?, ¿tu papá salió de compras?
–No, don Crisanto está tranquilo. Esta vez son mis hermanas. Gloria tiene un supercabreo montado con su supervisor en Carulla y creo que, si no la echan, la trasladan quién sabe adónde. La vil nena es voliada, como el papá en tiempos mozos. E Inés Elvira anda más chalada que de costumbre. Se está metiendo con un hippie espantoso que nunca se baña y que la tiene probando toda la farmacopea.
–Habla fray Martín de Porres, supongo.
–Yo no meto hongos ni pepas raras, compañero. ¿Adónde es que vamos? –preguntó Jaime revisando la cámara y cargando el primer rollo.
–Primero vamos a recoger a mi hermano Aurelio.
–Chévere, Au Au Aurelio, el ca ca capitán araña que todo lo po pone a temblar.
–Calla esa metralleta, güevón, o te mando encoger en una lavandería.
–Eso era para consumo privado, comandante. Pierda usted cuidado.
–Por si acaso, y no por ofender a don Crisanto, pero esta vez sí vamos adonde un gaitanista de verdad verdad.
Jaime bajó la cabeza y miró por encima de las gafas a su amigo. Una sonrisa afloró en su cara.
–Me gusta el ron de vinola.

Al llegar al edificio indicado, Alejandro se bajó a timbrar y al ratico apareció Aurelio por la puerta. El inconfundible “capitán araña”, como lo llamaba a veces Jaime, era un espectáculo con su caminado levemente espatulado, raza Charlot. Pese a presumir de botafuegos, le hubiera quedado imposible asustar a nadie pues, además de chaparrito, ahora estaba gordo y de veras se veía chistoso. Últimamente le había dado por usar una boina al estilo del Che Guevara para tapar la progresiva calvicie en la parte alta de la voluminosa cabeza.

No bien se montó en el puesto delantero, Aurelio se volvió hacia Jaime y lo saludó con un leve choque de puños y con fingido acento mexicano.
–¿Qué onda, güey?
–Nada nuevo, capitán. El mismo desgaste del bolsillo y la misma soledad entrepiernística.
–Remedios hay para eso, re..medios manualitos –dijo Aurelio–. ¿Y esa cámara para qué?
–Pues para tomarle fotos a don Aurelio –dijo Alejandro–. Un gaitanista verdadero no se ve todos los días.
–Pero mi nene, si al hombre le faltan dos dientes en la parte frontal del piano, cortesía de un zafarrancho con la policía chulavita.
–Mejor, de eso se trata.
–No sé, no creo que quiera que le to..men fotos.
–Hombre –dijo Jaime–, le decimos que el fotógrafo que se las va a tomar es todavía más feo que él, y listo.
Aurelio se rio con ganas.
–Listo, hacemos un concurso de belleza. Eso sí, sacamos del ra..millete al retoño este –dijo señalando a Alejandro– porque con él se nos daña el promedio.
Tras risas varias, arrancaron camino al sur, y Aurelio le preguntó a Jaime:
–¿Tiene un bareto, joven vicioso?
–No traje, por si la Policía. Además, estamos en misión.
–Qué misión ni qué ocho cuartos. Me van dejando esa manía persecutoria, mis ne..nes. No hay revolución sin humos.

Llegados a una tienda situada a tres cuadras de la plaza de mercado del Restrepo, don Aurelio los hizo entrar y cerró la puerta con falleba. Su local era parecido a tantos otros que hay en los barrios populares de Bogotá: oscuro por dentro y con un persistente olor a mercado viejo y a tráfico de gente. La tienda tenía el consabido mostrador de madera trajinada, debajo del cual había una serie de vitrinas para almacenar productos de primera necesidad y abarrotes varios, como jabón, pilas, bombillos y papel toilet. La fila era rematada por dos vitrinas refrigeradas con perecederos. En las estanterías empotradas arriba del mostrador y al alcance del brazo del tendero sobresalían como siempre las largas hileras de cervezas y gaseosas al clima. Tres mesas de fórmica, vacías en ese momento, esperaban a un lado de la entrada.

