El Magazín Cultural

Rainer Maria Rilke, la pureza poética

La fotografía pudo haber sido tomada en enero de 1912, o quizás en febrero de 1922. Pudo haber sido en Muzot o Duino. Fechas y lugares poco importan, importa él.

Víctor Ahumada
08 de junio de 2019 - 06:27 p. m.
Rainer María Rilke, de impecable vestido, acompañado por tres objetos: a un lado, su sombrero, al otro, su bastón recostado en la pierna derecha, que está cruzada sobre su pierna izquierda, y en las manos; un libro, algo que nunca le podía faltar.  / Cortesía
Rainer María Rilke, de impecable vestido, acompañado por tres objetos: a un lado, su sombrero, al otro, su bastón recostado en la pierna derecha, que está cruzada sobre su pierna izquierda, y en las manos; un libro, algo que nunca le podía faltar.  / Cortesía

Él, que, en esa imagen, y en ese momento, pareciera que el leve viento que sopla, agitando suavemente las hojas de los árboles, lo acompañara en ese ejercicio propio de almas solitarias llamado lectura. Él, sentado en un banco bastante maltrecho, rodeado de naturaleza y silencio. Él, de impecable vestido, acompañado por tres objetos: a un lado, su sombrero, al otro, su bastón recostado en la pierna derecha, que está cruzada sobre su pierna izquierda, y en las manos; un libro, algo que nunca le podía faltar 

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En la fotografía se puede ver a ese hombre de tez delgada y apariencia juvenil, de espíritu solitario y errabundo, silencioso, sosegado, y hermético. En la fotografía se ve al uno de los más grandes, puros, y auténticos poetas del siglo XX.

Era 1875, corrían los tiempos del Imperio austrohúngaro, durante esos años todavía no había estallado la guerra, en Paris se inauguraba la Ópera Garnier, en Portugal se suprimía la esclavitud en las provincias de ultramar, Europa vivía tiempos de paz. Ese mismo año, en Praga, Bohemia, un 4 de diciembre nacía, o mejor, descendía al mundo un arcángel de las letras, un poeta inmenso, de profundidades insondables como el océano, llamado Rainer Maria Rilke. 

Hijo de un frustrado militar que, a causa sus problemas de salud, terminaría trabajando como oficial ferroviario y de una madre ambiciosa —buscando ascender socialmente abandona a su esposo para irse a Viena—, y díscola que, debido a la muerte de su primera hija, y aún no repuesta de ello, obligaría a su hijo, hasta bien entrado en los cinco años, a vestirse de niña. 

Se podría llegar a creer que todo lo que le ocurrió en su tapa de infante lo afectó, pero no fue así. Rilke, muy contrariamente a lo que se piensa, se sirvió de esa infancia para su proceso creativo. De hecho, algunas de las mujeres con las que sostuvo algún vínculo sentimental, y también sus pocos amigos, llegaron a decir que era un hombre de una infancia activa, que seguía viviendo en ella. Incluso, él mismo reafirmaría esas percepciones al decir que la única y verdadera patria del hombre era la infancia. 

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Una vez terminada su infancia, el ya joven Rilke no tendría mejor suerte. En plena adolescencia, obligado por su padre, ingresa a la Escuela militar. La estancia y las experiencias vividas allí, a diferencia de lo ocurrido en su infancia, lo marcan de por vida. Rilke, hombre pacifico, calificaría su periodo miliciano como un “abecedario de horrores”, horrores que esperaba no volver a vivir, pero que más tarde, una vez que estalle la guerra, tendría que presenciar nuevamente. Al salir de la Escuela militar toma clases privadas con el fin de ingresar a la Universidad, presenta el examen y lo aprueba. En el lapso comprendido entre 1895 y 1896 estudia literatura, historia del arte y filosofía, estudios que luego abandona. Antes de ingresar a la Universidad, estando en ella, y al salir, ya había publicado varios libros de poemas: Vida y canciones (1894), Ofrenda a los lares (1895) y Coronado de sueños (1896). 

En 1897, estando en Múnich, el poeta conocería a Lou Andreas-Salomé, esa Femme fatale pretendida por el filósofo Friedrich Nietzsche y discípula de Sigmund Freud, con quien tendría un amorío bastante apasionado hasta el año de 1899. Con ella viajará a Rusia con el fin de conocer a León Tolstói, al cual encontraría en su hacienda Yásnaia Poliana. En ese encuentro con el maestro ruso, poeta y novelista hablarían de la locura, del arte, del dolor de los animales, de la naturaleza, de la vida, de la muerte, del bien y el mal, en fin, de los temas trascendentes para el hombre. 

Sin embargo, Andreas-Salomé no sería la única mujer en la vida del poeta, además de ella tendría amoríos, y con algunas amistad, con Eleonora Duse, Baladine Klossowska, la Baronesa Sidonie Nádherny de Borutin, Mathilde Vollmoller-Purrmann, la Contessina Pia Valmarana, la pianista Magda von Hattingberg, la escritora sueca Ellen Key, la Condesa Manon zu Solms-Laubach, Eva Cassirer-Solmitz, la Baronesa Alice Fahndrich von Nordeck zur Rabenau, con la princesa Marie Von Thurn und Taxis-Hohenlohe y la escultora Clara Westhoff, con esta última se casaría y tendría una hija, Ruth, las cuales, al cabo de un tiempo, decide abandonar. 

