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Mentiras blancas

El día que el americano desembarcó en Haina, el turco escuchaba las noticias del mediodía en su radito de onda corta. Dos muchachos que trabajaban descargando furgones en el muelle fueron a buscarlo en compañía del gringo.

Sorayda Peguero Isaac
01 de mayo de 2015 - 03:37 a. m.
Raúl Zuleta
Raúl Zuleta

Al puerto de Haina no llegaban pasajeros. Excepto visitantes, los barcos que atracaban en el muelle podían traer casi cualquier cosa imaginable. Eso es lo que se decía. Pero en República Dominicana no había un puerto con mayor movimiento, y con frecuencia los buques cargaban con algo más que su tripulación y su mercancía. Quizás por eso la gente que vivía cerca de la desembocadura del río Haina parecía estar siempre esperando la llegada de algo o de alguien. Un día aparecieron cuatro africanos embutidos en un contenedor de madera. Estaban deshidratados, hambrientos y decepcionados de ver a tanta gente de piel oscura caminando por el desembarcadero. Creyeron que un error de cálculo los había devuelto al África subsahariana. Hasta que descubrieron, con evidente alegría, que la mayoría de los haineros son afrodescendientes y que Estados Unidos —el destino al que querían llegar— no estaba demasiado lejos.

El día que el americano desembarcó en Haina, el turco escuchaba las noticias del mediodía en su radito de onda corta. Dos muchachos que trabajaban descargando furgones en el muelle fueron a buscarlo en compañía del gringo. Lo encontraron en la galería de su casa, descamisado y con unos jeans de largo desigual que el turco había convertido en bermudas a puro corte de machete. Estaba sentado en una silla de guano que apoyaba en la pared, para que quedaran las dos patas traseras afincadas al suelo y las delanteras suspendidas en el aire. El turco había aprendido a masticar el inglés en las cocinas de los barcos. El americano no hablaba nada de español. Después de ese día, y hasta que el forastero se aplatanó y empezó a chapurrear un español enrevesado, iban juntos a todas partes: al banco —donde el americano cambiaba el cheque de su pensión—, a la farmacia —donde el americano compraba las pastillas que tomaba a diario— y a los prostíbulos —donde el americano y el turco amanecían de sábado a domingo, una semana sí y otra también—. Lo que no había hecho ninguno de los marinos ni de los polizones desorientados que llegaban al puerto lo hizo el americano: se quedó en Haina. Se casó con una mulata que bebía los vientos por sus ojos verdes y tuvo una hija: Margaret.
 
Margaret tenía cosas de blanca y cosas de negra. En su pelo alternaban hebras doradas y oscuras, y su piel era de un tono cobrizo, como de melaza refinada. Tenía las cejas cruzadas y unos ojos de gata, inquisidores y amarillísimos. Por ella supe que su papá se llamaba Peter y que había peleado en la guerra de Vietnam. Margaret decía que era un hombre bravo, un héroe verdadero y no como Supermán, que sólo era “un muñequito que volaba de mentira”. Me habló de la famosa medalla de su papá: una estrella engarzada en una cinta azul celeste que le había regalado el presidente de los Estados Unidos. Otorgada a Peter Howard “por su valentía e intrepidez con riesgo de la propia vida, más allá de la llamada del deber, estando en combate contra un enemigo de los Estados Unidos”. Margaret repetía hasta el cansancio que ella no había visto una cosa más bonita en toda su vida. Un día le pregunté si era cierto que su papá se ponía malo si tomaba mucho sol. Margaret me dijo —sin coger aire— que eso eran embustes de la gente. Que a su papá le tenían envidia, porque era blanco y rubio, porque era muy alto y tenía los ojos verdes, porque era americano y hablaba inglés, porque conocía al presidente de los Estados Unidos en persona, porque había manejado aviones que volaban tan alto que parecían mosquitos en el cielo, y porque en Haina nadie tenía un papá como el suyo.
 
La gente decía que el americano y cuatro hombres de su pelotón se habían salvado de puro milagro. Que se quedaron ensartados en una trinchera de alambres de púas porque una bomba los lanzó por los aires como a una bandada de pajaritos. Decían que al papá de Margaret tuvieron que operarlo como seis veces y que cuando el sol picaba más de la cuenta se ponía como loco porque llevaba unos implantes de metal en la cabeza que no debían calentarse demasiado. A veces el americano se trastornaba. Se cubría la cara con unas pantimedias de la mamá de Margaret y se pintaba los brazos y las piernas con líquido de limpiar zapatos. Escondido en los callejones, como si estuviera acechando a alguien, empuñaba una pistolita de juguete que le cabía en la palma de una mano y gritaba malas palabras en inglés.
 
Un día se presentó en la escuela vestido de militar camuflado. Fue a buscar a su hija, pero el portero no lo dejó entrar. Uno de los conserjes avisó a la profesora y Margaret lo escuchó. Salió corriendo, y toda la clase salió detrás de ella. Cuando el portero le abrió la puerta, Margaret se abrazó a su papá con una plomiza sensación de angustia. Algunos niños se reían, pero Margaret no se enteraba. El patio de la escuela, y todo lo que había en él, quedó aislado de ellos. Como si estuvieran en una burbuja, solos, ella y su papá. Empezó a hablarle en susurros, con dulzura. El americano estaba asustado. Parecía un niño pequeño, mucho más pequeño que su hija, que le acariciaba la cara y le decía que los enemigos se habían ido, que el presidente lo estaba esperando para premiarlo por su valentía, que ella se iba a poner un vestido muy bonito y que se iba a peinar los rizos con agua de azúcar, para acompañarlo a recoger su medalla de honor. El americano la miraba alucinado, con el rostro enrojecido y las manos temblorosas. “¿Todo bien, Margaret? ¿Todo bien?”, le preguntaba a su hija con la respiración agitada. “Todo bien, papi.
 
Ya pasó. Todo bien”. Yo no entendía por qué Margaret le estaba diciendo a su papá todo eso del vestido, los rizos azucarados, el presidente y la medalla. Ella, que decía que no hablaba mentiras, porque su papá le había enseñado que ser serios con los amigos era una cuestión de honor. No era capaz de entender que Margaret tenía razones que estaban muy por encima de nuestra amistad, de las distinciones, de los presidentes, de todas las patrias del mundo y hasta de las estrellas. Yo no entendía que, a veces, hay mentiras que son las más auténticas declaraciones de amor.

Por Sorayda Peguero Isaac

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