El Magazín Cultural

La música tras la poesía de Piedad Bonnett

A propósito de la participación de la escritora Piedad Bonnett en el Festival, rastreamos su ligazón con la música en dos episodios: su infancia y el duelo por el suicidio de su hijo.

William Martínez
09 de enero de 2017 - 02:00 a. m.
/ Juaquín Sarmiento
/ Juaquín Sarmiento

La poesía de lo cotidiano es la poesía que no les apunta a grandes épicas, sino que se fija en el hombre de puertas para adentro. En un rincón de su habitación, mirando al techo, cuando nadie lo está viendo. Esa tradición llegó a Latinoamérica en los cincuenta, con los antipoemas de Nicanor Parra y los epigramas de Ernesto Cardenal. En Cuba, Eliseo Diego se encargó de darle peso a esta corriente; en Argentina, Juan Gelman; en México, José Emilio Pacheco; en Colombia, Piedad Bonnett.  (Lea también: Prográmese con el Cartagena XI Festival Internacional de Música)

Este lunes, a las 11:00 a.m., la escritora participará en el Cartagena Festival Internacional de Música moderando una conversación sobre la relación entre poesía y música. Allí estarán las cantantes Jenny Daviet y Eva Mei, el director de orquesta Gérard Korsten y el director artístico Giorgio Ferrara, quienes hurgarán la composición de óperas italianas y canciones francesas de autor. A propósito del evento, rastreamos la ligazón de Bonnett con la música en dos episodios: su infancia y el duelo por el suicidio de su hijo, Daniel Segura.

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Piedad Bonnett nació en Amalfi, un pueblo casi medieval a cuatro horas de Medellín. En los cincuenta era un lugar donde los leprosos deambulaban por la plaza central. Los caballos cargaban costales con cadáveres picados de liberales y conservadores. Los toros escapaban del matadero. Su casa, ubicada en el marco de la plaza, la resguardaba de lo que sucedía afuera. Adentro tenía la biblioteca familiar, donde conoció “El tesoro de la juventud”, una enciclopedia infantil de 20 tomos que fue su contacto inaugural con la poesía y el cuento. (Vea también: Conciertos gratuitos del Cartagena XI Festival Internacional de Música)

Esos libros y el culto de su padre por los poetas barrocos españoles y colombianos la precipitaron a la poesía: un recurso que, dice, no la salva de existir, pero le da consuelo. Su padre, un contador autodidacta, de genio crispado, de pronto se relajaba y comenzaba a recitar. Aunque ella no entendía la mitad de lo que decía, se sumergía en la música de su voz. Con el tiempo, encontró divertido desbaratar la lógica de las cosas y escribió sus primeros versos. Ahora, cuando rememora esa imagen, dice que los versos de García Lorca y de León de Greiff la adentraron suave, placenteramente, en el lenguaje. Eran palabras que se resistían a análisis racionales, que hacían la vida menos rígida, que no pretendían dar lecciones. Los poemas y las canciones que se aprenden de niño, apunta, jamás se olvidan. Se llevan como cicatrices.

A los 13 años, con la obsesión de ser independiente, el mandamiento juvenil de los sesenta, cambió las cátedras religiosas de su colegio, en Bogotá, por los ensayos de los existencialistas franceses y descubrió a Los Beatles. Perdió el año. Por eso sus padres la enviaron lejos, al internado de monjas La Merced, de Bucaramanga, al borde de la frontera con Venezuela. Bonnett preguntaba sobre sexo, sabía dibujar, sabía escribir: se exhibía. Ese coctel de ego y desparpajo hizo que las monjas la callaran, la golpearan, rasgaran las cartas que le enviaba su madre. Contrajo una úlcera duodenal y comenzó a vomitar a diario. La rabia terminó canalizada en el papel y subiéndole el volumen a la grabadora. “Fui censurada por mi mamá, por mi papá, por mi propia hermana, por las monjas. ‘Soy un monstruo’, me decía, ‘lleno de maldad, que merece el castigo’. Pero esa soledad fue productiva. Empezó a traducirse en mis primeros poemitas. También me alié con dos o tres niñas y conocí el refugio de la amistad”, cuenta.

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Además de 7.000 libros y juguetes artesanales traídos de todo el mundo, en el estudio de Piedad Bonnett hay torres de discos. Desde colecciones de lujo de ópera y jazz hasta Tom Waits, Amy Winehouse y Adele. La música y el arte han sido caminos para escapar de la estrecha escena de la literatura. Y también fue un método para acercarse a su hijo, Daniel Segura Bonnett, un pintor de 28 años que padecía trastorno esquizoafectivo y se suicidó en 2011, en Nueva York. Así como Daniel, quien estudió artes plásticas en la Universidad de los Andes, le presentaba nuevos autores, Piedad le mostraba grupos de jazz y de música clásica que él escuchaba a todo volumen en su estudio. Fue una forma de abrazar a quien le cuesta dar abrazos.

Cuando Daniel entró a su segundo año de estudio, a los 19 años, su cuerpo comenzó a padecer un acné brutal. Cayó en el desasosiego. Se aferró al roacutan, un fármaco para tratar esa enfermedad, y entró a un cuarto oscuro. Bajó las persianas, se alejó de sus amigos, apagó el equipo de sonido. Con la música, Bonnett medía los dolores de su hijo.

Un hábito que acogió para vivir el duelo de la muerte de Daniel fue escuchar música que la conectara con su hijo (Sting o bandas de rock, por ejemplo). O grupos que le hubiese gustado que él oyera. Imaginar su cuerpo atlético bailar con una intensidad no ajena de torpeza. Ahora, cinco años después de su muerte, siente que toda la música se lo recuerda. Por eso escucha menos música, sobre todo los domingos, que son especialmente dolorosos porque él permanecía allí. Optó por dejar de escuchar para no hundirse en la tristeza.

Por William Martínez

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