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Puerto Nariño, donde el Amazonas niega las fronteras

En los alrededores de Puerto Nariño, sobre el serpentino río Loretoyacu, afluente del río mar, el Amazonas, estrella una mancha escarlata en el agua morena.

Diane Philips
21 de marzo de 2016 - 01:34 a. m.

A nuestro lado está pasando otra lancha de madera, airosa, extrañamente adornada de una sombrilla de seda roja. Las dos lanchas bordean la orilla del Loretoyacu y entre las ramas entrelazadas de los árboles escucho un susurro extraño, como una risita metálica. Una multitud de hadas, unos diablitos pueriles, lo juraría.

En la luz dorada, ese murmullo me recuerda el guirigay plateado de los espíritus, en la cabaña de madera, en el kilómetro inexacto de Leticia. Hace más de un año, en la noche eterna de la ayahuasca, cuando el jaguar alucinado me penetraba con su mirada. La luz móvil y centelleante de las velas, impresa en mis pupilas hasta perseguirme a través de la selva, cuando volvía caminando a mi propia cabaña, la huella de luz que se dibujaba, bailando, saltando de hoja a rostro… pues hoy entre las ramas, a lo largo del río, este murmullo es como el reflejo sonoro de tal luz cambiante, chispa del duende. Su risita secreta, sagrada.

Aun cuando el guía dice que es, sencillamente, el eco del motor reverberado entre los árboles, no le creo. ¿O será que la selva, la todopoderosa, vibrante Madre Selva, transformará los motores en hadas risueñas? Yo, en este asunto, y como cuando escucho las maravillosas historias de los nativos, los ticunas, considero que hay cosas más pertinentes que la noción fluctuante de real sólido.

Por segunda vez estoy en Leticia, en este punto único de la triple frontera amazónica, donde la selva, indiferente a la política, mezcla Brasil y Perú con Colombia. ¿No sería lógico, entonces, que allá se turbara, también, la frontera entre verdad y mentira? Hace un año, un siglo, hice una travesía lenta y embelesadora, a contracorriente, desde la desembocadura del Amazonas en Belem de Para, en la costa noreste de Brasil, hasta Leticia.

Un mes al ritmo hipnótico de la hamaca que se balancea, de la gracia colonial húmeda y mohosa de Belem, a través de la floresta encantada, el bosque inundado del pueblo brasileño Alter do Chão, y luego pasando como viento por el caos industrial y sucio de Manaos, capital amazónica… para finalmente cruzar, a pie, la frontera de Brasil a Colombia, de Tabatinga a Leticia. Y unos días después, en las calles tranquilas de la ciudad selvática, conocer a un chamán que me hizo, a su vez, cruzar la frontera del sueño sobre las alas vertiginosas de la ayahuasca.

Podría decir lo subidos que eran los colores en los días después, lo limpia y alegre que me sentía, mi paz, y cómo todo parecía ser y estar vivo, tal y como lo era. Podría contar mi travesía en bote, la belleza de los niños brasileños, lo pulido de sus pómulos, sus sonrisas maliciosas, la chispa en sus pupilas. Pero sólo existe este año, y los últimos días en que he profundizado en los alrededores de Puerto Nariño.

En Puerto Nariño, el río Loretoyacu, del nombre del departamento peruano vecino, viene a lanzarse en el Amazonas, otra frontera que se cruza; los delfines rosados se dejan entrever allá. Y, rodeando Puerto Nariño, al este y al oeste, a lo largo del río, se encuentran una veintena de comunidades indígenas, reunidas bajo la sigla Ticoya, es decir: ticuna, cocama, yaguas. Nosotros, apenas llegados a Puerto Nariño, cogemos otra lancha más pequeña, y, subiendo el Loretoyacu perseguidos por la risita del hada selvática, en pocos minutos llegamos a la comunidad San Francisco, una veintena de ticunas viviendo a la orilla del río, al oeste de Puerto Nariño.

