El Magazín Cultural

Rubén Darío, la rebelión del verso

Un día como hoy nació en Nicaragua Rubén Darío, uno de los precursores de la nueva poesía.

Fernando Araújo Vélez
18 de enero de 2020 - 07:05 p. m.
Rubén Darío, el precursor del modernismo.
Rubén Darío, el precursor del modernismo.

Trastornado porque una noche más podía tocar y besar el cuerpo de su amada, Rosario Emelina Murillo, y trastornado porque una noche más el alcohol lo hacía ver musas y ángeles donde sólo había escombros y hastío, Rubén Darío, Félix Rubén García Sarmiento, como en realidad se llamaba el poeta, tuvo que volver a la realidad cuando sintió y vio al hermano de su amor irrumpir en su habitación con una pistola y una infinita serie de insultos y órdenes, que en un principio debió no haber comprendido. Rubén Darío oyó, se inclinó, dejó a su amada amante a un lado y volvió a oír, y entonces entendió que el señor de la pistola pretendía que se casara con ella pues estaba embarazada, y lo señalaba como el responsable de ese embarazo, y lo amenazaba con un disparo en el pecho si no lo hacía. Luego supo que la mujer desnuda a la que en un tiempo había amado como a un poema era cómplice de aquella escena. Que ella se había prestado para que su hermano los encontrara desnudos, y que ella había concebido cada uno de los detalles de una boda que se debía celebrar y se celebró esa misma tarde, la del 8 de marzo de 1893.

Aquella mujer había sido su perdición desde antes de cumplir 15 años. A ella le escribió su primera novela, Emelina, y por ella tuvo que irse de su natal Metapa, persuadido por sus amigos, quienes intuían que con aquella muchacha su futuro sería negro y doloroso. Ya por aquel entonces Rubén Darío escribía y leía. Su vida eran las letras. Don Quijote, Las mil y una noches, e incluso la Biblia. Leía y escribía, y entre letras olvidaba y soñaba. Luego, con los años, las letras serían una razón para emborracharse, para perderse y encontrarse, para el amor, para la vida, para intentar olvidar, por ejemplo, que su padre, don Manuel García, los había abandonado a él y a su madre, doña Rosa Sarmiento, para irse de farra y de mujeres. Para intentar olvidar, por ejemplo, que siempre era el niño pobre del pueblo. Un día, llegando a los 15 años, viajó a El Salvador y conoció al presidente Zaldívar. “El presidente fue gentilísimo y me habló de mis versos y me ofreció su protección; mas cuando me preguntó qué es lo que yo deseaba, contesté con estas exactas e inolvidables palabras que hicieron sonreír al varón de poder: ‘Quiero tener una buena posición social’”, escribió en su Autobiografía.

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Querer tener lo que él consideraba una buena posición social lo llevó a Chile, donde se hizo amigo de Pedro Balmaceda Toro, hijo del presidente Balmaceda, y de un cerrado círculo de intelectuales que tenía permanente comunicación con Europa. Rubén Darío escribía cada vez más, y rompía cada vez más con las tradiciones poéticas de entonces, aunque seguía siendo un aspirante a burgués que intentaba vestirse a la última moda, sacrificando a veces la comida y el sueño. “Vivir de arenques y cerveza en una casa alemana para poder vestir elegantemente, como correspondía a mis amistades aristocráticas”, decía y escribía. En Chile concibió Abrojos, según los críticos de la época, el libro más íntimo del poeta, que acababa de cumplir 19 años. “Lloraba en mis brazos vestida de negro, se oía el latido de su corazón, cubríanle el cuello los rizos castaños y toda temblaba de miedo y de amor”, decían algunos de sus versos. En Chile comenzó a garabatear Azul, su obra más conocida, luego de haber participado en algunos concursos literarios y de haber perdido muchas de sus ilusiones, y allí la publicó.

Azul fue su manera de vengarse de la sociedad que, de alguna forma, lo despreciaba. Azul fue su paraíso y, con el tiempo, el libro que lo llevó a Europa, gracias a un par de comentarios que publicó en El Imparcial don Juan Valera: “Y Ud. no imita a ninguno: ni es Ud. romántico, ni naturalista, ni neurótico, ni decadente, ni simbólico, ni parnasiano. Usted lo ha revuelto todo: lo ha puesto a cocer en el alambique de su cerebro, y ha sacado de ello una rara quinta esencia”. Valera potenció el libro de Rubén Darío, que fue comentado en varios periódicos de América Latina, y por ende, potenció al poeta, que comenzaba a ser calificado como moderno. Darío rechazaba las normas de la escuela y la imitación. Para él, no había poesía, había poetas. No había reglas, no había manuales. Y así, sin orden, sin dogmas, vivió hasta el 6 de febrero de 1916.

Por Fernando Araújo Vélez

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