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Otros tiempos, otras tendencias

Algunas de las películas del mapa nacional —y por extensión del latinoamericano— seleccionadas para el evento demostraron su intención de reflexionar acerca de la tradición temática del cine colombiano.

Hugo Chaparro Valderrama
17 de marzo de 2015 - 02:01 a. m.
“Ixcanul/Volcán” (Guatemala) es una película que permite celebrar su cinematografía inesperada por la forma de narrar la historia de crecimiento  y desencanto de una  muchacha indígena.
“Ixcanul/Volcán” (Guatemala) es una película que permite celebrar su cinematografía inesperada por la forma de narrar la historia de crecimiento y desencanto de una muchacha indígena.

Pedro Adrián Zuluaga, jefe de programación del Festival Internacional de Cine de Cartagena 2015, confía en el viraje que los nuevos directores del cine colombiano le otorguen al síndrome de la violencia en la pantalla doméstica. Supone que la tragedia nacional no es una condena ineludible y que podemos, quizás no escaparnos, pero sí reinventar la manera de aproximarnos a las pesadillas que revela una cámara. Una esperanza estimulante cuando los monstruos de la historia continúan persiguiéndonos y seguirán allí mientras no se conjuren sus fantasmas, plasmados durante una proyección: el Bogotazo y su caos generalizado, la memoria de las masacres que contradicen el verso del himno sobre la horrible noche que no cesa, el exilio de los desplazados, las masacres de los paramilitares y la guerrilla, las historias sin remedio de los falsos positivos, el miedo como norma, el canibalismo que desaparece a las víctimas de la guerra. Fragmentos de la historia que proponen sus relatos a los guionistas capaces de asumir el pasado como una forma de entender el presente o, invirtiendo los términos, para comprender el presente tratando de conjurar el terror del pasado.

Algunas de las películas del mapa nacional —y por extensión del latinoamericano— seleccionadas para el Ficci 2015 demostraron su intención de reflexionar acerca de la tradición temática del cine colombiano y desvanecer las fronteras de los cines nacionales, interesados por registrar la realidad inmediata de los directores, buscando a través de las coproducciones una posibilidad creativa que desborde lo parroquial y en las que se reflejen desastres comunes con una cooperación continental.

El colombiano Jorge Botero, uno de los productores de N. N., dirigida por el peruano Héctor Gálvez, cuando presentó ante el público esta versión de los desaparecidos en Perú —semejante a las versiones que pueden tener las historias tenebrosas de los desaparecidos en Colombia, México, Argentina o Chile—, en la que también se comprometieron productores de Alemania y Francia, explicó que la película de Gálvez tocaba aspectos comunes a la realidad local. El trabajo de los médicos forenses, los huesos de los esqueletos esparcidos sobre una mesa de frialdad metálica, el reconocimiento de las prendas que vestía el cadáver, la ansiedad legítima de los dolientes por sepultar a sus muertos, revelaron una búsqueda compartida en el continente que quiere resolver los enigmas criminales de un poder que continúa multiplicando los cadáveres en la región.

La transición entre el pasado cinematográfico de países con rumbos azarosos en su producción —Perú, Colombia, Guatemala, Uruguay— y el porvenir de lo que se pueda filmar, se ilustra con otro afán renovador en los matices formales del cine presentado este año en Cartagena. La presencia del diablo en el mundo, que trabaja con resultados notables como atestiguan las noticias y cuestiona la eficacia divina ante los dramas del ser humano, puede ser un reto para cualquier narrador que quiera recordar su tradición a principios del siglo XXI. El belga Gust Van den Berghe demostró con Lucifer que es posible reinventar la historia con un relato y una forma que sorprendan al público. La imagen rectangular de la pantalla se transforma en la película de Van den Berghe en un círculo, a través de una técnica llamada Tondoscope, trabajada por el director de fotografía de la película, Hans Bruch, sin limitarse a un capricho tecnológico: cada imagen de Lucifer tiene la composición de una pintura que ensambla en el transcurso del relato la seducción que una comunidad campesina sufre ante el ángel caído —interpretado por Gabino Rodríguez, un actor de talento desmesurado, dueño de un rostro que contradice el canon de belleza cinematográfica impuesta por el cine comercialmente rutinario—, desarrollada con un esquema teatral, tradicional y contrastante con el afán de renovación narrativa de guionistas que quieren escapar de los moldes habituales, fragmentando la película en tres actos: Paraíso, Pecado y Milagro.

El color geográfico ya no les pertenece a los autores nacionales. Se privilegia el talento con el que se observe esa geografía; los relatos que se escriban con la diversidad de las visiones y la manera como sean presentados. Así como Van den Berghe realizó una película esencialmente mexicana, los brasileños Cao Guimarães y Marcelo Gomes adaptaron un cuento de Edgar Allan Poe, El hombre de las multitudes, a la circunstancia de la soledad tumultuosa de Belo Horizonte, también con un formato que ofreció otra forma rectangular de la pantalla, más alta que ancha, con una puesta en escena donde los diálogos son mínimos, el ritmo es afortunadamente lento para comprender la vida de los personajes y la mirada es el eje temático con el que se construye la tragicomedia de la película cuando todos se observan entre sí y quisieran comunicarse sus dilemas, pero el silencio los agobia y el temor al desencuentro los inhibe.

El equilibrio mesurado entre la forma y el relato descubrió en el Ficci algo tan excepcional como puede ser una obra maestra, que situó en el mapa del cine el nombre del guatemalteco Jayro Bustamante con su primer largometraje, Ixcanul/Volcán. Una película que permite celebrar su cinematografía inesperada por la forma de narrar la historia de crecimiento y desencanto de una muchacha indígena, intrigada por los misterios del sexo con los dilemas de la ingenuidad, situándose al otro lado de la luna la sabia sensatez de su madre. Una revelación sostenida por la compasión y el cariño de Bustamante con sus personajes, por el respeto ante la autonomía de su mundo, donde la cámara describe cada hecho como si fuera un testigo documental que no interviene en sus asuntos, haciendo visible un mundo que de otra manera podría permanecer secreto para otras geografías, por ejemplo, la alemana, donde Bustamante logró que Guatemala participara por primera vez en la Selección Oficial del Festival de Berlín, ganando el Oso de Plata Premio Alfred Bauer, en homenaje al fundador del festival.

Así, el Festival de Cartagena, que tuviera un impulso renovador en los últimos años gracias a la dirección de Mónika Wagenberg, ahora, con Diana Bustamante como su directora artística, nos permite confiar en la verdad de la sabiduría femenina para sostener la calidad del evento según las nuevas tendencias que confirman la vitalidad del cine.

Por Hugo Chaparro Valderrama

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