El Magazín Cultural

Piglia: el otro, el mismo

En homenaje al escritor argentino publicamos este texto sobre su vida y obra.

Alejandro Ignacio Virué
09 de enero de 2017 - 02:00 a. m.
Ricardo Piglia.
Ricardo Piglia.

Ricardo Piglia nació en Adrogué,  Gran Buenos Aires, en el año 1941. Vivió allí hasta 1957, debido a un exilio interno a Mar del Plata.  Su padre, médico y militante peronista, se convirtió en un perseguido político luego del derrocamiento de Juan Domingo Perón. En este hecho traumático se cifra el origen del escritor: tirado en un rincón de uno de los cuartos de la casona de Adrogué, ya despojada de sus muebles y sus objetos por la inminente mudanza, comienza a escribir su diario, práctica que continuaría, con altibajos, hasta los últimos días de su vida y que tuvo como fruto un total de 327 cuadernos. Probablemente no haya imaginado, entonces, que su iniciación literaria coincidiría con su conclusión: esa gran cantidad de hojas manuscritas fue releída y editada por Piglia en los últimos años, que fueron los del advenimiento de la enfermedad degenerativa que derivó en su muerte el viernes pasado, y publicados bajo el título de Los diarios de Emilio Renzi. El plan total era de tres tomos, de los que hasta ahora sólo hay publicados dos: Años de formación y Los años felices. Si se cumple lo anunciado en el primero de los libros, este año debería salir el tercero, con el nombre de Un día en la vida. Cualquiera que haya escuchado hablar de Piglia seguramente sepa que Emilio Renzi es, además de un personaje entrañable de algunos de sus primeros cuentos, como La invasión y Un pez en el hielo, y el personaje principal de su primera y más emblemática novela, Respiración artificial, el álter ego del escritor. Pero esa etiqueta tampoco le corresponde del todo: su nombre completo era Ricardo Emilio Piglia Renzi; su versión literaria apenas perdió su primer nombre y apellido.

Se sabe que todo escritor es antes que nada un lector. Al mito del origen del Piglia escritor debe antecederle el del lector. En las páginas que introducen a los diarios propiamente dichos, el argentino nos revela ese inicio. Tenía 16 años y estaba enamorado de Elena, una compañera del colegio. Una tarde caminaban juntos y ella le preguntó qué estaba leyendo. Él, en el afán de no quedar en offside, porque no estaba leyendo nada, recordó el libro de Camus que había visto en la vidriera de la librería del barrio esa misma mañana y respondió con firmeza: La peste. Ella se entusiasmó y se lo pidió prestado. Era imposible negarse, en aras del cortejo. Se lo llevaría al día siguiente al colegio. Desesperado, compró un ejemplar y se quedó toda la noche despierto leyéndolo y marcándolo: “Había descubierto la literatura no por el libro sino por esa forma afiebrada de leerlo ávidamente con la intención de decir algo a alguien sobre lo que había leído”.

El resto de la obra de Piglia no sería más que elaboraciones de esa disposición juvenil. La primacía del lector no se manifiesta solamente en el sentido en que Borges entendía la escritura —como una propuesta de lectura, muchas veces arbitraria, de obras anteriores—, sino prioritariamente en una preocupación consciente por sus presuntos lectores. En El último lector, la que calificó como su obra más “íntima” —anterior a los diarios—, Piglia escribe: “La pregunta ‘qué es un lector’ es, en definitiva, la pregunta de la literatura. Esa pregunta la constituye, no es externa a sí misma, es su condición de existencia. Y su respuesta —para beneficio de todos nosotros, lectores imperfectos pero reales— es un relato: inquietante, singular y siempre distinto”.

La consideración del interlocutor en el momento mismo de la escritura es lo que le permitió moverse con tanta eficacia en la ficción y en la crítica, como también llevar sus clases de Princeton a la Televisión Pública argentina. Sobre el final de Años de formación, Piglia, en la voz de Renzi, nos da otra clave para entender su proyecto literario. Allí revela que otro de los motivos que lo llevaron a querer ser escritor fueron los relatos que circulaban en su familia y la calidad narrativa de su madre, Ida Maggi, asociada, principalmente, al hecho de que no juzgaba a sus personajes. Cuenta la historia de su tía Regina, que de un momento a otro se recluyó en su casa bajo la compañía exclusiva del whisky, los cigarrillos y una radio en la que no pasaban más que tangos de Gardel. Un día el pequeño Piglia decide visitarla y pedirle que lo acompañe a tomar un helado. Así pudo comprobar, en carne propia, los pretextos ridículos con los que disipó la invitación para mantenerse estoica entre sus cuatro paredes. Pero, fundamentalmente, experimentó el placer que le generaba ser también un personaje del relato que le habían narrado: estar dentro y fuera de la historia, seguir el argumento y vivirlo.

Esta obsesión por la mutua afectación entre vida y literatura atraviesa toda su obra. El caso más paradigmático es Respiración artificial, una historia que se inicia, precisamente, con la publicación de un libro de Emilio Renzi cuyo protagonista es su tío, Marcelo Maggi. Hasta ese momento, Renzi sólo conocía a su tío a través de los relatos familiares, que tenían como denominador común el abandono de la que era su mujer por una bailarina de cabaret. Pero la publicación del libro provoca la reaparición del tío por vía postal y el inicio de una densa correspondencia que tendrá a la historia y la literatura argentina como temas principales, y concluirá con el viaje de Emilio a Concordia, para “conocer” finalmente al personaje principal de su novela.

En Respiración artificial, Piglia lleva también al límite la distinción entre crítica y ficción: gran parte de la novela está constituida por disquisiciones sobre la historia de la literatura argentina, a tal punto que conocemos a los personajes más por sus posiciones en este campo que por las caracterizaciones que nos ofrece el narrador. La ficción le permite a Piglia hacer algo que, por cautela, jamás podría como crítico: proponer ideas y periodizaciones de la literatura opuestas. Es lo que sucede, por ejemplo, en la discusión que se da entre Renzi y Marconi sobre la escritura de Roberto Arlt. Piglia comienza El último lector con una escena que es una variante de El Aleph, de Borges. Le habían hablado de un hombre que en el altillo de su casa tiene una réplica minúscula, aunque completa, de la ciudad de Buenos Aires. Lo acusan de loco porque está convencido de que su creación es, en verdad, la ciudad real, y que el destino de la otra es un espejismo atado a las modificaciones de la primera. El narrador visita, finalmente, al hombre, sube al altillo y ocurre lo insólito: “Vi una puerta y un catre, vi un Cristo en la pared del fondo y en el centro del cuarto, distante y cercana, vi la ciudad y lo que vi era más real que la realidad, más indefinido y más puro”.

La muerte de Piglia me lleva a desear que esa misma relación se dé entre él y Renzi, su réplica. Con esa ilusión espero la tercera entrega de los diarios.

Por Alejandro Ignacio Virué

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