Una vez cerró la puerta, don Aurelio destapó cuatro polas, según él para aceitar la conversación, y le pegó un buen trago a la suya. Puso encima de la mesa un cuchillo y un salchichón cervecero y tajó varios pedazos, que Jaime fue el primero en echarse al pico. Alejandro sacó su libreta argollada y empezó a tomar notas. Don Aurelio era un hombre casi alto, de mirada ladina. Su contextura fibrosa hacía pensar en una vieja fuerza corporal, bastante disminuida por los años –pronto se supo que había cumplido 70–. Tenía una barriga mediana, de seguro cortesía de Bavaria, el monopolio nacional de la cerveza, y al sonreír le faltaban no dos dientes como había dicho el ahijado, sino tres, los dos incisivos del lado derecho y el colmillo adyacente. Alejandro tomó nota del aspecto de su anfitrión.
A medida que empezó a hablar, el tendero se fue revelando como un bogotano raizal, solo que perteneciente a la Bogotá del sur, a la Bogotá popular, a la Bogotá en donde Jorge Eliécer Gaitán fuera alguna vez amo y señor de los corazones. El padre de don Aurelio había tenido una chichería en Los Laches, donde él trabajó desde niño, habiendo cursado cuatro años de primaria. ¿Y su madre?

–Mi mamá cocinaba la chicha. El viejo lo que hacía era venderla y tomársela con los compinches.
–¿Más de para atrás?
–Pues creo que los abuelos venían de Tunja, pero uno nunca sabe. Como dice aquí el tocayo –dijo señalando con la boca a Aurelio Salinas–: madre no hay sino una, padre es cualquier desgraciao.

Alejandro acusó el golpe, directo al mentón, y miró con aire interrogante a su medio hermano, quien apenas dejó escapar una risita no exenta de amargura. Algo le dijo a Alejandro que la pregunta que acababa de hacer había sido pendejona y que se merecía el gancho al hígado. Don Aurelio rompió el hielo:

–Me presento, por si acaso, joven. Yo soy uno de los primeros guaches, o séase, el guache original, el verdadero Guache Rodríguez, porque el que salía en los periódicos llegó al gaitanismo después que este pecho. Le cuento y certifico que yo conocí al negro Gaitán cuando a mí apenas me estaban saliendo las primeras hebritas en las turmas. Yo soy puro pueblo, como decía el finado. Me cuenta aquí Aurelito que a usté lo que más le interesa es el 9 de abril, ¿no es así?
–Pues sí y no. También me interesa usted, claro, porque fue un gaitanista de los propios.
–No, mijo, yo no intereso pa nada, interesa el finado Jorge Eliécer. ¿Y adónde va a publicar la cosa, en un periodiquito cocacolo del Chicó?
–Por ahora va para mi clase en la universidad, pero uno nunca sabe si interesa en otra parte. Podría salir incluso en El Tiempo, en El Espectador o, por qué no, en Alternativa.
–Pues no conozco esa Alternativa. A los otros dos los conozco por las mentiras. El único periódico de a de veras fue la Jornada gaitanista, que ya no sale hace años, muchísimos años.
–Muy chéve... o sea, muy interesante, Jornada, por ahí vi unos números en la Hemeroteca Nacional.
–¿La qué?
Jaime García sonrió, mientras Aurelio Salinas explicaba:
–Padrino, la hemeroteca es algo así como un gran depósito de periódicos viejos. Muy útil.
–Gracias, mijo. Siempre fue que sirvió pa algo esa universidad a la que lo mandaron, ¿no?
La situación estaba para entrar en materia.
–Dígame algo que recuerde bien de Gaitán, que lo haga figurárselo con solo mencionarle el nombre.
–Dos cosas: el carro y los zapatos. Primero el carro: me cuenta aquí mijo que Bolívar andaba en un caballo blanco, ¿cómo se llamaba el caballo blanco de Bolívar?
–Palomo, padrino.
