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Música de revolución

Aunque su voz impulsó una revolución, Sixto Rodriguez jamás supo que era un hito musical. Su vida, narrada en el documental ‘Searching for Sugar Man’, llegará a Colombia el 30 de agosto.

Sergio Silva Numa
18 de agosto de 2013 - 09:00 p. m.
Música de revolución
Foto: EFE - DAVID MAUNG

Sin vacilación y sin una pizca de espanto, aquel hombre se había inmolado en el escenario frente a miles de personas que lo oían cantar. De un tajo había decidido cortar con esos versos seductores, instigadores e inmorales. No más frases de rebeldía, no más estrofas de provocación. La revolución que con sus letras ayudó a avivar ya sólo sería parte de un recuerdo. Y su muerte quedaría como el suicidio más grotesco en la historia del rock.

Muchos ni siquiera habían logrado conocer a ese joven de figura menuda que posaba sentado, en sandalias y oculto bajo unas enormes gafas de sol, en la portada de Cold Fact. Su piel cobriza y sus rasgos latinos ahora hacían parte de un mito indescifrable, que sólo se esclarecería décadas después con su enigmática resurrección. Hasta entonces apenas quedaban unos corazones ulcerados por tan violento desenlace y el registro de su voz en acetatos: “I wonder how many times you’ve been had / and I wonder how many plans have gone bad / I wonder how many times you had sex / and I wonder do you know who’ll be next” (“Me pregunto cuántas veces has estado obligado / y me pregunto cuántos planes fracasaron / me pregunto cuántas veces has tenido sexo / y me pregunto si sabes quién vendrá después”).

Pero aquellas palabras, que —dicen— llegaron en avión al continente africano, bastaron para sacudir a un país. Se colaron con cautela en medio de discursos blancos que promovían la segregación. Fueron unos susurros que se convirtieron en himno; una voz que había nacido en julio del 42 en Detroit y, aunque despreciada en EE.UU., agitó al otro lado del mundo a una multitud acostumbrada a los valores impuestos por un régimen conservador. Sólo con su música, él, de nombre Sixto Rodriguez, empezaba a revolver, pese a jamás saberlo, los ideales del apartheid.

Años antes de que eso sucediera, dos productores lo habían visto en un bar de muros agrietados, de prostitutas y de bocas que echaban humo como calderas. En esa bruma del Anderson’s Garden se oía a Rodriguez (sin tilde) rasgando unas cuerdas de espaldas al público y mirando a la pared. Mike Theodore y Dennis Coffey lo escucharon y vacilaron. Y, quizás, se preguntaron: ¿es posible que aquel trabajador de lavandería, ese hijo de mexicanos que toca con un saxofonista desdentado, sea el genio de estas letras?

La respuesta la daría el mismo Coffey mucho después, frente a las cámaras de Malik Bendjelloul, director de Searching for Sugar Man. “El único cantante de aquella época que escribía tan bien —diría para el documental ganador del Óscar en 2013 y que se estrenará en Colombia a finales de este mes— era Bob Dylan”. Una sentencia que más adelante reafirmaría Steve Rowland, conocido productor que en los 70 también firmó con The Cure: “He producido a grandes artistas, pero él es el más memorable. No era sólo talento. Es como un sabio, un profeta. Va más allá de un simple músico”. (Los vaticinios resultaban tan acertados que en Cause, una canción mordaz, nostálgica y llena de poesía, Rodriguez pronosticó su futuro en 1971: “Cause I lost my job two weeks before Christmas / And I talked to Jesus at the sewer / And the Pope said it was none of his God-damned business / While the rain drank champagne” [“Porque perdí mi trabajo dos semanas antes de Navidad / y hablé a Jesús en la alcantarilla / y el papa dijo que no era su maldito problema / mientras la lluvia bebía champaña”]).

Esos elogios postreros poco servirían para desarrollar una carrera reducida por muchos lustros a demoliciones de casas viejas y edificios olvidados. Ni siquiera bastó con que Sussex Records pactara con Rodriguez la producción de Cold Fact, su primer disco, en 1970. Es más: tampoco fue suficiente que en el 71 saliera a la luz un segundo intento llamado Coming from Reality. El trabajo apenas se robó unas palmas y esa voz suave, pausada, que contaba historias de la clase obrera, si acaso vendió seis copias.

“Juro que pensaba que iba a ser grande —aseguraría hace unos meses a Rolling Stone Clarence Avant, expropietario de Sussex—. Era un puto genio”.

En Sudáfrica, sin embargo, todo fue distinto. Cold Fact, que probablemente había llegado como un simple regalo a un novio desprevenido, logró vender casi medio millón de ejemplares. Desde su arribo se convirtió en un símbolo de rebeldía que irrumpió en esas calles donde transitaban taxis que en letras grandes decían “sólo para blancos”; y asaltó esas aceras que soportaban el peso de negros asesinados por disparos policíacos.

