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La memoria según Federico Fellini

Homenaje al personaje que se resistió al hecho de acomodarse al truco del realizador que descubre una forma y la convierte en fórmula.

Hugo Chaparro Valderrama
12 de diciembre de 2013 - 10:02 p. m.
Federico Fellini retó al público. Lo enfrentó a sus hábitos para seguir un relato. / EFE
Federico Fellini retó al público. Lo enfrentó a sus hábitos para seguir un relato. / EFE
Foto: Catalina González

Cuando el tren cruza por Rimini y el día es gris y lluvioso, y en la playa se descubren las sombrillas para el sol, cerradas mientras que aguardan hasta el próximo verano por los turistas que lleguen a estremecer el lugar, el viajero se pregunta en dónde pueden estar las mujeres expandidas como paisajes de carne, con pechos inverosímiles, para brillar en un circo, perseguidas por los chicos que pueden soñar con ellas con devoción onanista, censurados por los curas que envidian su juventud y exigen su confesión, quizás para sumergirse a través de sus palabras en los cuerpos prohibidos por la moral eclesiástica.

El enigma se resuelve en otro lugar distante del pueblo donde Fellini nació en 1920, del que intentó escapar escondiéndose en un circo, viajando luego a Florencia para trabajar como caricaturista y corrector de pruebas, siguiendo luego hacia Roma, amenazando su vida cuando se matriculó como estudiante de leyes —felizmente nunca fue a la universidad—, cambiando el mundo tortuoso que viviría en el derecho por el torcido y vibrante que registró en sus notas sobre el mundo del crimen para Il Popolo di Roma.

Tenía apenas veinte años cuando empezó a trabajar como guionista y asistente de dirección con los primeros amigos que le presentó la industria: Fabrizi, Rossellini, Germi, Lattuada. Y entre todos, la mejor de todas, su mujer, Giulietta Masina, “un gorrión”, según Fellini, “frágil, en absoluto preparada para las dificultades de este mundo y, sin embargo, en muchos sentidos, fuerte, una sobreviviente de los rigores del invierno”.

Fue en Roma donde Fellini aprendió a dibujar las visiones de su infancia. Imaginó sus recuerdos en la ciudad del cine, Cinecittá, donde el Estudio 5 siempre tendrá su memoria para evocar un pasado que nunca se desvanece.

“¿Por qué nunca filmó ninguna de sus películas en Rimini, ni siquiera Amarcord?”, le preguntó el periodista Costanzo Costantini.

“La memoria es por naturaleza una visión alterada de la realidad”, respondió Fellini. “Recordar historias, personajes, encuentros, pasiones que se han filtrado a través de la memoria, es expresar algo que, para ser fiel a las emociones y a los sentimientos que despiertan, debe ser enriquecido con sonidos, luces, colores, atmósferas. Y todo esto sólo puede recrearse en ese laboratorio mágico que, para el cineasta, es el estudio”.

El lugar no importa tanto cuando el talento le otorga a la ficción su apariencia de una verdad semejante a la que tienen los sueños. Y el cine para Fellini fue una invención sin límites —hasta que el único límite, el dinero, le imponía su pragmatismo al delirio—. Una realidad fantástica que viajó como un tren cruzando la geografía. Deslizándose en los sueños del público que pudo ver el arte del espectáculo con los matices del circo que revelan sus historias. Cambiando tanto las coordenadas de la razón, que admitió otra forma del placer para comprender el mundo.

“Para mí actuar es como hacer el amor: mientras lo hago disfruto y cuando se acaba espero poder repetir”, decía sobre su oficio otro amigo de Fellini, Marcello Mastroianni. Mientras se ve a Fellini, el espectador disfruta, y cuando acaba La strada, La dolce vita, Fellini Satyricon, el placer se multiplica con la repetición.
Repasar el cine de Fellini es otro acto de amor por su legado hecho imágenes. Por sus recuerdos filmados como una extravagancia que honra la desmesura. Por su actitud para el riesgo, demostrando que Fellini sólo se parece a Fellini.

¿Por qué titular sus dudas ante el oficio del cine con una cifra enigmática como 8½? Aparte de la explicación sobre el número de películas en las que había trabajado Fellini hasta 8½, el aparente misterio no tenía ningún enigma si el espectador hacía de sus sensaciones traducidas en emociones una variación de la inteligencia. No hay un Fellini distinto entre el costumbrismo operático de Amarcord y el Fellini acorralado por sus dilemas creativos según Otto e mezzo.

Amarcord es un recuerdo —como traduce el título según el dialecto de Rimini—, que el público celebró por la memoria compartida que tiene un ser humano cuando entiende que su experiencia es semejante a otras, aunque sea –o crea que es– excepcional. 8½ es un repertorio de dudas sobre el artista que filmaría Amarcord. Un pastel para los crí(p)ticos, en éxtasis cuando encuentran una película aparentemente oscura, escribiendo sobre ella según sus secretos múltiples.

Fellini creó un público y lo transformó. Desde los años 50, cuando filma Luci del varietà, Lo sceicco bianco, I vitelloni, La strada, La dolce vita, hasta principios de los años 60, cuando se atreve con 8½, Fellini no quiso acomodarse al truco del director que descubre una forma y la convierte en fórmula. Y el público respondió de diferentes maneras: alegando influencias de autores que Fellini no leyó –Joyce, Kierkegaard, Guido Gozzano, un poeta del que apenas recordaba si lo había estudiado en la escuela–, o amenazando al proyeccionista, como sucedió en Cosenza, cuando el público protestó por una película abiertamente autobiográfica y secretamente íntima.

Fellini decía que la educación católica podía ser un peligro, que sólo tenía un propósito: “Situar al individuo en una condición de inferioridad sicológica, vulnerar su integridad, privarlo del sentido de la responsabilidad, condenarlo a una interminable madurez”.

8½ retó al público. Lo enfrentó a sus hábitos para seguir un relato. A la puesta en escena que hizo temblar la tradición –vemos a un hombre filmado desde las alturas, con el pie amarrado a una soga que cae sobre la playa, o asfixiado entre su carro durante un atasco de tráfico, salvándose cuando avanza por la avenida como si flotara sobre el aire y se escucha ese viento único que es un rumor fantasmal en el cine de Fellini–.

¿Que nos permita avanzar más allá de la rutina no es lo que define el talento de un artista? ¿Haciendo de la sorpresa una forma de aprender? ¿Esquivando las certezas cuando la razón y sus argumentos se desconciertan?

Fellini vivió en tres tiempos: el pasado, el presente y el reino de la fantasía. Y en ellos encontró su libertad. Recordando, como en Amarcord, lo que había sido el pasado, visto desde el presente, para que nosotros hagamos el amor de nuevo con sus películas mientras vivimos en el reino de sus fantasías.

Por Hugo Chaparro Valderrama

 

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