Ahí conocemos a Jesús Silva, dicho Chuchu, el mejor guía y el mejor cuentista de la comunidad. Le pregunté, y en su idioma “naturaleza” y “selva” se reúnen en una sola palabra: naynekú. Mientras organizan las mochilas en la casa de Chuchu, sus hijas de rastro puro, niñas de unos seis y ocho años, suben en tres pasos a los árboles del jardín y me ofrecen el fruto de su esfuerzo.

Pero ya arrancamos en las huellas de Chuchu, curu we maan, “el que guía”, es decir, tras el enorme y absurdo saco de tela que esconde su silueta. Chuchu, de rasgos finos, de piel oscura, de pómulos marcados, es bajito, como la gente de su pueblo, y es difícil creer que pueda cargar, a la fuerza de su frente, su cuello y su espalda, semejante carga. El plan es ese: caminar desde San Francisco, a través de la selva, hasta el otro río, el Amakayaku, cuyo nombre quechua, dicen, evoca la forma de hamaca de las lianas que lo rodean. Una caminata de unos ocho kilómetros, pero por una parte de la selva a donde ni siquiera van los ticunas, y donde el sendero está ya casi desaparecido.

Dejando San Francisco bordeamos primero un estanque donde duermen las mascotas de Chuchu, dos jóvenes caimanes de cuatro años y unos ciento veinte centímetros de largo. Llegarán, con el lento paso de los años a medir hasta siete u ocho metros. Chuchu ama a los cocodrilos y se ha impuesto el deber de preservarlos, y de educar a su gente sobre la desaparición de la especie.

Yo ya conocía al Amazonas; su hechizo es aún todopoderoso. En la sofocante humedad y el perpetuo susurro, la catedral de verdor frondosa vibra y pulsa como un tambor colosal entre los muslos de una diosa. El poderoso olor a humus, a tierra mojada y a hojas podridas me fascina. Hay, a la vez, tanta vida y tanta muerte aquí, la vida alimentándose de muerte, como las hojas caídas nutren las dionisíacas raíces que se entrelazan… Paisaje eterno, reconciliación con el ciclo que, mientras nos alejamos del río, canta en la pulsación esencial, visceral, carnal, de los tambores del pueblo, pum, pum, pum, como la sangre que late en mis venas.

Esta primera noche colgamos las hamacas bajo el techo de madera de Manuel, un hombre ticuna solitario y taciturno, con cara de duende pícaro, que ha elegido vivir absolutamente solo, aislado de San Francisco. Al lado de la cabaña relucen en la noche dos chispas, las pupilas de un caimán escondido en la charca. Nos encontramos, también, unas ranas minúsculas y artísticas, de manchas rojas y amarillas subidas, y unas tarántulas peludas.

El día siguiente cruzamos una decena de quebradas mediante un tronco caído, yendo de gigantesca mariposa morfo, azul eléctrico, en manada de jabalís ruidosa, de culebra elegante en huella de tigre. Luego de haberse perdido múltiples veces, entre las ceibas y las palmeras, pues en este laberinto vivo, en perpetuo cambio, ni siquiera Chuchu el nativo está ubicado siempre… por fin llegamos, sudados, pegajosos, al río Amakayaku. Y, ebria de calor y de alivio, me echo sin dudar en sus aguas amarillas y turbias, y, sin la ayuda de Chuchu, las arenas movedizas casi me hubiesen tragado.

Al atardecer, la lluvia empieza a caer, y miramos, asombrados, mientras Chuchu, en tres machetazos, nos construye un refugio. Bajo la lona negra mantenida por unos troncos cortados y unas lianas anudadas, instalamos otra vez las hamacas, otra vez prendemos la fogata. Las manchas doradas que perforaban el follaje se apagan, y en las tinieblas empieza un concierto metálico: la plata airosa de los innumerables grillos se mezcla con el cobre hondo de los enormes sapos, una multitud de sapos, cuyas voces cavernosas, cacofonía brutal, épica y tribal, celebra la lluvia esencial.

