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La nueva ortografía de Vallejo

Fernando Vallejo propone que se supriman de la lengua española ocho letras, las tildes y las diéresis. Antonio Vélez explica las fallas de tal propuesta.

Antonio Vélez / Especial para El Espectador
10 de octubre de 2013 - 10:00 p. m.
Fernando Vallejo, en su novela ‘Casablanca la bella’, aboga por cambiar la ortografía. / Luis Benavides
Fernando Vallejo, en su novela ‘Casablanca la bella’, aboga por cambiar la ortografía. / Luis Benavides

Las lenguas humanas son organismos vivos de altísima complejidad, resultado conseguido tras largos siglos de evolución; un proceso darwiniano de variación y selección similar al de las especies biológicas. Porque al igual que seres vivos, las lenguas han estado sometidas a las inclemencias del tiempo y a las mutaciones caprichosas de las generaciones que nos precedieron. En ese devenir aleatorio han ido adquiriendo su personalidad, sus vicios, y se han fraguado sus características particulares.

Nuestra lengua materna se ha forjado al calor de mil combates, de allí sus viejas cicatrices. En sus palabras, en su sintaxis y en su ortografía conserva aún recuerdos de sus andanzas por los salones de las cortes, por los prostíbulos y cárceles, por los bajos fondos. En sus irregularidades podemos ahora reconocer las huellas de todos los maltratos sufridos en las bocas malhabladas del pueblo. En sus extrañezas, deformaciones y extranjerismos enriquecedores, acendrados por los años y el uso, podemos descubrir las huellas dejadas por los inmigrantes, portadores de lenguas extrañas y acentos disonantes. Y su riqueza expresiva es fruto vivo de sus incontables aventuras por todos los nichos culturales de este mundo.

Como resultado de ese pretérito imperfecto, nuestra lengua adquirió sus aberraciones estructurales, sus irregulares caprichosas, sus extrañezas, sus arcaísmos empolvados. Y tal vez, paradójicamente, a esos avatares debamos su asombrosa capacidad de comunicación y su desconcertante eficacia.

Preocupado por tantos y tan molestos vestigios arcaicos, García Márquez propuso en Zacatecas “jubilar” la ortografía, “el terror del ser humano desde la cuna”. Otro Nobel, el poeta Juan Ramón Jiménez, hace ya varios decenios propuso con timidez un tratado de límites amistosos entre la ge y la jota, “por amor a la sencillez, a la simplificación en este caso, por odio a lo inútil”. Y nada ocurrió.

Ahora el turno es para Fernando Vallejo. El escritor colombiano propone a las autoridades de nuestra lengua suprimir ocho letras, las tildes y la diéresis. Para que nuestra lengua “adopte un sistema ortográfico basado en la fonética”, alega. Aprovecha, entonces, su última novela, Casablanca la bella, para darnos una lección de independencia (Nelson Fredy Padilla, El Espectador, octubre 2, 2013).

Para empezar —dice Padilla—, Vallejo propone eliminar las letras dobles con sonido sencillo: la che, la elle y la erre, que se escribirían s, l y r, respectivamente (subrayadas con guión o con la virgulilla de la eñe); “chapa”, por ejemplo, se escribiría “sapa”. La k se utilizaría para representar el sonido de la ce de “casa”, por lo que escribiríamos “keso” en lugar de “queso”, sin u, mientras que “aquí” se escribiría “aki”, sin tilde (adiós a las tildes); “cielo”, en cambio, se escribiría “sielo”. La zeta desparecería en el tsunami ortográfico propuesto por Vallejo (a propósito, se debería escribir “sunami”, como suena), así que “zapato” sería “sapato”, para delicia de los bachilleres desaplicados. La jota remplazaría la ge cuando se pronuncia como ésta, de tal modo que “general” se cambiaría por “jeneral”, mientras que “guerra” se escribiría “gera”, con ge de gato, pero sin u y con ere subrayada.

Vallejo propone eliminar la uve, por lo que no se escribiría “vaca” sino “baca” y, en consecuencia, su apellido pasaría a ser “Balejo”. La diéresis correría igual suerte que la tilde, entonces los “güevones” pasarían a ser “guebones”. En esta debacle vallejiana la hache también desaparecería de los libros, y los “hijos”, en consecuencia, se convertirían en “ijos”. También propone el escritor que la ye se cambie por elle, y por tanto las “yeguas” quedarían convertidas en “leguas”. Para terminar su limpieza, Vallejo propone eliminar la x y escribir cs, como suena; en consecuencia, “examen” se escribiría “ecsamen”, una letra sustituida por dos, un pasito atrás.

