El Magazín Cultural

En la mierda también crecen las flores

Breve recuento sobre la incidencia de la corrupción en la literatura, desde los tiempos de Dante Alighieri y La divina comedia, hasta los de Vargas Llosa y García Márquez, pasando por Cervantes y Quevedo.

Juan Felipe Cardona Cárdenas
20 de enero de 2017 - 04:25 p. m.
En la mierda también crecen las flores

Las tragedias han inspirado algunas de las obras literarias más extraordinarias de la humanidad: sin los tormentos de la guerra, Hemingway no nos hubiera dado Adiós a las armas ni Alexievich, Los muchachos del zinc. A Saramago probablemente jamás se le habría ocurrido Ensayo sobre la ceguera ni a Camus La peste, sin los temerosos recuerdos de las pandemias. Y resulta imposible negar que fueron las cicatrices dejadas por la pobreza y la hambruna las que le permitieron a Dostoievski escribir Pobres gentes, y a Némirovski, Suite francesa. Ejemplos de esta relación simbiótica entre los escritores y las desgracias, abundan. Pero hay una distópica musa literaria que, a pesar de haber servido de inspiración para un sinfín de obras sublimes, no suele ser reconocida como tal. Quizás sea porque no fue incluida como uno de los Jinetes del Apocalipsis, cuarteto bíblico que por cerca de dos milenios ha marcado el imaginario que tenemos de lo trágico. O tal vez sea por su propia naturaleza velada y embustera. O quizás porque suena aburrida y en exceso formal, sin los componentes románticos, heroicos o tragicómicos que demanda un buen libro.

Hablo de la corrupción, aquella erosionada palabreja que nos hace pensar en Watergate o en el Proceso 8000 pero nunca en la chispa creativa detrás de algunas de las mejores novelas, cuentos, poemas y obras de teatro de nuestra historia. Pero sí que lo ha sido y no debería sorprendernos. Al fin y al cabo todo escritor es una suerte de cronista de sus (ir) realidades y pocas cosas han estado más presentes en el mundo que la corrupción, en época de hambre y de excesos, durante la peste y después de ella, en tiempos de batallas y de paz. Uno de los escritores que se vio profundamente influenciado por tan inquebrantable presencia fue Dante Alighieri. El florentino, antes que poeta, fue boticario y político, lo que le permitió entender, como pocos, que cada moneda que iba a parar a los bolsillos de los corruptos significaba menos dinero para adquirir medicinas y, en consecuencia, menos posibilidades de mitigar los desastres dejados por las guerras, pestes y demás cataclismos que un día sí y el otro también azotaban a la Europa medieval en la que vivía.

Eso sin duda le sirvió como inspiración para su obra cumbre: La divina comedia, magistral poemario sobre el viaje emprendido por Beatriz, Virgilio y el propio Dante por los recovecos del Infierno, del Purgatorio y del Paraíso. No es casual que en la primera y quizás más representativa parte del libro, el autor haya imaginado un lugar específico del infierno, la quinta fosa del octavo círculo, reservado exclusivamente para castigar a los “malversadores, traidores y fraudulentos que tomaron provecho de sus cargos públicos”. O, como lo llamaríamos hoy en día, para los políticos corruptos. Las estrofas y cantos que describen esta zona del inframundo rebozan de deliciosas metáforas inspiradas en la naturaleza de la corrupción: los condenados son inmersos en hirviente, oscura y viscosa brea que representa sus dedos codiciosos; el guardián del círculo, el demonio Gerión, tiene cara de hombre honesto pero cola con punta venenosa; e incluso los protagonistas de la obra, en un ameno episodio de comedia negra, adquieren de los demonios del lugar, los Malebranches, un salvoconducto que les permitiría cruzar un puente hacia la siguiente fosa, solo para darse cuenta que tal puente no existía y que habían sido timados…

Cualquier parecido con la realidad no es mera coincidencia. Probablemente ningún género literario se ha inspirado tanto en la corrupción como la novela picaresca. Incluso hay quienes aseguran que surgió únicamente como pretexto para poder denunciarla a través del humor. Eso explicaría por qué el auge de este género en el Siglo de Oro español coincide con lo que los historiadores creen fue la época más corrupta en ese país (con perdón de los actuales huéspedes de La Moncloa). También aclararía por qué algunas de las obras más representativas giran en torno a este crimen: La Vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, La vida del buscón, de Quevedo y, por supuesto, muchas de las aventuras de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de donde sale una de las frases más sagaces sobre la corrupción en boca de quién más sino de Sancho Panza: “Yéndome desnudo, como me estoy yendo, está claro que he gobernado como un ángel”. ¡Simplemente genial!