–Palomo... ¿no hay un torero por ahí que se llama Palomo? En todo caso, el negro Gaitán no montaba a caballo, iba en Buick. Elegante y muy doctor él, a pesar de ser más indio que uno.
–¿Le puedo hacer unas fotos, don Aurelio? –preguntó Jaime–. Le juro que yo soy como las buenas enfermeras, que cuando ponen las inyecciones no duele. Eso sí, tengo que abrir las ventanas.
–Hágale, no más, mijo, pero dígame, ¿usté es enrazado de jirafa?
–¿Me lo dice por las orejas y la trompa?
Hubo risas generales y el ambiente se distensionó. Jaime empezó a sacar unas cuantas fotos, mientras Alejandro tomaba nuevas notas y volvía a preguntar:
–¿Dónde estaba cuando mataron a Gaitán?
Don Aurelio miró a Alejandro con impaciencia.
–A ver, vamos un poco más despacio, joven, no se me le adelante al venao. Hablemos primero de los zapatos. Yo desde pelao y a mucha honra fui embolador. Así me conocí todas las plazas y embetuné todos los zapatos que usté quiera, finos, chandosos, nuevecitos, vejestorios. Los reconocía al rompe, en especial los que hacía el Chato Santos, unos y los mismos que llevaba el finado Jorge Eliécer el día en que lo mataron y que yo le embolé más de una vez. Gratis, claro, pues faltaba más que uno le fuera a cobrar al Jefe. Sí, muchas veces le lustré el calzado al Jefe. Siempre los llevaba negros o amarillos chiripiados, pero bien amarrados, como los pantalones pa defender al pueblo.
–Supongo que usted era embolador en el centro.
–Claro, en el centro. ¿Dónde más? En Bogotá en esa época hasta los ricos vivían en el centro. El resto que uno ve era pura finca antes del 9 de abril.
–Bueno, ahora sí cuénteme dónde estaba cuando lo mataron.
Don Aurelio puso la cara en blanco, como si antes de responder tuviera que abrir por dentro una alacena cerrada de tiempo atrás llena de objetos peligrosos. Se tomó un trago de cerveza y dijo:
–Yo trabajaba en Las Nieves, cerquitica de la sétima con Jiménez, donde ocurrió todo. Me recuerdo que era viernes, hora del almuerzo, y que yo le estaba dando cepillo a un doctor de esos chupasangre que tenía su oficina por esos lares. No oí los tiros, pa qué le voy a decir mentiras, pero sí oí un murmullo, como cuando el avispero se alborota. Alcé la cara y alcancé a escuchar que decían: “¡mataron a Gaitán, mataron al Jefe!”. Ahí mismito sin terminar la pulida me levanté como si tuviera un resorte en las nalgas, empujé al chupasangre ese pa que quitara su sucia pata de encima de mi caja y arranqué con ella debajo del brazo por la carrera sétima llevado del putas. De Las Nieves a la Jiménez hay... ¿qué?, ¿siete cuadras? Nadita, pues, pa uno que estaba bien alentado entonces, así que llegué en par patadas y lo alcancé a ver al Roa Sierra, como un perro apaleado, defendido por un tombo esmirriado que lo acababa de encerrar en la droguería esa. ¿Cómo era que se llamaba?
–La Droguería Granada, padrino.
