El Magazín Cultural
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Ojalá que el jardinero sí me responda

El miércoles 19 de octubre llega al Palacio de los Deportes, en Bogotá, el compositor uruguayo Jorge Drexler, en compañía de Luciano Supervielle, integrante de Bajofondo, con su gira “Perfume”. Carta de una admiradora.

Camila Melo
17 de octubre de 2016 - 02:00 a. m.
Jorge Drexler realizará un recorrido por su discografía en el espectáculo que ofrecerá en Bogotá.
Jorge Drexler realizará un recorrido por su discografía en el espectáculo que ofrecerá en Bogotá.

Recuerdo la primera vez que lo escuché, efectivamente, en ese entonces no tenía a quién rezar pidiendo luz. Años después amé la trama y comprendí que por el camino yo me entretengo. También recuerdo haber deseado a algunos hombres al compás de sus letras. Recuerdo ocasos naranja, en los que las plantas de mis pies salpicaban en la mar y fundiendo el olvido en el éter como si tuviera la edad del cielo. Recuerdo que no se puede vivir del recuerdo, y que siempre vuelvo a enfrentar este presente en el que ya no soy yo, sino un eco más.

Cada vez que se aproxima su visita a esta ciudad gris, el anhelo empieza a encandecer. Parece que con él llegara la primavera y que con su arte fuera la implacable invitación a vivir, a vivir lo inenarrable. A desentrañar los secretos que se acopian en la palma de la mano. A entender cada línea como una revelación, como un signo que pulsa y que jamás vuelve a repetirse. A habitar el sueño dentro del sueño, a ser una veleta sin marea y una deriva sin frontera. A ser un halo de perfume y reminiscencia y a saber despojarme del vestidito violeta de las penas.

—Se cae el telón.

Empieza la función—.

Con el paso del tiempo, somos las canciones que habitamos. No son ellas las cómplices de nuestras vivencias, sino nosotros una extensión de su semblanza. Y sí, hablo de La sed, aquella sed, la que el agua no cura.

Cancionista, de carne y hueso, de polvo de estrellas.

Sus canciones enuncian en mi mente una noche en Punta del Este. Una noche que fosforece con sus veletas extraviadas y con las noctilucas chispeando las certezas. Sus canciones, tan dueñas de mis historias, tan cómplices de mis fusiones, de mis tramas, de mis desenlaces.

He sido Mabel bailando bajo la luna de espejos. Mabel, que también fue Ana y Raquel. Mabel, que orbita como un puñado de canciones. Mabel, que con ganas de él, de sus ansias, y con hambre de su corazón de cristal, de su corazón de quimera vence a la gravedad y a la entropía.

Mi vida, mis caminos y mis ficciones siguen como un rito sus canciones, que más que canciones son fascinación, oasis, andar.

He sido la que piensa de más, la que teme a las fuerzas opuestas sintiendo lo mismo. La que no sabe nombrar, la que no quiere hacerlo. La que le teme, mucho más, a la soledad por creer que sus cicatrices serán un eterno desasosiego y el mayor talón de Aquiles. Es entonces él mismo el ritual, el sanar, y su evocadora inteligencia, el don de fluir para celebrar los doce segundos de oscuridad. Quizás sin ser una ciencia exacta, hace casi la mitad de mi vida, Jorge Drexler puso a piar mis penas, que una a una se desmoronan y no se pierden, pero se transforman.

Cada oda a la duda se acurruca. En seguida, la melodía es un jardinero que atrapa la vida, y las historias son décimas de jacarandá que bajan al mundo abisal y entran a la habitación 316 para rozar la piel en un suave retazo de organdí. Cómo me gusta transfigurarme en el aire en el que gira la moneda y quizás convertirme en una metáfora borgiana. Sin pretensiones y sin predicamentos, la incertidumbre escudriña el alma e intenta explorar todas esas fibrillas oscuras que emergen de la sensibilidad de quienes escuchamos su obra.

Ahora, aquí, qué viva siento su lengua que se convierte en la mía, en cada frase. Huésped de paso, perplejo, el moro judío, con Montevideo en la piel, con una Bolivia que lo refugió o con una Cádiz que lo adoptó hasta en lo más sagrado de sus innatas payadas y chirigotas, no sólo porta la luz, sino que lo es.

Cada vez que se aproxima un nuevo encuentro con él, con su obra, con su espíritu y su voz vibrando frente al telón es fiesta. Es eternidad, es un brevísimo lapso de estado de gracia. Y entonces todo cae en el dulce magnetismo de los escafandristas.

A propósito de la luna de espejos (“La luz que sabe robar”, 1992)

El éxtasis se apodera de la pista,

Instinto y conciencia fusionados para danzar como un par de amantes en su primer baile,

Unos cuantos pasos a su vera: una invitación al frenesí y al deseo.

—El juego de la seducción—

Sus pupilas desatando en mí una catástrofe milagrosa.

Sus ojos en mi piel, una veleta a la deriva, su desasosiego en mi vientre, el triángulo de las Bermudas.

Por Camila Melo

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