El Magazín Cultural

Nanclares Arango: un iniciado en los misterios de la palabra

“Expulsado de la sala penal de la Corte Suprema", como él se define, Andrés Nanclares Arango está de regreso con sus vocablos “para darle de comer a una hoja en blanco”. Letras para provocar a elegibles.

Jorge Cardona Alzate
07 de diciembre de 2016 - 07:09 p. m.
Andrés Nanclares Arango, abogado y escritor. /Archivo: El Espectador
Andrés Nanclares Arango, abogado y escritor. /Archivo: El Espectador

Corrían los años 70 y en la Facultad de Derecho de la Universidad de Antioquia se vivía un intenso debate ideológico. Pero ajeno a esas peleas sin destino, Andrés Nanclares Arango, un estudiante que había llegado del municipio de Frontino, asumía la cátedra de manera distinta: sin desatender sus deberes académicos, se la pasaba encerrado en su casa o en la calle escribiendo poemas, cuentos o ensayos, la mayoría de los cuales publicó en el Magazín Dominical de El Espectador.

Años después, el exmagistrado de la Corte Constitucional Carlos Gaviria, recordando sus años como docente, escribió que siempre en las aulas dio con dos tipos de buenos estudiantes: los que se esforzaban por las buenas notas y aquellos que asistían a clase con actitud escéptica y más bien se refugiaban en sus propias curiosidades intelectuales, ejerciendo con actitud crítica y cortés irreverencia. Una forma de evocar a su alumno Andrés Nanclares, “deliberadamente desviado de los escleróticos moldes oficiales”.

Cuando se graduó de abogado en 1976, se fue como juez al pueblo de Zaragoza y luego a El Bagre, en tiempos en los que el Eln secuestraba o desafiaba al Estado en la región. En contacto con esa Colombia difícil, de verdades ocultas para el centralismo tradicional, asumió la auténtica sociología y el derecho. Cuando regresó a Medellín, su visión contestataria se había acentuado y “sin servilismos ni torceduras” ejerció como juez penal durante 29 años. Siempre alejado del brasero de las componendas.

Hasta que lo convencieron de que trabajara en Bogotá y llegó a ser magistrado auxiliar de la Corte Suprema de Justicia. Un día lo incluyeron en una lista de elegibles para ser titular del alto tribunal y, como él refiere, lo sacaron de circulación “un par de sietemesinos mentales”. Desde entonces añadió a su tarjeta personal su condición de “expulsado de la Sala de Casación Penal”, se fue a la Procuraduría, donde alcanzó su pensión, y nunca dejó de fustigar a la “rapiña de los buitres de la toga”.

Sus reflexiones de esos tiempos quedaron recogidas en su libro Los jueces de mármol, en el que demolió por igual a los jueces domesticados por el miedo a no ser incluidos en las listas de elegibles y a los periodistas que vuelven escándalo muchas decisiones judiciales adoptadas por “los caballos cocheros del poder”. Ya retirado del universo de los incisos, Andrés Nanclares abogó por el camino de los jueces avizores, libres, independientes, distantes a los sometidos por el halago o los ascensos.

Como se describe en la presentación de su último cuento El pájaro de la lluvia, incluido en Hojas Universitarias de la Universidad Central, “ahora se gana el pan fabricando fanfreluches aristotélicos para que otros los presenten ante la Corte Suprema de Justicia. Se divierte tocando la espinela y la flauta alemana de cuatro llaves y echándole moscas a la leche de los demás. Vive en Satumaá, una casita de sueños situada en un lugar equidistante entre Masallá y Masacá, dos bellas veredas del valle de los descreídos”.

Con esa misma piel de erizo de sus palabras, ahora arremete con Vocablos para darle de comer a una hoja en blanco, en el que ratifica que “en las noches oficia como perito en lunas”, a la manera del poeta Miguel Hernández, y en las tardes, emulando a García Lorca, “pasa de lo lindo en el ejercicio de sus labores como inspector de nubes”. En los días de invierno sale al centro de la ciudad “a servirles de pasador de charcos a las personas que van de calle en calle, rumbo a sus lugares de trabajo, con los zapatos rotos”.

En palabras de Fernando Denis, “son poemas que traen asombros, irreverencias, juegos de azar, cajas de Pandora, barajas y viejas agoreras que dan de comer a las palabras”. Acompañados de imágenes de acrílicos sobre lienzo del autor, sus textos remueven las telarañas de su corazón. “Oigo la voz del abismo. Entre dientes, me habla de la claridad de lo turbio. Al oído, me dice de la densidad de la transparencia. Una cosa me extraña. Sobre lo inexorable y lo sublime, el abismo guarda silencio”.

Es el “demonio de infiernos ajenos” de su dolor; “el lomo de ángel congelado” de su misantropía; las provisiones para seguir afilando su libertad. “Para la larga trashumancia por los rojos caminos empedrados de cráneos, los zapatos de hierro. Para los herrumbrosos atardeceres en los muelles de coral escarlata, el corazón abierto a los remolinos de todas las tormentas. Para enfrentar la gran marejada de la turba que ondea la bandera de la canalla, el humeante espíritu de los hijos del relámpago”.

El mismo estudiante de los años 70 que al lado de los códigos sacaba tiempo para escribir cuentos y poemas. El administrador de justicia que, al recibir una distinción del Colegio de Jueces y Fiscales de Antioquia, lo aceptó diciendo que era mejor “ser objeto de una lluvia de besos y abrazos, que recibir cada mañana, como escribió el poeta peruano César Vallejo, los humillantes escupitajos de Dios”. El incansable Andrés Nanclares que ha roto la regla “de que al libro regalado, como al caballo, no se le mira ni la carátula”.

Por Jorge Cardona Alzate

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