–Ah, sí, Granada, igual que el hotel. Me abrí paso a los codazos, pegué la cara a la reja y me puse a mirarlo fijo al hijueputa ese a la cara pa que le entrara la cagadera. Cada uno de los que íbamos llegando al frente de la droguería lo mirábamos y le decíamos más o menos: “te vamos a hacer picadillo, gran malparido hijueputa, así que rezá lo que te sepás, pero rapidito, porque en par voliones eres fiambre, comida pa chulos”. Entonces agarramos a jalar la reja y a meterle palanca, mientras el hombre se cagaba allá adentro. El tombito dizque quería protegerlo, pobre güevón, porque digamos que le iba a servir pa lo que le sirven las tetas a los hombres. Apenas arrancamos la reja, desjetamos la puerta y lo encendimos a palo al Roa Sierra como si fuera un perro con rabia. Un doctor medio pendejo me gritaba: “¡no lo mate!”, pero igual yo le partí la caja de embolar en la cabeza al gran hijueputa. Otro le daba puñaladas con un bolígrafo. Lo recuerdo como si fuera hoy. Tan duro le di que hasta ahí fue mi pobre caja, lástima grande, mi Diosito la tenga en su gloria, bien talladita y pintada que era. Fue en un santiamén que el tal Roa Sierra quedó como un añoviejo después que le ha totiado la pólvora por dentro. Lástima también, ahora que lo pienso el doctor ese tenía razón: había que interrogarlo primero, eso sí apretándole las turmas pa que vomitara quiénes habían sido los paganinis del paseo, pero en esas uno no piensa derecho, sino que tiene una rabia como la del perro, una rabia que nunca he vuelto a sentir, ni siquiera cuando un doctorcito, como otros que hay por ahí, me perjudicó a una sobrina y no quería reconocer al sute. La rabia de las rabias, pues.

Mientras hablaba, don Aurelio iba reviviendo el furor de treinta años atrás, y estaba claro que era como si le hubieran abierto una compuerta y se hubiera desatado por dentro una avalancha verbal. Alejandro y Jaime lo miraban asombrados.

–Leí que mucha gente untaba sus pañuelos con la sangre del caudillo regada en la calle. ¿Usted tiene uno de esos guardado?
–No, yo no, porque los emboladores de entonces no usábamos pañuelo, mijo, no sé los de ahora, pero un amigo mío que hacía memorandos con su maquinita de escribir en la Gobernación de Cundinamarca sí tiene uno, solo que no lo presta ni lo muestra.
–¿Y después? –preguntó Jaime.
–¿Después?, pues a Palacio, mijo, a aplicarle la misma medicina que le aplicamos a Roa Sierra al canoso uñipulido de Ospina Pérez y a sus godazos ladrones y asesinos. Ah, y también íbamos a entregarles el pedazo de carne que teníamos entre las manos. Ese fue nuestro error. Ser demasiado bien criados, demasiado señoritos, y dejarle a Ospina el regalito, en vez de entrar y acabar de una buena vez hasta con el nido de la perra...
Don Aurelio se detuvo un segundo para echarse otro buen trago de cerveza. Luego continuó:
–...de la perra Bertha, esa arriera bocona que a veces todavía habla por radio, la gran malparida. Pero no, por un instante nos volvimos elegantosos. Más tarde, cuando quisimos volver a Palacio, ya no se pudo. El pueblo se había emborrachado.
–Echemos un poquito patrás, si no le molesta. ¿En qué momento murió Roa Sierra?
–El perro ese murió ahí mismo dentro de la droguería. O hasta antes, porque uno se puede morir de la pura cagalera, y la cara con que lo miraba la chusma era tan verrionda que le para el corazón al más verraco. No sé si antes o después de muerto, alguien lo empelotó, aclaro que no fui yo, y de un buen jalón le arrancó el miserable pichirilo del gran malparido pa ir botarlo en la primera alcantarilla.
–¿Ese tampoco fue usted?
–No, cómo se le ocurre, mijo. Tampoco. Fue otro cliente que estaba más emputado que yo, y eso es mucho decir.
–¿Y después qué?
–¿Después? Pues después lo primero fue, y no me da pena decirlo, conseguirme un trueno, porque sabíamos que la cosa se iba a poner color de hormiga y había que tener con qué cazar bandidos y chulavitas.
–¿Usted había usado armas antes?
Don Aurelio sonrió, imitando a su manera el acento cachaco:
–Cómo te digo que... sí, mi chino. En la Bogotá de entonces los barrios eran muy peligrosos. Ahora también son peligrosos, por eso yo sigo con mi revólver. Y como a veces también habían problemas en la chichería, desde enanos mi papá nos enseñó a usar armamento. Me salvé, eso sí, del servicio militar, pero un par de hermanos no. Por eso todos sabíamos muy bien cómo se dispara derecho.
