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Las nuevas puertas del cuerpo femenino

La guerra y el amor movieron los hilos de la breve vida de Guillaume Apollinaire. Antes de enrolarse en el ejército francés durante la Primera Guerra Mundial, sus letras abiertamente carnales habían circulado de forma clandestina, según algunos por necesidad económica y según otros por pura curiosidad intelectual frente a lo prohibido.

Alberto Medina López*
22 de octubre de 2016 - 03:35 a. m.
Guillaume Apollinaire. / Archivo particular
Guillaume Apollinaire. / Archivo particular

Las mujeres con nombre propio marcaron su poesía. Annie Playden, Louise de Coligny y Madeleine Pages le inspiraron versos ansiosos y enamorados. Pensando en Annie escribió La canción del mal amado, la historia de una frustración amorosa, de una intimidad nunca lograda, así un día la condujera al filo de un abismo donde amenazó con lanzarse al vacío si no se casaba con él.

Después vino la tragedia de la guerra, que llenó de cartas y versos su existencia. A su amante, la condesa Louise de Coligny, le escribió la descarga erótica de los Poemas a Lou. “Si te acuestas Dulzura te conviertes en mi orgía / Y en el sabroso plato de nuestra liturgia”.

Y es también en la guerra, durante un viaje en tren, cuando conoce a Madeleine. A ella, a quien llama virgen, le dedica Las nueve puertas de tu cuerpo, siete conocidas y dos ignoradas.

Las primeras dos puertas son sus ojos. “Oh puerta que llevas a tu corazón mi imagen y mi sonrisa”. La tercera y cuarta puerta son sus orejas. “Puertas que os abristeis a mi voz / Como las rosas se abren a las caricias de la primavera”. Las ventanas de la nariz son las puertas quinta y sexta. “Por ella entraré en el cuerpo de mi amor / Entraré sutil con mi olor de hombre / El olor de mi deseo / El acre perfume viril que embriagará a Madeleine”. La boca es la séptima puerta. “Te he visto oh puerta roja abismo de mi deseo”.

Y aquí aparecen las puertas misteriosas. A la octava la llama selva virgen. “Pero mi amor encontrará allí un templo / Y tras haber ensangrentado el atrio donde vela el / encantador monstruo de la inocencia / Descubriré y haré brotar allí el más ardiente géiser del mundo”.

La última puerta es esa que ya todos imaginan. “Y tu novena puerta aún más misteriosa / Que te abres entre dos montañas de perlas / Tú más misteriosa aún que las demás / Puerta de los sortilegios de los que no se osa hablar”.

Al final del poema la posesión es total. El amante es dueño de las puertas porque es dueño de sus llaves.

Apollinaire, el poeta al que una herida en combate le reduce los años, le canta al amor desde la guerra, desde la cárcel cuando lo culpan por el robo de La Gioconda y desde la piel de sus íntimas emociones.

* Subdirector de Noticias Caracol.

Por Alberto Medina López*

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