A pesar de su fama de “donjuán”, le costaba quedarse junto a mujer alguna, ya que, según él mismo, era “incapaz de amar”. Y lo era porque el único compromiso de Rilke, su única meta, su misión, consistía en dedicar su vida a su obra, tanto así que, en cierta ocasión, dijo: “El trabajo del artista debe ser como la muerte; hay que entrar por entero en él”. Frase que cumpliría a cabalidad cuando, en medio de la soledad, y asediado durante varios días por el hambre, escribió, de modo febril, y en estado de trance, Las elegías de Duino (1923) y Los Sonetos a Orfeo (1923). 

Habiendo abandonado a su esposa e hija, viaja a París con la idea de escribir un largo ensayo —el cual acabaría convirtiéndose en un libro— sobre la figura del escultor Auguste Rodin. Una vez sucedido el encuentro, Rilke queda entusiasmado con la figura y la obra del escultor, a tal punto que se convierte en su secretario personal. A pesar de esta fascinación, su relación con Rodin es tumultuosa, todo ello, porque el escultor parisino fue incapaz de comprender el genio poético de su secretario, para Rodin sólo es una especie de bicho raro que lee y escribe muy bien francés, y nada más. Rilke percibirá la forma en que lo mira el escultor, y opta por alejarse. 

Habiendo compartido lazos afectivos con varías mujeres, viajado por varios países —París, Viena, Italia, España, Egipto—, y entablado relación con artistas como el mismo Rodin o Paul Valery, Rilke escribiría, en alguno de sus últimos poemas: “No hay nadie que me conozca”. 

Acertó, no se equivocó en tal afirmación, las pocas personas que lo trataron dijeron que era un hombre absolutamente discreto, de modales finísimos, que cuando llegaba a algún lugar lo único que quería hacer era pasar desapercibido, que era de pocas amistades, que no tenía ni residencia fija ni trabajo estable, y que casi siempre que se le encontraba, era por casualidad, pues, pocas eran las veces en que se dejaba ver, incluso de gente de su círculo más íntimo. 

Stefan Zweig, ese otro gran autor que tuvo, como pocos, el placer y el honor de llamarlo amigo, en una conferencia ofrecida en Londres en 1936 expresó: “Rilke sentía una gran aversión a desfogarse o delatar sus sentimientos. Quería ocultar en lo posible su persona y su vida personal, y cuando yo repaso mentalmente las muchas personas con las que me he encontrado en el curso de mi vida, no puedo recordar a ninguna que en su aspecto externo lograra mantenerse tan discreta como lo consiguió Rilke. Hay otros poetas que se crean una máscara para defenderse contra la presión del mundo, una máscara de orgullo y dureza. Hay otros poetas que por su trabajo se refugian por completo en su obra, se encierran y resultan inaccesibles. En Rilke no hubo nada de todo eso. Vio a mucha gente, viajó por todas las ciudades; pero su defensa era su total discreción, una forma indescriptible de tranquilidad y calma, que creaba a su alrededor un aura de intangibilidad”. 

El ruido y la furia de las elegías 

Habían pasado diez años desde que escribió, estando en Duino, la primera elegía, no había vuelto a escribir más —y si lo hizo, nada de lo que logró escribir le pareció lo suficientemente bueno—. Rilke, como Rimbaud o Rulfo, dejó caer el silencio sobre su escritura. Hasta que un día, estando en Muzot, durante un mes de febrero de 1922, y mientras daba un paseo pensando en dar respuesta a una carta, escuchó resonar en su interior un interrogante que decía: “¿Quién, si yo gritase, me escucharía entre las órdenes angélicas?”. De ahí en adelante, el espíritu del poeta entró en estado de trance: dejó de comer, de salir a sus paseos diarios, de tener contacto humano, y se encerró a escribir la obra que estuvo esperando durante diez años. Al concluir su escritura, Rilke se había sacado de adentro una obra poética monumental, tanto fue el ruido y la furia generada por las elegías que Martín Heidegger, filósofo existencialista alemán, llegó a decir: "Rilke ha expresado en lenguaje poético mis ideas". 

No le faltaba razón a Heidegger, si se tiene en cuenta que, en dicha obra, Rilke presentaba un universo poético sumamente original y profundo, de un lenguaje propio, que resultaba inimitable para ningún otro poeta. En las elegías, Rilke, reflexionó acerca de los animales, las flores, la noche, el silencio, la naturaleza, y toda la esencia que se encuentra en cada una de ellas. De igual forma, también lo hizo sobre el hombre y sus angustias existenciales: Dios, la soledad, la muerte, la vida, el bien, el mal, todo eso está presente en las elegías. El hombre de las elegías de Rilke es como el Maldoror de Lautréamont: un individuo desterrado que busca retornar al paraíso perdido.

El 13 de abril de 1947 en una columna publicada en el diario El Tiempo, titulada Litigio de la poesía, Hernando Téllez, ese gran crítico literario colombiano, escribía: “La poesía es una cosa demasiado seria como para dejársela hacer a los poetas que no lo son de manera autentica”, estaba en lo correcto el maestro Téllez, a lo largo de la historia de la literatura pocos han sido los poetas auténticos, pocos son los que han logrado tal grado de profundidad y pureza poética en su obra, es por ello que, dentro de esos pocos, el nombre de Rainer Maria Rilke resulte innegable, ya que él representa la poesía en su máxima expresión. Rilke había sacrificado todo por su obra, vivió única y exclusivamente para ella, y ella, con el transcurrir del tiempo, le devolvió su sacrificio con la inmortalidad.

 

 

Por Víctor Ahumada

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