–¿Ha oído la frase de Ospina: “más vale un presidente muerto que un presidente fugitivo”? –preguntó Jaime.
–Cháchara es lo que uno ha oído en la vida, Jirafales. Yo creo que eso lo inventaron luego pa hacer quedar bien a Mariano, porque a mí que no me vengan con cuentos, él lo que estaba era cagao del miedo en Palacio. Además, puro aspaviento, porque si lo agarramos no cuenta el cuento. Un pueblo enverracado es como un trapiche moliendo caña.
–¿Cómo era el Gaitán que usted conoció?
–Era un tipo tan elegante que hasta quiso uniformar a los taxistas de Bogotá cuando era alcalde. Fue su único error y se lo cobraron feo. Tampoco no le gustaban las ruanas, sin saberse por qué, porque los que lo adoraban eran los de ruana. A lo mejor nos quería a todos vestidos de chaleco.
–¿A qué horas empezó el tiroteo?
–De lado y lado empezó con todo por la tardecita. Y no me recuerdo a qué horas pero empezó a caer un aguacerazo, y la gente siguió como si nada. Pa esas cosas el agua del cielo no hace ni cosquillas. La cosa era a sangre y juego, de modo que ese día nadie apagó ningún incendio.
–Antes al contrario –dijo Jaime con aire de complicidad–. Leí por ahí que hasta los bomberos repartían candela.
–Sí, al contrario, joven fotógrafo Jirafales. Fíjense que yo estaba con un grupo de esos que empezó a hacer bellezas por todo el centro. La tombamenta nos disparaba, pero a uno ni le importaba. Y antes que me lo pregunte, le digo que claro que me había bajado mis guaros a pico de botella, de botella rota, y esos me incendiaron más la rabia. Oía zumbar las balas como si fueran avispas; una me pasó rozando por la mejilla, y yo como si nada.
–¿Hacer bellezas? ¿Cómo fue eso? –preguntó con seriedad profesional Alejandro.
Don Aurelio se calló un instante y miró a su ahijado, como dudando.
–Tranquilo, padrino, yo creo que todo lo que quiera se puede contar. Y no es como si los de..de arriba no se hubieran enterado, porque ahí les quedaron las cenizas y los fiambres. Como sumercé mismo dice, no fueron las hermanitas de la caridad las que empezaron los incendios, ¿o sí?
–Si mijo lo dice, hablemos. Sí, empezamos a hacer bellezas, es decir, a meterle candela a las cosas que más nos emputaban: El Siglo, por ejemplo, ardió como un costalado de chamizos viejos cuando entre varios compadres le rociamos gasolina. Otra de las primeras cosas que hicimos fue asegurarnos que se quemara bien el Municipal pa que no lo fueran a... ¿cómo es que dicen los curas, mijo?
–¿A pro..fanar, padrino?
–Eso, pa que no lo fueran a profranar los oligarcas. El Jefe había hecho ahí sus viernes culturales, de modo y manera que le prendimos candela al teatro. En esa chanza también participé yo, a mucha honra.
–¿Es el actual Teatro Colombia? –preguntó Jaime.
–No, el Municipal quedaba en la octava con octava, en la “Calle del Chocho”.
–Eso fue antes o después del aguacero...
–Antes. Luego se vino el aguacero y muchos de los más enverracados se metieron a las casas de la gente y se subieron a las azoteas o a las terrazas. Y desde allá, dele que estamos en feria.
–¿Y usted fue francotirador?
–No, lo pensé pero no. Matar por matar, eso ya me pareció la tapa. Pero hubieron muchos que sí.
–¿El resto de los liberales lideraron a las masas después de muerto Gaitán? –preguntó Jaime.
Don Aurelio puso cara de malgenio ante la pregunta.
–¿El resto de los qué? Mire, Jirafales, no me hable de esos mequetrefes porque todavía me enverraco. Muchos de esos doctorcitos no estaban ni siquiera en el país. Salieron corriendo apenas nombraron jefe al Jefe en el 47. Le tenían pavor al Negro.
