El Magazín Cultural

Los niños que reconstruirán Siria

En este documental, de 79 minutos, se siguen los pasos de una familia siria desde el epicentro del conflicto hasta Alemania.

Juan Sebastián Jiménez
17 de septiembre de 2016 - 04:00 a. m.
Sara, Farah, Helen, Mohammed y su madre, Hala, son los protagonistas de una historia de pérdida y esperanza.  / Cortesía
Sara, Farah, Helen, Mohammed y su madre, Hala, son los protagonistas de una historia de pérdida y esperanza. / Cortesía

Estos son los niños que reconstruirán Siria después de que los adultos hayan acabado con ella. Niños que aprendieron a jugar entre bombas, a los que se les hizo familiar el sonido de las balas. Que perdieron a su padre, que vieron a su madre llorar hasta el cansancio y que tuvieron que despedirse de sus abuelos y huir de Siria como si huyeran de prisión. Que llegaron a un país que no era el suyo a vivir una vida que no parecía la suya y a preguntarse, mientras crecían, por qué pasó todo esto y si regresarán. Lo harán. Seguro que lo harán. Pero cuando en suelo sirio ya no brote sangre sino vida. “Nadie puede dejar su tierra por siempre”, dice uno de ellos.

Esta es su historia: la de Sara, Farah, Helen y Mohammed. No la de Hala, su madre, quien tuvo que hacer hasta lo imposible para llevarse a sus hijos fuera de Siria, a un lugar seguro, a Alemania. No es, tampoco, la de Abu Ali, su padre, quien combatió hasta que el Estado Islámico se lo llevó. Nunca apareció. Nunca se supo qué pasó con él. Pero, de nuevo, esta no es su historia sino la de sus hijos. El director, Marcel Mettelsiefen, los siguió durante años. Los vio llorar y reír. Y, sobre todo, los escuchó. En Occidente nos hemos acostumbrado a ver a los niños sirios, a indignarnos con su dolor, pero no a escucharlos. Quizás porque, al hacerlo, nos dirían más de lo que quisiéramos escuchar.

Pese a su corta edad, la guerra les dio una claridad casi monstruosa. La facilidad de decir cosas que, en otro contexto, parecerían mentira. Pero es que la guerra cambia a la gente, y muy pocas veces de forma positiva. “A veces envidio a los que han muerto porque ya encontraron un lugar para quedarse”, dice Mohammed, de 12 años, el mayor de ellos. En su mirada hay tristeza y rabia. Y en su mano un fusil. Pero este documental, de 79 minutos de duración, no se trata de hacernos llorar. Eso es fácil. No apela a la pornomiseria ni a repetir, una y otra vez, los bombardeos con los que las potencias han azotado a Siria, ni las ejecuciones de EI.

Sólo las películas de terror necesitan maquillar a sus monstruos. Aquí no hay monstruos, se sobreentiende quiénes son. Aquí hay cuatro niños aprendiendo a vivir en medio de la desolación. “La muerte sólo se mantiene lejos si la confrontas cara a cara”. Otra de las frases lapidarias de Mohammed. En medio de la muerte, esos niños aprenden a sobrevivir y a seguir riendo, a seguir jugando. A vivir dejando a su paso pedazos que luego recuperarán. Como el juguete que Sara, la menor, le dejó a su padre en casa, antes de partir hacia Turquía y luego a Alemania. “Para papi”, dice, mientras se despide de Siria. “Perdónanos”, le pide a ese país que deja atrás.

Los cuatro tienen miedo. No saben lo que se van a encontrar. Y, por ello, se aferran a su madre, quien teme tanto como ellos, pero lo disimula. Debe hacerlo. Pero en Turquía se bañan en el mar y sonríen. Y luego cruzan Europa hasta llegar a Goslar, un pequeño pueblo en Alemania que les da la bienvenida silenciosamente. Y siguen teniendo miedo, miedo al rechazo, al racismo. Pero hay esperanza y se aferran a ella. De repente se los ve jugando con niños alemanes y con niños que, al igual que ellos, han huido de la guerra. Y se los ve chapoteando con un idioma que no es el suyo y tratando de enseñarles a sus familiares en Siria.

Su madre, que está muerta en vida, como ella misma lo dice, los ve creciendo. Y una parte de ella sonríe. La otra se quedó en Siria. Y es como si de sus cenizas salieran ellos. Mohammed hace amigos. Helen coquetea. Y Sara y Farah, aún pequeñas, no hacen más que divertirse con sus nuevos amigos. Siria está muy lejos; Watali, su hogar, está muy lejos. Pero los espera. “Cualquier cosa nueva debe ser construida sobre ruinas y sobre gente que has perdido en el pasado”, dice Hala, ya seca de tanto llorar, de levantarse en las mañanas a tomar el café sola y a hablar con un muerto. Hala, con la foto de su esposo en su celular, con su vida entre los vivos y los muertos.

Esta es la historia de esos cuatro niños que, pese a todo, corrieron mejor suerte que otros 8 millones de niños sirios. Como Omran, herido durante un bombardeo a la ciudad de Alepo, o Aylan, muerto en una playa griega. Niños con suerte (suena paradójico decir eso de niños que perdieron a su padre, que tuvieron que huir de su país, pero es cierto. Otros no sobrevivieron, otros nunca llegaron a Alemania; se toparon antes con la muerte). Esta es su historia: la de los niños que van a reconstruir Siria, porque, en medio de la guerra, nunca aprendieron a matar. Aprendieron a construir, no a destruir, como lo siguen haciendo esos que no han aprendido nada.

Por Juan Sebastián Jiménez

 

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