El Magazín Cultural

“Road to Estambul”: ¿en qué hemos fallado?

Se estrenó en Colombia la película del director franco-argelino Rachid Bouchareb (“London River”, 2009), nominada a la Palma de Oro en Cannes e inspirada en el fenómeno de reclutamiento de jóvenes por parte de Estado Islámico.

Piedad Bonnett *
30 de noviembre de 2016 - 03:00 a. m.
lisabeth, la madre, en vez de quedarse paralizada, toma la difícil decisión de viajar en busca de Elodie. / Cortesía
lisabeth, la madre, en vez de quedarse paralizada, toma la difícil decisión de viajar en busca de Elodie. / Cortesía

¿Cuánto sabemos de nuestros hijos? Esta es una de las preguntas que parece hacerse la película Road to Estambul, del director francés de ascendencia argelina Rachid Bouchareb, que narra la historia de Elisabeth (Astrid Whettnall), una mujer belga que un día descubre que su única hija, Elodie (Pauline Burlet), ha desaparecido de casa.

 

¿Cuánto sabemos de nuestros hijos? Esta es una de las preguntas que parece hacerse la película Road to Istanbul, del director francés de ascendencia argelina Rachid Bouchareb, que narra la historia de Elisabeth (Astrid Whettnall), una mujer belga que un día descubre que su única hija, Elodie (Pauline Burlet), ha desaparecido de casa. Todo en la vida de las dos parecía normal, y así nos lo deja ver la película en sus inicios: Elisabeth vive en un ambiente semirrural, en una casa amplia pero austera, se encarga ella misma de las tareas domésticas, desempeña su oficio de enfermera yendo a la casa de sus pacientes y disfruta de la naturaleza y de una vida bastante solitaria; Elodie, por su parte, es una chica aparentemente corriente, que pertenece al equipo de básquet de su escuela, pero a la que vemos ligeramente sombría desde las primeras tomas de la película, que se abre con una escena anticipatoria: a través de Skype y sin decir palabra, la muchacha nos muestra unos cartelitos escritos de su puño y letra que revelan que ha cambiado radicalmente de vida. Bouchareb no juega con escamotearnos el destino de Elodie, sino que pone, de entrada, las cartas sobre la mesa: la chica viste la hiyab, porque ahora hace parte del Estado Islámico.

Bouchareb no se ha sacado el tema del bolsillo. En 2014 unos 400 jóvenes belgas se enrolaron en esta organización, conocida por su fanatismo y por su actuar sangriento, y Vilvoorde, una ciudad belga, se convirtió en semillero del yihadismo. También lo hicieron, aunque en menor proporción, jóvenes franceses y británicos, muchos de ellos de los llamados ninis —ni estudian ni trabajan—, algunos de los cuales fueron reportados como víctimas de los combates, o, peor aún, como victimarios que se enorgullecían de su militancia frente a las cámaras. El director, sin embargo, no ha recreado el escenario más usual, que es el de jóvenes de familias musulmanas, muchos de ellos ni siquiera practicantes, que son adoctrinados por internet, sino el de una jovencita que nada tiene que ver con esta religión, pero que por razones que su madre no se explica resulta especialmente vulnerable al llamado yihadista. El hipotético espectador de la película estará preguntándose: ¿podría pasarle esto a mi hijo, a mi hermano, a alguno de mis compañeros?

¿En qué he fallado? Esa es, naturalmente, la otra pregunta de la madre, la que todo padre de un hijo díscolo o extraviado se hace en algún momento. Para fortuna del espectador, la película no ahonda en explicaciones de tipo sicológico. Sabemos que el padre dejó a Elodie hace ya tiempo, que vive en Guyana y se ha casado nuevamente, que el entorno de la protagonista es aburrido, pero que no hay nada muy grave en su ambiente escolar o familiar que explique su decisión. Y este es tal vez uno de los recursos más efectivos de la película, pues instaura en su centro un agujero negro, un enigma: el de la condición humana, imprevisible siempre. Y nos remite a la mente frágil de tantos jóvenes idealistas, a veces confundidos o dispuestos a llevar sus vidas a situaciones límite.

El manejo de las emociones a lo largo de la película es sabiamente contenido. No hay gritos ni aspavientos. Como el director ha escogido el punto de vista de la madre para narrar la historia, asistimos paso a paso al desconcierto inicial de Elisabeth, a su calmada espera, y a eso que tantos padres hemos vivido: la momentánea desazón del celular que nadie contesta, la vana espera en la noche, la angustiada llamada a la mejor amiga apenas clarea, en fin, todos aquellos movimientos que dicta la lógica y que siempre están esperando un rápido y feliz desenlace, una reprimenda, grande o pequeña, y un suspiro de alivio. Pero no, no es eso lo que aquí sucede: relativamente pronto Elisabeth descubre que Elodie está en Chipre, y más tarde, a través de informes de las autoridades, que está en un lugar indeterminado entre Siria e Irak, en el corazón mismo de la guerra. Y entonces la película se centra toda en la reacción de la madre. Elisabeth ensaya primero el recurso de la comunicación con Elodie, a través del teléfono celular o de Skype. Y somos testigos del esfuerzo de una madre por medir cada palabra, de hacer las preguntas correctas, de no provocar una retirada en su hija. Pero cuando ya se agotan esos recursos, Elisabeth, en vez de quedarse paralizada, toma la difícil decisión de viajar en busca de Elodie. Y en esto va a consistir el grueso de la película: en la travesía de la madre por regiones de guerra, expuesta al peligro, tratando de buscar el rastro de la muchacha perdida. La tensión que va a jalonar al espectador es la curiosidad. ¿Lo logrará? En caso de que la encuentre, ¿cuál será la reacción de Elodie?

Fiel al punto de vista, Bouchareb nos permite transitar por hotelitos mezquinos, por comisarias, por trochas desoladas, por fronteras cruzadas por multitudes que huyen —mientras, paradójicamente, Elisabeth va en sentido contrario—. Alcanzamos a sentir todo el horror de la guerra, pero también a leer la mente de la madre, su empecinamiento, sus momentos de vacilación y cansancio. Todo dentro de una sobriedad formal admirable, sin recurrir a pintoresquismos ni exotismos, y construyendo unas atmósferas que nos permiten vivir el drama a través de un mínimo de palabras.

Road to Istanbul es una película desolada, donde no hay lugar para una sonrisa. Una obra que nos lleva a preguntarnos qué está pasando en Occidente para que adolescentes y jóvenes estén buscando una fe a todo trance y cayendo en los extremos del fanatismo. Pero que también habla del poder del amor materno, de su fuerza, y, desafortunadamente, de sus límites. De que engendramos hijos y los educamos pero esto no quiere decir que nos pertenecen.

* Escritora y columnista de El Espectador.

Por Piedad Bonnett *

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