–El Partido Comunista asegura que a Gaitán lo mató la CIA –dijo Jaime.
Don Aurelio miró de nuevo a su ahijado, otra vez buscando ayuda.
–¿La CIA? Sí he oído hablar de eso pero no sé bien qué es.
–La CIA es como el DAS del imperialismo, o sea la policía secreta de los gringos.
–Ya, pues, mijo. No sé, los camaradas siempre es que hablan mucha paja. Ah, y después se quisieron favorecer con la muerte del Negro, con todo y que en vida no lo querían ni pa mierda, eso sí está claro, porque hay que decir que lo odiaron casi tanto como los oligarcas. Brutos ellos. Pero pa decirles la verdaloplold yo no me creo el cuento de ninguna CIA. Porque por esos días había mucho gringo por aquí. Se dictaba una conferencia de no sé qué cosa muy importante. Así que me cae que no fueron ellos los que lo mataron. Tampoco digo que hayan sido los camaradas. Ellos hubieran preferido cargarse a un gringo bien jailoso, antes que al Negro, con todo y que tiene que quedar clarito como el agua que les caía por las pelotas porque no les comía cuento. Por si acaso, los de la JEGA a cada rato nos dábamos de trompicones con los mamertos, porque son bien tapados de la mollera. No abre ni a coscorrones.
–¿Y ustedes no pensaron en tomarse el poder? –preguntó Jaime.
–Claro, pero como dejamos escapar a Ospina y a la Bertha... Además, mandaron a llamar a la tropa chulavita desde Tunja y cuando llegaron los lanudos, el asunto se puso peludo. Recuerdo que el propio 9 de abril por la tarde en la radio un negro se autonombró presidente de la Junta Revolucionaria. Pero se lo tragó la decencia. Habrase visto, un negro demasiado decente. En fin, como el propio negro Gaitán, que era más decente que cualquiera de esos blanquitos. Alma bendita, ¿dónde andará? Su muerte nos dejó como una gallada de gamines sin papá.
Don Aurelio se había ido afectando con su propia historia y ahora una lágrima furtiva alcanzó a asomarse en su cara, pero la contuvo.
–Entonces, la pregunta de los setenta mil: ¿quién cree que lo mató?
–Dirá más bien la de los veinticinco centavos. Pues nada más fácil, lo mataron Laureano, ese enano corrompido, apátrida, patitorcido y rezandero, Montalvo, otro chupasangre mayor, y Estrada Monsalve, un bandolero. ¿Quién más? No habrá sido santa Bibiana, ni el que mató a Mamatoco. Fueron los mismos con las mismas, como decía el Negro.
–¿A usted la revolución le tocó aquí en el Restrepo? –dijo Jaime.
–Aun y en cuando yo vivía aquí en el Restrepo, hacía mis cositas en el Ricaurte, un barrio más combatiente que este. Allá era miembro de la JEGA. Cuando el Jefe nos decía: “¡a la carga!”, pues era ¡a la carga!
–¿Qué hacían?
–No, no éramos santas palomas tampoco. Lo mínimo era que al salir de los viernes culturales nos íbamos a la Jiménez con sétima y le tirábamos unas cuantas pedradas a El Tiempo, nido de ratas de la oligarquía. Y si pasaba por ahí algún chupasangre, pues tenga sus coscorrones.
–¿Y a las mujeres?
–A ellas menos porque poco salían a la calle después que oscurecía. Ah, y el Negro nos tenía advertido que no nos metiéramos con ellas. ¿No le digo que era un caballero?
Alejandro hizo una pausa y puso su mejor cara reflexiva.
–Para uno ahora es un poco difícil entender lo que pasaba. No digo tanto en la política, sino en los corazones. Está claro que amaban a Gaitán y que les dolió que lo mataran, pero eso no parece haber sido todo, ¿o sí?
–Es que ustedes no saben, por lo muchachitos y lo biches, o peor, porque ni siquiera habían nacido, pero había mucha rabia. Ganas de arrancar orejas y de triturar pelotas.