Los sapos cantan toda la noche… y al amanecer empezamos el camino de vuelta a San Francisco. El saco de Chuchu parece aún más enorme, y nuestros pies duelen en las botas de goma. Llueve. Sin embargo, llegamos a la aldea temprano en la tarde, y luego son solamente unos minutos a lo largo del río hasta Puerto Nariño.

Puerto Nariño es un pueblo joven, de siete u ocho mil habitantes, al oeste de Leticia, a menos de dos horas en lancha, dado que el conductor maneja como si el diablo lo persiguiera. Un pueblo hermoso y limpio, arrullado por el silencio de los caminos sin moto ni carro, donde la sombra de las flores multicolores se dibuja sobre la madera de las casitas. Donde los niños de piel cobre corren sin preocuparse y las raíces potentes rompen el hormigón de las calles. En la noche, nubes de insectos rodean las luces de cada farola y el interminable pontón vacilante se refleja en el azul oscuro, suntuoso, del agua.

Y en la noche del día siguiente, desplomada en una hamaca del hotel y apurada, puedo, finalmente, transcribir todas las historias que me han contado los ticunas. Los ticunas, que cuentan con voces lentas y dicción perfecta, como si supieran del poder aterrador de la palabra. En el mundo maravilloso —y entiendo la palabra en su sentido antiguo y anticuado, donde y cuando lo imposible acontece—, en este cosmos donde se mueve el pueblo ticuna, se enturbian todas las fronteras. Tal vez porque su entorno, esta naturaleza —naynekú— que se confunde con la selva, ella misma, en el curso de cada año se transforma.

Allá el paisaje se metamorfosea, y en la cumbre de la época de lluvia, de abril a junio, el agua sube a lo largo de los troncos, hasta rozar las ramas y acariciar las hojas. Entonces, las barcas ticunas ondulan en un paisaje hechicero, entre la copa de los árboles sumergidos, lo que en Puerto Nariño llaman “bosque inundado”, y en portugués floresta encantada, nombre tan delicioso. Allá en Brasil, en Alter do Chao hace un año, un columpio colgaba de una rama en el lago donde me bañaba cada mañana. Y, de pie sobre el columpio, el agua escondía todo mi cuerpo.

¿Cómo, entonces, el universo de los que viven en tal entorno no iba a ser uno de metamorfosis y hechizo? Los ticunas dicen que los viejos caimanes, cuando llega la hora de morir, eligen su última morada y se queden quietos. Tan, tan quietos que la ceiba, el rey árbol de la selva, cuyas ramas tocan las estrellas, el árbol gigante del cual nacieron la luz y el agua, el que protege la “madre del monte”, el que veneraban también los mayas, crece sobre su espalda.

Historias milagrosas, historias que se juegan de las fronteras. Incluso las fronteras de lo humano, lo animal y lo divino. Pues en la triple frontera, los jaguares son celosos como amantes engañados y los gusanos gigantescos fecundan a las muchachas descuidadas. Mientras las diosas infieles son cambiadas en palmeras. El mismo kurupira, la madre del monte, protector(a) de la selva, tipo de esfinge burlón(a) y aficionado(a) del trago… es, según las historias, macho y hembra, animal y persona.

Hay, en esta cosmogonía ticuna, como el eco de una voz infantil e ingenua. Una ingenuidad que resuena hondo en el alma, pues, ¿no es el mito la forma ancestral de la filosofía? En la triple frontera amazónica, allá donde el bosque se vuelve río y las raíces algas, allá donde la tierra se vuelve agua, los caimanes ceibas, las diosas palmeras y los delfines colonos seductores; allá donde, en la humedad perpetua, el tambor cósmico pulsa entre los muslos de la Madre Selva, donde cantan los sapos y el corazón estalla ante el azul vibrante de las alas de la mariposa… Allá, donde se confunden verdad y sueño, y donde, llevado por la liana sabia, el Hada Ayahuasca, una huella de tigre se estampa hondo en el alma; allá, en el río Loretoyacu, vi una mancha escarlata sobre una lancha de madera.

Por Diane Philips

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