El Magazín Cultural

Nueva temporada de La última cinta de Krapp en el Teatro Libre

Esta es la historia del proceso de montaje de ‘La última cinta de Krapp’, de Samuel Beckett, contada por su directora.

Adriana Marín Urrego
13 de octubre de 2015 - 04:25 p. m.
Julián Guerra en el papel de Krapp. / Cortesía
Julián Guerra en el papel de Krapp. / Cortesía
Foto: VanessaCalderon

A Samuel Beckett lo apuñalaron una noche de 1938, justo al lado del corazón. Por cuestión de milímetros, de una mano que no tembló lo suficiente cuando penetró la carne, el señor Beckett no murió aquella noche, en una calle de París. Tal vez habré cruzado por esa calle, la Rue de la Grande Chaumiere, o por el hospital donde Beckett estuvo recluido por dos meses, muchos años después de aquel suceso. Estaba allí gracias a un trabajo que conseguí como niñera durante mis vacaciones. En ese entonces no conocía al irlandés. No conocía su teatro, ni sus novelas, ni sus poemas. Lo conocí luego, gracias a una edición de Esperando a Godot que llegó a mis manos.

Un par de años después me escapé de la universidad inglesa en la que estudiaba de intercambio para ir a Irlanda. Caminé por las calles de la ciudad de la que Beckett salió exiliado, por ser un ateo en medio de tanto católico. Uno que escribió desde París, antes, durante y después de guerras, muchas veces en francés, pensando en esa suma de angustias, de vacíos, de existencias absurdas que habían quedado en una Europa devastada. Y en ese octubre, mientras intentaba dar con el paradero de una estatua que hiciera honor a su memoria, yo sentía el peso de una Dublín que no tenía nada de especial más allá de haber sido su lugar de origen. El suyo y el de tantos otros escritores que se aferraron al desconsuelo para narrar.

La idea de Beckett se quedó ahí, sin olvidarse, pero sin recordarse del todo, y fue Bob Wilson, no mucho más tarde, el que la despertó de nuevo. Trajo La última cinta de Krapp a un Festival Iberoamericano de Teatro y yo corrí a comprar la boleta apenas vi el nombre de Beckett en la programación. Entonces Krapp salió para comerse su banano. Paso por paso, torpe. Extrañado con sus objetos, con sus acciones, consigo mismo. Y así fui entendiendo, impresionada con cada detalle, la historia de ese viejo que graba una cinta cada cumpleaños en la que cuenta lo que recuerda del año que acaba de pasar. Pero que antes escucha alguna otra, grabada en un momento anterior.

Beckett escribió esa obra en 1958, pensando en el viejo actor Patrick Magee, después de haberlo escuchado en un programa radial de la BBC leyendo extractos de Molloy, una sus novelas. A Magee lo siguieron muchos otros, desde 1958 hasta hoy. Y yo fui una de esas. Decidí seguirlo desde la escritura, jugando a ser directora desde el papel. Quise decir cómo montaría yo una obra con acotaciones tan precisas como las de Beckett, un dramaturgo que no permitía que los directores modificaran nada de lo que estipulaba. Ni una risa, ni un silencio, ni un segundo de una pausa. “Trate las acotaciones como si fueran una partitura”, me dijo Ricardo Camacho cuando le planteé la idea como tema para mi proyecto de grado en literatura. “Usted ve que los músicos recurren a las mismas notas para tocar una pieza musical, pero a todos les suena distinto. Así se debe tratar a Beckett”. Entonces partí de esa idea, cogí las acotaciones que tiene la obra y las dividí, las estudié, las analicé y las clasifiqué. “Try again. Fail again. Fail better”, aquella famosa frase de Worstward Ho, me sirvió de máxima durante el proceso. Y caí, muchas veces, más de las que creí. Pero caí mejor.

Ya con la propuesta de montaje lista, me atreví a seguir jugando. Era sólo un juego, pero necesitaba un compañero. Sabía, por supuesto, que iba a ser muy difícil que un actor viejo, experimentado, me dejara dirigirlo. Tampoco lo buscaba. Quería alguien que estuviera dispuesto a correr el riesgo y a seguir un proceso y que supiera, por encima de todo, que yo aprendería a dirigir mientras él intentaba representar uno de los personajes más difíciles de la historia del teatro.

Así fue como llegué a Julián Guerra, quien había sido mi compañero teatral en el grupo de la universidad. Cuando empezamos a trabajar sabíamos que eran dos personajes los que teníamos que crear: un Krapp de 39 años y un Krapp de 69 años. Los dos eran una misma persona que fue tomando forma, cuerpo y voz con los ensayos y que nos fue contagiando con su manera de ser. De repente, nuestras torpezas se incrementaron: las llaves se perdían, las cosas se caían y las conversaciones se enredaban. Pero nos entendíamos, siempre. Y nos divertíamos sobre todas las cosas.

Los espacios entre el Krapp joven y el Krapp viejo los llenaba Laura Cortés, la encargada de la escenografía, con un cuaderno en el que, con dibujos y recortes, iba imaginando lo que sería la guarida de ese viejo. Todo fue así hasta que la obra estuvo lista y nos descubrimos a nosotros mismos montando luces, estantes, mesas y cintas magnéticas en el Teatro Libre del centro, con un algo en el pecho que no nos dejaba respirar como solíamos. Los dos, Julián y yo, crecimos con ese lugar a nuestras espaldas, con Héctor Bayona como director y Ricardo Camacho enseñándonos teatro desde el texto, como literatura. Para nosotros estaba lleno de mística.

Y, quedando sólo tres días para el estreno, salimos de allí cargando un afiche lleno de cintas. Lo pegamos bien al lado de la puerta, ahí, para que quedara registro. Para que todo el que caminara por esa calle y volteara de repente la mirada, por el sol, por un mosquito que molestó en la oreja, lo pudiera ver y tal vez le dieran ganas de conocer a Krapp. Y, de pronto, que fueran tanto el sol y tantos los mosquitos, y tantas las personas que voltearan la cabeza, que la sala se llenara, los tres días, las cuatro funciones.

Caminamos por toda la calle 12, buscando algún lugar en La Candelaria abierto para almorzar. Ninguno pensó que podía llegar alguien, un indigente cualquiera, borracho, con hambre, pedirnos plata y, ante nuestra negación, clavarnos un cuchillo al lado del corazón. No pensamos que su mano pudo haber temblado lo suficiente para tocar la fibra necesaria y dejarnos morir, desangrados, en pleno centro de Bogotá.

La temporada irá hasta el 17 de Octubre, de jueves a sábado, en el Teatro Libre del centro. Boletería en Tu Boleta o en la taquilla del teatro (descuento para estudiantes y para adultos de la tercera edad – los jueves es 2x1)
 

adrianamarin.u@gmail.com

@adrianamarinu

* Periodista de Cromos.

Por Adriana Marín Urrego

 

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