–¿Por qué?
La pregunta sorprendió a don Aurelio y lo hizo poner cara de perplejidad.
–¿Hmm...? –dijo encogiéndose de hombros–. Tal vez porque por una vez los de a pie nos ilusionamos con algo y, quién dijo miedo, empezó a entrarles culillo a los de arriba, como cuando el ratoncito ve venir al gato. Y usté sabe que si uno los ve haciendo mala cara y asustados, pues va y se le enciende la mala sangre. Luego ganaron los godos en el 46, bueno, qué “ganaron” ni qué pan caliente, se robaron las elecciones, y desde arriba la mancha azul nos quería poner a todos en conserva a punta de bala, cruz y machete. Se querían volver a meter con nuestras madres, con nuestras hijas, con nuestras tías y preñarlas y abusar de ellas, porque eran mucho lo ladrones y lo abusivos con las mujeres. Toda la vida allá arriba en su curubito, tan finitos, sin preocuparse de nada mientras uno se partía el espinazo. Pensamos: rojo mata azul, rojo quita la mancha.
–¿Y?
–La quitaba, porque desde que mataron a Gaitán el glorioso Partido Liberal ya no es rojo, es rosadito, chirle, desperrencado. Lo nuestro era la sangre roja, joven, no la mariconería rosada.
–Pasando a lo personal, ¿cómo fue lo de sus dientes? Porque cuenta aquí el tocayo que los perdió el 9 de abril.
De forma súbita la cara de don Aurelio cambió en dirección a los pocos amigos y por una vez miró golpeado a Aurelio Salinas.
–Pues muy bocón el ahijado. Pero no, sí fue entonces cuando me los partí pero no le voy a contar cómo fue, no señor, ese es un asunto personal.
Aurelio miró a Alejandro como diciéndole que ya estaba bien, que a lo mejor podían seguir otro día. Don Aurelio recobró el ánimo y dijo:
–Mire, dejemos la charladera. Vengan más bien les muestro mi colección de Gaitán –y en el acto se levantó y se hizo acompañar de sus tres visitantes a la zona de habitación que quedaba al fondo de la tienda. Eran dos cuartos grandes, con un fuerte olor a sudor, a mugre y a moho. Don Aurelio vivía en el cuarto de la izquierda, mientras que en el de la derecha había un escaparate grande y viejo que abrió para sacar a rastras un baúl cerrado con candado. Quitó el candado con una llave que estaba colgada en el mismo armario y empezó a sacar maravillas: hojas volantes, panfletos, recortes de periódico, un brazalete de la JEGA seccional Ricaurte, una buena cantidad de afiches doblados que invitaban a la Marcha de las Antorchas. Don Aurelio se detuvo en uno de ellos:
–Jorge Eliécer dijo que quería un río de candela, y bueno, eso fue lo que le dimos: su río de candela. Miles y miles en silencio con su antorcha. Yo creo que ahí fue que los oligarcas decidieron matarlo, porque ese mando que tenía sobre la gente era algo nunca visto en Colombia. ¿O sí, mijo?
–Nunca, padrino, ni siquiera Si..món Bolívar. O sea, Bolívar mucho menos que nadie.
Alejandro pidió permiso para tomar notas, mientras que los dos Aurelios volvían al salón de la tienda, se bebía cada uno su tercera cerveza, acababan con el resto del salchichón y hablaban de asuntos personales. Jaime acompañó a Alejandro con su cámara ansiosa. Ya iba por el tercer rollo.
Tomadas las fotos y anotado el contenido del baúl, Alejandro y Jaime regresaron al salón principal. El tendero lucía cansado, como si tras quitarse un pesado fardo de encima empezara a echarlo de menos, y por sugerencia de Aurelio Salinas se aprestaron a partir. Antes de despedirse, a Alejandro se le ocurrió una última pregunta:–Don Aurelio, ¿y qué pasó con la chichería de su papá en el 9 de abril?