Pero en ocasiones aún el mejor de los libros puede quedarse corto frente a los absurdos que encierra la corrupción. No hace falta sino pensar en Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán. Este narra la vida de un pícaro vagabundo que a través de engaños consigue su ascenso social, evidenciando cómo en las esferas de poder la corrupción es moneda corriente para el pago de favores. Lo curioso es que hay indicios de que esta obra se inspiró en un caso real, el cual supera con creces al de Guzmán. Se trata de la historia del Duque de Lesma, noble español del siglo XVII, que se hizo famoso por llevar la corrupción a niveles profesionales: convenció a Felipe III de mudar la sede de la Corona desde Madrid hacia Valladolid, pero no sin antes comprar a precio de huevo los terrenos que posteriormente, a precio de oro, le vendería al monarca para su trasteo.  Años después repetiría la operación pero a la inversa, trayendo de vuelta la Corona a Madrid, ciudad en la que el buen Duque, convenientemente, había adquirido unas tierritas que terminaron siendo compradas nuevamente por el Rey a un coste exorbitante. ¡La mayor operación de engorde ilegal de lotes en la historia! (Con perdón de los socios de la Zona Franca de Occidente).

Tres siglos después, Mijaíl Bulgákov también encontraría en la corrupción una musa. Y no encontró mejor forma de plasmarlo que imaginando lo que ocurriría si Satanás llegara al soviético y ateo Moscú de 1930, en su novela El maestro y Margarita. Combinando magistralmente la moral dantesca con el humor de la novela picara, Bulgákov, a través de las pilatunas de misteriosos pero fascinantes demonios como Fagotto, Beguemont y Azazello, evidenció las contradicciones de la élite intelectual y artística de la URSS –y a través de esta metáfora a todo el régimen estalinista- que gusta de hablar de igualdad y comunitarismo desde sus lujosas sedes sociales frecuentadas por burócratas clientelistas, arribistas y abusivos. Sobra decir que a Stalin, poco amigo de las metáforas, no le vino en gracia el libro, lo que condenó a su autor a la censura y al ostracismo, al punto de que esta obra no vio la luz hasta mucho después de su muerte y, claro, de la del tío Joe.

El pesimismo de la posguerra trajo consigo un dramático cambio en la forma en que la literatura se acercó a la corrupción, dejando de lado lo satírico y acercándose al realismo. Y pocos encarnaron este espíritu como Herta Müller, testigo privilegiado del empobrecimiento del pueblo rumano y del paralelo enriquecimiento del presidente Ceaucescu. Ella usó gran parte de esta realidad –y de su propia y sufrida vida- para escribir El hombre es un gran faisán en el mundo, lúgubre novela que cuenta los esfuerzos de una familia alemana residente en Rumania por volver a su país y tener una mejor vida durante la I Guerra Mundial. Los Windsch no tardarán mucho en descubrir que están rodeados de políticos, burócratas y vecinos tan indolentes como corruptos, y que para conseguir el ansiado pasaporte no tendrán otra salida que humillarse, comprar conciencias y vender las propias. La corrupción ya no es presentada desde el punto de vista del pecador y de sus verdugos, como lo hizo Dante, ni como un acto pícaro, como lo hicieran Cervantes y Bulgákov; Müller lo hace –y allí radica su valor- desde la óptica de los inocentes que deben cargar con las cicatrices y las terribles consecuencias de este crimen.

Los escritores latinoamericanos tampoco han escapado de esta musa. Y no tendrían por qué, dada la histórica y tristemente célebre vocación corrupta de los gobernantes latinoamericanos. Conversación en La Catedral, de Vargas Llosa, resulta un buen ejemplo. Aunque reconocida popularmente como una obra crítica de la opresión de la dictadura del general Odría en el Perú, algunos de sus mejores apartes son brillantes diatribas contra la corrupción. No parece casual que aunque el antagonista de la novela es el cabo Bermúdez, verdugo y responsable último de encarcelar, torturar y asesinar cualquier rastro de oposición, la figura de Odría siempre se muestre como una presencia permanente y acechante tras bambalinas, encarnado el talante del dictador corrupto sin el cual no sería posible que sus subalternos cumplieran su macabro trabajo. Los atroces abusos de la dictadura, parece decirnos Vargas Llosa, solo son posibles gracias a la corrupción que los sostiene.

Grossman, Hasek, García Marquez, Shakespeare, Roth y un gran etcétera, también han sucumbido a la tentación de incluir la corrupción dentro de sus obras. Algunos lo habrán hecho convencidos de la sagrada obligación que tienen los escritores de protestar, como creía Matute, y otros, siguiendo a Cela, por la noble función de ser “notarios de la realidad”. Lo cierto es que los unos y los otros han reconocido en la corrupción un crimen tan atroz que merece la posteridad literaria, han encontrado en esta podredumbre un fértil abono para la inspiración y han probado que incluso en la mierda pueden crecer las flores. Ahora quizás lo único que haga falta sea que el mundo tenga más lectores.

Por Juan Felipe Cardona Cárdenas

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