El Magazín Cultural

Mundos que se separan, mundos que se encuentran

Esta es la segunda entrega de un texto que reflexiona, desde la ciencia, sobre nuestro lugar en el Universo.

Juan Diego Soler
02 de junio de 2014 - 02:00 a. m.
Mundos que se separan, mundos que se encuentran

“A mí me parece que los peces ya no quieren salir de la pecera, casi nunca tocan el vidrio con la nariz”.

Julio Cortázar, Rayuela.

Estimado lector, usted que en este instante fija la vista en la página o la pantalla en las que están escritas estas palabras está en medio del Universo. Usted está en un planeta que gira alrededor de una estrella en el extremo de una galaxia con forma de espiral llamada Vía Láctea. Más allá de los límites de esta galaxia se extiende en todas direcciones la gran estructura del Universo, grupos de galaxias que forman una telaraña que se expande con el mismo espacio-tiempo y a la vez colapsa bajo su propio peso. El viaje que llevó nuestro entendimiento hasta la inmensidad de esta telaraña cósmica comienza justo aquí, al salir de su casa.

Desde la Antigüedad, la mitad del oficio de un astrónomo es medir el tiempo. Al observar el firmamento a simple vista los astrónomos no solamente describieron el movimiento del Sol, la Luna, los planeta o las estrellas, también determinaron los ciclos que rigen la vida de los seres humanos: las cosechas, las mareas, las estaciones, épocas de lluvia, y es así como se definió nuestro calendario. La Pascua, la fiesta central del cristianismo, está establecida como el primer domingo después de la luna llena tras el equinoccio de primavera en el hemisferio norte. Durante siglos, el poder de la Iglesia se basó en predecir correctamente la fecha de esta celebración y de los demás eventos que definen un año. Es por ese motivo que los templos cristianos más antiguos en Europa son auténticos relojes solares y durante siglos la Iglesia mantuvo el monopolio de las observaciones astronómicas en Occidente.

La otra mitad del oficio del astrónomo es medir el espacio. Podemos calcular nuestra posición en cualquier parte de la Tierra mediante la observación del Sol y las estrellas. Sabemos nuestra posición en el sistema solar mediante la observación del Sol y los planetas. Sabemos nuestra posición en la Vía Láctea gracias a la medición detallada de la posición de las estrellas y gracias a la observación de la luz en frecuencias de radio que emiten los átomos de hidrógeno en toda la galaxia, algo que midió por primera vez un astrónomo holandés llamado Jan Oort, un hombre tan importante para la ciencia que con motivo de su muerte en 1992 se dijo: “El gran roble de la astronomía ha caído, estamos perdidos sin su sombra”.

El siguiente paso para encontrar nuestro lugar en el Universo era saber si todo cuanto existe está en nuestra galaxia o si hay algo más fuera de los límites de la Vía Láctea. Esta es la tarea a la que se dedicó Edwin Hubble, el hijo de un ama de casa y un vendedor de seguros, cuando comenzó a observar el firmamento con el telescopio más poderoso del mundo en 1919. Hubble encontró que algunas nubes brillantes en el firmamento, conocidas como nebulosas, estaban por fuera de nuestra propia galaxia y ellas mismas eran otras galaxias como la nuestra. Sin embargo, la sorpresa no terminaba allí.

Hubble decidió combinar sus observaciones con las de los astrónomos Vesto Slipher y Milton Humason, quienes habían medido la velocidad de estas nebulosas con respecto a nosotros utilizando el efecto Doppler, es decir el cambio de color de la luz cuando la fuente se encuentra en movimiento, el mismo efecto que hace que el sonido de una ambulancia cambie cuando se está acercando o se está alejando de nosotros. Lo que Hubble encontró es que las galaxias se están alejando de nosotros y mientras más lejos están más rápido se alejan, un descubrimiento que tiene profundas implicaciones en nuestra forma de ver el Universo: durante siglos todo nuestro Universo era la Vía Láctea, luego descubrimos que hay otras galaxias distintas a la nuestra y que además estas galaxias se están alejando de nosotros en todas las direcciones. Se necesitaba una gran imaginación y conocimiento de las leyes de la física para explicar el descubrimiento de Hubble y esas dos cualidades se conjugaron en un hombre: el sacerdote católico Georges Lemaître.

En 1916, Albert Einstein ya no era el desconocido empleado de la oficina de patentes que había deslumbrado al mundo con sus descubrimientos. Einstein había unificado los dos lados del oficio del astrónomo en la idea de espacio-tiempo, había adquirido un gran prestigio científico y vivía cómodamente en Berlín como miembro de la Academia Prusiana de Ciencias. Sin embargo, su curiosidad no se había agotado y fue en ese año cuando Einstein publicó sus trabajos de relatividad general, una descripción de la gravedad como una propiedad del espacio y el tiempo. Según Einstein, la geometría del espacio-tiempo está directamente relacionada con la energía contenida en la materia y la radiación. Por si le preguntan en un coctel: según la relatividad general, la forma de nuestro Universo es el producto de la luz y la materia que hay en él.

La relatividad general es la herramienta que los científicos utilizan para describir el Universo en su conjunto, algo que compone una rama de la física que se llama cosmología. La cosmología contrasta con la forma en que la astronomía describe el Universo a partir de sus componentes, pero al final son complementarias: se pueden estudiar las ramas, los frutos, o las hojas de los árboles en un bosque o se puede describir la distribución de los árboles en el bosque, al final el objeto de estudio es el mismo. Usando la relatividad general, los científicos comenzaron a imaginar universos de distintas formas, universos que se expanden o se encogen, universos en donde la distancia más corta entre dos puntos no es una línea recta, universos inmóviles, universos abiertos y universos cerrados, universos y más universos, la imaginación era el límite.

Georges Lemaître era uno de los científicos que jugaban con los posibles universos que permitía la relatividad general de Einstein. Cuando tenía 20 años de edad, el joven Lemaître truncó sus estudios de ingeniería civil en 1914 para servir a su país como oficial de artillería durante la Primera Guerra Mundial. Al finalizar la guerra, se dedicó a estudiar para convertirse en doctor en física y matemática e ingresó al seminario para finalmente hacerse sacerdote católico. Lemaître tuvo la oportunidad de trabajar con algunos de los astrónomos más importantes de su época en Inglaterra y Estados Unidos, y al regresar a Bélgica, en 1925, publicó un artículo en donde discute la idea de un universo en expansión que se había originado en una singularidad que más tarde se conocería como el Big Bang (la Gran Explosión). Con esta idea, Lemaître creaba el puente entre las observaciones de Hubble y la relatividad de Einstein. Una idea tan grande requería pruebas extraordinarias y a Lemaître le tomaría casi 10 años convencer a la comunidad científica y al mismo Einstein de la importancia de su descubrimiento. Años más tarde, Einstein diría de la teoría de Lemaître: “Es la explicación de la creación más hermosa y satisfactoria de todas las que he oído”.

Por Juan Diego Soler

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