–No le pasó nada, porque pueblo no come pueblo. Pero al año siguiente o por ahí vinieron los godos y prohibieron la chicha y mi viejo se quedó sin trabajo. Menos mal que yo ya había comprado esta tienda con parte de las ganancias del betún y con una ayudita que nos hizo el movimiento con la Alcaldía. Así que pudimos medio vivir de esto.
Tanto Alejandro como Jaime se despidieron de don Aurelio con un apretón de manos y se fueron caminando hasta el parqueadero en donde habían dejado el Toyota. Iban casi mareados por la experiencia, al tiempo que Aurelio iba pensativo, como dudando si alborotar esas historias viejas resultaba de veras útil. Al montarse al jeep, Alejandro preguntó:
–¿Y al fin cómo fue lo de los dientes y la policía chulavita?
Aurelio hizo cara de dudas.
–Pues ahora que veo que al padrino le fastidia el tema, me parece me..jor dejarlo entre el tintero.
–Pero sí fue en el 9 de abril, ¿o no?
–Sí, creo que fue no el 9 sino el 10 o el 11. Pero hasta ahí voy.
–Asunto de tragos.
–Más bien había fal..das involucradas, claro que también algo de trago. Pero dejémoslo.
–¿El hombre vive solo? –preguntó Jaime.
–Sí, vive solo desde que enviudó hace como cinco años. Hay que aclarar que su mayor frustración fue no tener hijos, vaya uno a saber si por problemas suyos o de la mujer. Eso sí, tiene nubes de sobrinos que lo cuidan.
–No es por nada, pero ese baúl vale un Potosí –dijo Alejandro.
–Pues hiciste bien en no decirlo porque va y te quiebra otra ca..ja de embolar en la cabeza. Para él, nada de eso tiene valor económico; solo sentimental. Además, ¿qué haría alguien vendiendo los recuerdos por plata a los setenta años?
–Bueno, ya vendrá uno de sus amados sobrinos a vender todo por tres pesos –dijo Jaime.
Alejandro continuó:
–Tengo ganas de bautizar la cosa “El misterio de los dientes”.
–Mientras el padrino no se entere...

A Alejandro le tomó una buena semana escribir el primer borrador de la crónica. Al final la tituló: “El guache original”, descartando el otro título porque en últimas no quería que don Aurelio se mosqueara por el asunto de los dientes si llegaba a leerla y porque nunca pudo enterarse de cómo los perdió. En una de esas quiso volver a visitarlo para corroborar datos y llenar vacíos, según había leído que hacían los mejores cronistas del mundo, pero Aurelio le dijo que su padrino no lo quería volver a ver, que eso de alborotar el avispero le había causado no poca amargura y que si por él fuera mejor todo seguía en el olvido.
El viejo tendero tenía sus razones. Las historias estancadas de la ciudad, sobre todo las manchadas por la mugre, el sudor y la sangre de los muertos, suelen guardarse entre el terciopelo rojo de la memoria donde se enmarañan con el sentimiento adolorido de los sobrevivientes, y no es raro que causen estragos al salir a la luz treinta años después. También cabe pensar que la herida abierta por la muerte del gran caudillo en 1948 entre quienes lo idolatraban no se había cerrado nunca y que el resentimiento por la sevicia de las armas oficiales yacía en rescoldo y todavía tenía capacidad de conmocionar. Pesaba sin duda el hecho de que la vida de don Aurelio, que cobró súbito sentido durante esos tres o cuatro días de terror y arrojo en los que dejó enredada una montaña de ilusiones, aparte de tres dientes, luego extravió ese sentido. Ahora, desde la vejez, su vida se veía estropeada, sin continuidad, desperdiciada, imposible de resucitar por medio de una andanada memoriosa. Sí, de las fugaces ráfagas de amor y muerte que pudo sentir el tendero durante aquella explosión de ira no le había quedado mucho más que una montaña de desperdicios humeantes. Nada raro. Es lo que sucede en países como el que había albergado a don Aurelio toda la vida, que están hechos de inmensos desperdicios humanos acumulados en medio de tal cual acto inaudito de valor.
 

Por Andrés Hoyos

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