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La nostalgia del megalómano

A 200 años de su natalicio, la figura del compositor alemán sigue siendo objeto de discusiones. Nadie, sin embargo, puede objetar el espíritu arrobador de su música.

Jaime Andrés Monsalve B.* / Especial para El Espectador
23 de mayo de 2013 - 08:47 p. m.
La nostalgia del megalómano

Hans von Bulow estaba destinado a ser abogado, pero en su camino se cruzó Lohengrin. También estaba signado a ser hombre de familia, pero se atravesó el autor de aquella ópera cuan rotunda podía llegar a ser su personalidad. A Richard Wagner no le bastó la consagración íntegra de Von Bulow como director para sus piezas: también le fue necesario arrebatarle la mujer. Enterado acerca del nacimiento del primogénito de Wagner con quien fuera su esposa, Cosima Liszt (hija del también compositor Franz Liszt), Von Bulow exclamó en su correspondencia: “El edificio de mis cuernos ha sido coronado así de la manera más brillante”. Con profusión podrían citarse decenas de anécdotas que harían de Richard Wagner un ejemplo de aquello a lo que un ser humano no debería aspirar. Estafador, ventajoso, ególatra, antisemita, son apenas algunos de los epítetos que podrían ajustársele con la holgura de un guante. Pero quien se aferre a ellos como excusa para no acercarse a su música se pierde de una de las experiencias más fuertes, conmovedoras y sobrecogedoras de la historia de la humanidad.

Muchas son las deudas que Occidente y su arte tienen para con Richard Wagner. Tal vez la mayor es la del camino conducente a la música del siglo XX, que llegó a ser lo que fue gracias a la influencia del compositor de Leipzig. Su ópera Tristán e Isolda fue denostada en su momento, e incluso calificada como de mal fario por sus detractores: el tenor Von Carosfeld, que la estrenó en junio de 1865, murió mes y medio después, a sus 29 años, aparentemente destrozados sus pulmones por la dificultad del personaje. Con todo y ello, la modernidad de Stravinski, Schoenberg y demás hubiera sido otra sin la influencia del lenguaje cromático que Wagner fundó en esa ópera, basada en la mitología germánica, como la gran mayoría de sus obras.

Se relaciona a la música de Wagner con cantantes de cuernos y yelmo, orquestaciones ampulosas y unas obras de una extensión ad infinitum. Todo eso, que no deja de ser parte del estereotipo, es resultado de las muy personales ambiciones del compositor, preocupado por ofrecer ya no óperas (palabra que no le gustaba) sino “dramas musicales”. Antes de Wagner, el libreto le era encomendado a un escritor. Él, en cambio, no sólo se encargaba también de las letras, sino de la escena, el vestuario y el foso donde 200 y más músicos se derretían del calor en cada ejecución. Detrás de su idea de hacer de la ópera una Gesamtkunstwerk (“obra de arte total”) se esconde la ambición de quien quiso ser, al menos en su mundo, un dios.

Con Wagner nace la tradición del cantor heroico, una raza labrada ya no para emitir pirotécnicos dos de pecho, como los tenores líricos, sino para trasegar con equilibrio cinco y más horas de performance sobre la escena. En el arte wagneriano, Lauritz Melchior viene a ser lo que Pavarotti fue para la ópera italiana. Y si alguna vez hubo un tenor que pudiera pasearse a cabalidad por los dos mundos, como Plácido Domingo, pocos pueden transitar hoy esos caminos con la holgura de un Jonas Kaufmann.

Recientemente, la Metropolitan Opera de Nueva York recreó las cuatro óperas del ciclo El anillo del nibelungo, con la única escenografía de proyecciones sobre un andamiaje mecánico de placas metálicas móviles, de más de 45 toneladas, que se convertía en bosque, ciudad subterránea, río Rin y hogar de dioses, o Valhalla. Pese a algunos problemas técnicos durante las previas, la producción fue llamada “el sueño de Wagner”. Y se entiende: en las óperas que componen la tetralogía deben aparecer, en diferentes momentos, unas ondinas nadando en el fondo del río, dos gigantes, un grupo de valkirias cabalgando el cielo, un dragón y una hecatombe final. Sólo la tecnología de punta hubiera visto a un Wagner satisfecho.

Mientras, los montajes más tradicionales y solemnes siguen teniendo lugar en la casa operática por excelencia del músico, el Festspielhaus de Bayreuth, Alemania. En el edificio, sonsacado por Wagner al rey Luis II tras un intercambio de cartas en el que se descubre a un monarca enamorado y a un músico que le hace guardar falsas esperanzas para lograr su cometido, se presenta cada año una producción por entero dedicada a su obra, para la que hay que reservar silla con años de antelación. Mario Vargas Llosa, presente en la temporada 2010 de Bayreuth, aseguró que el evento “tiene más de peregrinación y ceremonia religiosa que de fiesta operática”.

Y si todas esas lecciones y principios dejó Richard Wagner en la cultura académica, ni qué decir de su influencia en la cultura popular. De eso dan cuenta los helicópteros sembrando de napalm las praderas de Vietnam al son de la Cabalgata de las valkirias en la cinta Apocalypse Now, o el fin del mundo ambientado por la conmovedora obertura de Tristán e Isolda en Melancolía, del director Lars von Trier. Mención aparte, el Woody Allen que padece visiblemente de una función del Anillo en Misterioso asesinato en Manhattan, y quien afirma que cada vez que escucha a Wagner le entran “unas ganas tremendas de invadir Polonia”.

Hoy, 200 años después de su natalicio, tanto la Ópera de Colombia como la Orquesta Filarmónica de Bogotá han anunciado la puesta en escena de obras de Wagner en el país. Si bien la dificultad de las mismas ha impedido esa posibilidad en tiempos pretéritos, no es cierto que nunca antes se haya montado una obra suya en Colombia. En julio de 1916, la compañía del italiano Mario Lambardi escenificó Lohengrin, un único arresto wagneriano del que dijo el diario El Nuevo Tiempo: “Es mucho esfuerzo de los músicos y del director, con esa carencia de elementos, lograr una interpretación musical de Lohengrin, si no con la majestad e imponencia que la obra requiere, por lo menos alejada de la caricatura”.

El presente año, gracias a las efemérides, el mundo musical volverá de nuevo por los fueros de Wagner. La ideología, tristemente, todavía tendrá que ceder mucho para concederle, como decían las últimas líneas de su última ópera, Parsifal, “redención al redentor”.

 

* Jefe musical de la Radio Nacional de Colombia.

Por Jaime Andrés Monsalve B.* / Especial para El Espectador

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