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Rebeldes de los Óscar

Con las nominaciones a los premio más reconocidos del cine, surgen pequeñas historias de actores y directores que le dieron la espalda a la Academia.

Fernando Araújo Vélez
31 de enero de 2015 - 01:26 a. m.
George C. Scott durante su actuación en ‘Ricardo III’. / Dominio público
George C. Scott durante su actuación en ‘Ricardo III’. / Dominio público

Alguna vez Woody Allen se excusó de asistir a la entrega de su propio Óscar por Annie Hall porque la ceremonia de entrega cayó en lunes, y los lunes eran sagrados para él: tocaba su clarinete en un bar de Nueva York. Seis años antes, 1971, George C. Scott había enviado una carta renunciando a su estatuilla como mejor actor por su papel como el general Patton. La noche anterior, un anónimo lo había llamado para decirle que mil dólares serían suficientes para asegurarle el Óscar. Aquel chantaje terminó de rebasar su copa. Cuando lo interrogaron, dijo: "Los actores no deberíamos vernos forzados a hacer campaña a favor propio y en contra de otros. Además, las ceremonias son un desfile de carne de dos horas y todo por motivos económicos. Se han convertido en un parque de atracciones internacional donde las carreras de los actores viven o mueren en función de si ganan o no el premio".

Scottt era, ante todo, un actor de teatro, un hombre que comenzaba a vivir cuando se subía sobre un escenario. Era Willy Loman en La muerte de un agente viajero, de Arthur Miller. Era Hamlet, era Ricardo III, era el rey Lear, era vagabundo, emperador, víctima y victimario. Cuando murió, en septiembre del 99, algunos diarios recordaron que tiempo atrás, en 1968, la actriz Mauren Stapleton había dicho que ella, en cierta forma, le temía. "Querida –le respondió entonces el director Mike Nicholls-, todo el mundo le teme a Scott". Él, Scott, como Allen, como James Dean y Marlon Brando, terminaron por comprender que perder y ganar no eran más que categorías inventadas, patentadas, manipuladas y difundidas por los humanos, y que no se ganaba o se perdía, se vivía o no se vivía. Hicieron caso omiso de los premios, entregados por seres tan humanos como ellos, pero con otros intereses muchas veces, y se aislaron.

Los grandes medios periodísticos, en ocasiones patrocinados por las grandes industrias del cine, los calificaron de extraños, aislados, ermitaños, locos o drogadictos. Cualquier pretexto les servía para volver poco creíble su discurso, o para anularlo. Ellos hablaban; los medios los ignoraban. Ellos criticaban; los medios los criticaban a ellos. Al negocio no le servía la rebeldía, y menos aún, que alguien con nombre e imagen dijera que los Óscar eran una parte esencial del negocio. Scott, dijeron, murió solo y amargado. Allen fue acusado de pederastia. Brando, de drogadicto. Dean, de homosexual, en tiempos en los que ser homosexual era pagar un tiquete sin retorno al infierno. No era casual que quienes desenmascararan a los Óscar y sus artimañas, fueran luego estigmatizados.

Los rebeldes del Óscar se fueron formando a sí mismos. Solos, sin influencias. Jamás armaron grupos disidentes ni salieron a la calle con pancartas para protestar. Unos fueron producto de una madre alcohólica y un padre violento, como Marlon Brando, a quien de niño lo abandonaron en un hospicio, y allí creció. En los 70 "mandó al diablo" a los académicos, simplemente porque ellos no tenían ni idea de lo que era actuar, de lo que era vivir la actuación. Lo habían criticado por mediocre, lo habían sentenciado al fracaso cuando hizo de lascivo en El último tango en París, o de gurú oriental en Candy. Después, el éxito los arrodilló a su alrededor.

Cuando murió, en julio de 2004, todos dijeron que Brando era lo más grande que el cine había tenido en la segunda mitad del siglo XX. No les quedó otra alternativa. Brando murió como vivió: orgulloso, solitario, rebelde, desafiante, caprichoso, anticonformista e iconoclasta. "No puedo ser otra persona sino yo mismo, aunque me peguen en la cabeza", solía decir. Otros se. hicieron rebeldes porque sintieron que el mundo los ahogaba y humillaba por sus preferencias sexuales, como James Dean, quien fue nominado en 1955 y 1956 por sus actuaciones en Al este del Edén y Gigante.

Dean falleció a comienzos del 55 y dejó una estela de mito, pero su novia de entonces, Pier Angeli, dijo poco antes de suicidarse, 1971, que aquel ícono de la rebeldía jamás hubiera aceptado el Oscar, sencillamente porque lo entregaban quienes más lo criticaban a sus espaldas. Dos años después de la muerte de Dean, el director sueco Ingmar Bergman fue nominado por su filme Fresas Salvajes. Bergman devolvió el certificado aclarando que su película no competía en los premios, "He descubierto –decía más adelante- que la de los Óscar es una de las instituciones más humillantes del arte del cine, por lo que les pido quedar libre del interés de su jurado en el futuro". Cuando Bergman falleció, en julio de 2007, los medios recordaron algunas de sus películas. Al final, fueron unánimes en señalar que había muerto en el olvido.
 

Por Fernando Araújo Vélez

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