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Prohibido renunciar

Nueve años pasaron desde aquella tarde en la que Nelson Cardona se retiró del grupo que descendía del Everest y le prometió a la montaña que se verían de nuevo, que algún día volvería.

Fernando Araújo Vélez
22 de marzo de 2013 - 02:48 p. m.
Prohibido renunciar

“Chomolungma, tú siempre vas a estar ahí y yo me voy, pero nos volveremos a encontrar, yo vendré de nuevo y subiré hasta lo más alto, es una promesa”, dijo entonces, inmerso en una especie de arrobamiento que jamás olvidó, ni siquiera cuando estaba postrado en una cama de hospital con la mitad de sus huesos rotos y el alma destrozada. “¿Cuándo salimos hacia el Everest?”, le preguntó en aquel tiempo y desde su tragedia a Juan Pablo Ruiz, a quien le acababan de informar que, con suerte, Cardona quedaría inválido. El Everest fue su motivación, día tras día con sus noches, su mayor ilusión y, casi, su único destino.

Cardona partió de Bogotá el 27 de abril, para encontrarse varios días más tarde con el resto del equipo, Carolina Ahumada, Rafael Ávila, Antonio Henao y el jefe del grupo, Ruiz. El viaje fue tranquilo, con escalas en París y Nueva Delhi. Era un itinerario conocido, repleto de recuerdos, de nombres e imágenes. Lenin Granados, los perfumes que había comprado en el aeropuerto Charles de Gaulle de París, su última conversación sobre el amor y las mujeres, la avalancha del lejano y cercano 1997, su desaparición en el Manaslu. Gonzalo Ospina, su cuerpo hecho hielo, sus frases de agonía, el delirio. Juan Pablo Ruiz y Marcelo Arbeláez, la cumbre de 2001, la felicidad por el éxito de los otros, su propia frustración. Y luego aquellos nueve años de ausencia, su accidente, el dolor, los huesos rotos, la sangre, su temeraria decisión de amputarse la pierna para poder subir. Cada uno de sus días había sido de cuarenta y ocho horas, tal vez porque había nacido por un terremoto y al revés, como le solía decir su madre. Había oído historias, había leído, se había tuteado con la muerte más de una vez y, como decía José Saramago, nadie vuelve a ser el mismo después de haberle visto el rostro a la muerte. Él tampoco.

Cada derrota le había dejado una marca y cada marca había sido una victoria, porque el mejor de los montañistas no era aquel que llegaba a la cumbre de cualquier manera, sino quien regresaba para contar lo que había hecho, como le repetía Ruiz. Porque el exceso de valor, la intrepidez, pueden ser la causa de una tragedia. Porque un detalle, un detalle mínimo, puede llevar a la muerte. Porque la vida de un solo ser humano vale más que todas las cumbres del mundo. Porque primero está el grupo y luego, los individuos. Porque la honestidad consigo mismo y con el equipo es el primer paso para acceder a una cima. Porque, porque...

El reloj había empezado a marcar su inexorable paso. El tiempo era perfecto, los pronósticos auguraban días claros y poco viento. En esas condiciones fueron avanzando. Cuando los veían pasar, los aldeanos se asomaban con curiosidad y clavaban sus ojos en la pierna de Cardona, quien iba adelante de Ruiz y de Carolina Ahumada, los dos, eternos vigilantes de su andar, de su estado, de sus fuerzas. Atravesaron parajes desolados. Cardona, concentrado, serio, firme. Cuando superó el Hillary Step, varios días más tarde, se vio de frente con un guía norteamericano que le hacía señas para que se devolviera. En realidad, el guía le hacía señas a todo el mundo para que se devolviera. Eran las once de la mañana. Decía que era muy tarde, que se venía una tormenta y llevaba tras de sí a varios montañistas, pero a Cardona le restaban veinte minutos, sólo veinte minutos de ascenso. Pasara lo que pasara iba a continuar hasta la cúspide, paso a paso, dejando y sellando su huella de hierro en el camino. No dudó, no tenía espacio para la duda. Avanzó, uno, dos, tres, cuatro. Clavaba su piolet en la montaña, chuk, chuk. Diversos trozos de nieve salpicaban a su alrededor. El cielo era claro. Él lo vio inmaculado, sagrado, Dorjee, su sherpa compañero, lo vigilaba, lo cuidaba, como si aquel hombre que le había enseñado cinco o diez palabras del español fuera un jarrón chino de la dinastía Ming. Abajo, Ávila subía. Más abajo, Ruiz aguardaba a que en cualquier instante aparecieran sus compañeros, convencido aún de que habían tocado la cima tres horas atrás. A las 11:20 a.m. del 17 de mayo de 2010, hora de Nepal, por fin, Cardona llegó a la cima del Everest.

 

* Apartes de 8.848, de Ed. Aguilar.

Por Fernando Araújo Vélez

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