Quizá no ha calculado Vallejo las consecuencias de su propuesta, o quiere escandalizar a los lectores, en cuyo caso pasamos. Pero si fuese en serio, olvidó que el problema de cambiar la cultura es desalentador. Todas esas iniciativas, sanas en principio, han tropezado con dos problemas difíciles de superar: primero, la naturaleza conservadora y romántica de los humanos que, dicen, le quitarían al idioma escrito el sabor y la belleza de lo añejo, y eliminarían de un tajo la pátina milenaria depositada en sus palabras; segundo, el difícil período de transición al nuevo sistema, con su exigencia inevitable de aprender lo nuevo y olvidar lo viejo. Pero existe una dificultad aún mayor: convencer a los miembros de la Real Academia Española, añosos y conservadores, de otorgar la licencia para el cambio, aunque provengan de un escritor valioso.

La propuesta es descartable por varias razones:

1. No se tiene en cuenta que hoy todos escribimos en computador y en él no existe la opción de escribir una letra con virgulilla debajo, lo que implicaría modificaciones tecnológicas en los miles de millones de teclados en uso por los hispanoparlantes. Y en caso de elegir el subrayado, la labor de escritura se alargaría. Más aún, si en un momento dado deseáramos subrayar una parte del texto, todos los guiones de las letras subrayadas en él desaparecerían de la vista.

2. Las dificultades de la lectura con todos los cambios propuestos es insuperable, lejos de los deseos y de las posibilidades de la mayoría de los adultos, pues leer es un proceso automático, aprendido penosamente tras años de lectura infantil juntando sílabas y luego leyendo por bloques completos, de un solo golpe de vista. Es una operación de reconocimiento que posee evidentes características gestálticas. Por eso resulta tan lento y difícil leer un texto con mala ortografía. Si se hiciesen en un solo paso las simplificaciones sugeridas, luego del aburridor ejercicio de acostumbrarnos a la nueva escritura, quedaríamos desacostumbrados a la antigua. Entonces, ¿qué haríamos, después del exigente cambio mental, con los miles de millones de libros ya escritos a la antigua? No más trátese de leer las siguientes frases escritas con las recomendaciones del escritor: “komio aros con aros de sebolla ecskisitos, con sasafrutos y sorisos — no ai ecscusas, sufria de csenofobia i bolo por abianca”.

3. La propuesta de cambiar la equis por cs se contradice cuando dice “... un signo por cada sonido”, pues debemos escribir dos signos cuando uno basta, x, que, además, se pronuncia como se escribe, salvo para aquellos que dicen “esamen”.

4. El problema más grave es la debacle que se formaría al ordenar alfabéticamente los nuevos nombres y apellidos. Piénsese no más en que los Zapata quedarían en la ese, y los Vallejo en la B de boca. El caos sería total dondequiera que se usasen nombres propios: documentos oficiales, cédulas de ciudadanía, licencias de conducción, marcas comerciales (ecsito por Éxito, y aseb por Haceb), tarjetas de crédito, débito y otras, cuentas bancarias, nóminas de las empresas, archivos de la DIAN, directorios telefónicos, diccionarios y enciclopedias, clasificación de los libros en las bibliotecas (a Homero habría que buscarlo en la o; a Cervantes, en la ese)...

5. Y ¿qué hacer con los millones de nuevos lectores y los miles de millones de libros escritos en el viejo español?

6. Por último, no faltarán colectividades que rechacen el cambio, un cisma que separaría para siempre las culturas hispanohablantes.

Para finalizar, agreguemos que estamos ad portas de contar con teclados inteligentes que resuelven automáticamente todos los problemas que enfrenta Vallejo. Se dispondrá de teclados en los que al pisar sólo la tecla de la q aparezca en la pantalla qu, y lo mismo con la g cuando lleve u, o que nos escriba la h si la olvidamos. Para la tilde, tan cargosa al escribir, el computador hará el trabajo por nosotros (ya lo hace en parte: acabo de escribir “lapiz”, sin tilde, y en la pantalla apareció “lápiz”), y cuando quisiéramos una letra en mayúscula, bastaría dejar hundida la tecla un poco más de lo usual, como se hace en las tabletas. En suma, podemos olvidar los menudos problemas de la ortografía, pertenecen ya al pasado; el computador nos corregirá todos los errores, silenciosamente. En conclusión, la propuesta de Vallejo tiene fallas mayúsculas y, ante todo, llegó tarde.

 

Por Antonio Vélez / Especial para El Espectador

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