“Para nosotros —contaría ante las cámaras el músico Willem Möller— fue uno de los discos más famosos de la historia. Su mensaje era: ‘Atrévete a ser antisistema. Está bien protestar contra tu sociedad, estar enfadado con ella’. Cuando Rodriguez apareció nos enteramos de eso”.

Por eso es que tras esas gafas enormes su rostro siempre estaba junto a The Beatles o Simon and Garfunkel. Y aunque todos, de repente, comenzaron a cantar Sugar Man, Crucify Your Mind o I Wonder —el himno revolucionario—, en EE.UU. Rodriguez seguía demoliendo como obrero de residencias, bodegas y hospitales. Así continuaría hasta que Stephen Segerman y Craig Strydom, melómanos de profesión, se lanzaron a la tarea de responder una pregunta que todos solían hacer: ¿quién será ese tal Sixto?

Las pistas las buscaron en periódicos y revistas en los 90. Pero pese a que todos sabían de él y de su influencia en los músicos jóvenes que luego conformarían el movimiento Voëlvry (artistas africanos que cantaban contra el apartheid), no había registro sobre su trabajo. El rastro lo señaló, finalmente, la canción Inner City Blues. Los indicios eran de algún lugar en Detroit. Poco a poco el inexorable destino de Rodriguez empezaba a tejerse.

Allá llegaron las llamadas en busca de un productor. Allá fue donde Eva, la hija de Sixto, vio la primitiva página de internet que preguntaba por su padre. Las comunicaciones se dieron y la gran verdad salió a la luz: Rodriguez, ese cuyos discos eran rayados con cuchillas finas por el gobierno sudafricano para evitar alguna rebelión, jamás había fallecido. Aún era un obrero que había estudiado filosofía en los 80, para buscar después una curul en el Concejo e intentar llegar la Alcaldía. No alcanzó ninguno de los dos puestos.

Sentirlo al otro lado de la línea telefónica e imaginarlo como un Lázaro que resucitaba conmocionó a Segerman. “¡En Sudáfrica eres más popular que Elvis!”, le diría aquel hombre apodado Sugarman, tal y como la canción de Sixto Rodriguez que evocaba a un viejo dealer (“Sugar man, won’t you hurry / ‘cos I’m tired of these scenes / For a blue coin won’t you bring back / All those colors to my dreams. / Silver magic ships you carry / Jumpers, coke, sweet Mary Jane” [“Sugar man, no te apresurarás / porque estoy cansado de estas escenas / Por una moneda azul me traerás / todos esos colores a mis sueños. / En barcos plateados transportas / drogas, coca, dulce marihuana”]).

“¡Eres más popular que Elvis!”, le repetiría, para luego, con los días, convencerlo de ir a aquel país a dar varios conciertos.

El 2 de marzo de 1998, acompañado por sus hijas, el obrero de Detroit pisaba suelos africanos. Una limosina lo esperaba para llevarlo a los respectivos ensayos. Después de acoplarse a una banda local que sabía a la perfección los tiempos y los ritmos, Sixto Rodriguez, salió al escenario. Al verlo, las cinco mil personas que lo anhelaban en el coliseo chocaron sus palmas chocaron durante diez minutos. Y él, que apenas alcanzó a decir “gracias por mantenerme vivo”, dio paso al bajo con el que arranca I Wonder. Entonces todos gritaron. Toda una multitud que se llenaba de recuerdos punzantes se paró y cerró los ojos. Estaba ansiosa, estaba nerviosa. Algunos lloraban, otros sonreían. Una cascada de aplausos que se repetirían en varios conciertos le hizo saber que él fue el artífice de su revolución. Que gracias a él encontraron la manera de oponerse al apartheid.

Esa fue historia con la que se tropezó Malik Bendjelloul en 2006. Estaba en Mabu Vinyl, una discoteca de Ciudad del Cabo. Allí, su dueño, un tal Stephen Segerman —o Sugarman—, le contó sobre Sixto Rodriguez. El personaje, no había duda, sería el protagonista de su próximo documental. Después de contactarlo en la misma casa de Detroit donde había vivido las últimas décadas y de insistirle tras varias negativas, el que continuaba siendo un obrero aceptó participar.

El estreno fue en 2012. La crítica quedó pasmada ante un relato que además de tener elementos históricos y políticos valiosísimos, presentaba una ilación sorprendente a través de imágenes de archivo, animaciones y entrevistas. La narración era atractiva y seductora.

De allí, rápidamente, Searching for Sugar Man ganó el Óscar a mejor documental. Y Sixto Rodriguez, que a los 70 años empezaba a alcanzar una fama significativa y tenía que conceder entrevistas por doquier, había decidido, aunque sin avisar, no ir a la ceremonia de la Academia. Encontró más cómodas las paredes en las que se había refugiado siempre. “Me perdí el programa —diría semanas más tarde a Rolling Stone—. Acabábamos de regresar de Sudáfrica. Mi hija Sandra me llamó para comunicármelo. De todas formas, no tengo señal de televisión”.

Por Sergio Silva Numa

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