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Lo sagrado y lo mundano

La película del director polaco Pawel Pawlikowski incluye dimensiones como la fe, el amor, la culpa, la identidad, la política y la música.

Hugo Chaparro Valderrama
30 de julio de 2014 - 04:27 a. m.
‘Ida’ está filmada en blanco y negro y tiene la intención de reflejar la realidad polaca durante la década de 1960. / Fotos: Cortesía
‘Ida’ está filmada en blanco y negro y tiene la intención de reflejar la realidad polaca durante la década de 1960. / Fotos: Cortesía

Dios está en todas partes, menos en los campos de batalla donde abandona a los muertos y el asesinato es una profesión del exterminio. Aunque los católicos tengan sus esperanzas. Lo sabe la novicia joven e inocente llamada Ida Lebenstein, que abandona temporalmente el convento antes de consagrar su vida a Dios en la película del director polaco Pawel Pawlikowski titulada con la sencillez de su nombre: Ida. Una sencillez aparente, doblegada a la rutina de la castidad, la pobreza y la obediencia, desvirtuadas durante la experiencia en la que Ida conocerá los misterios de la condición humana. Para conducirla por el laberinto en el que vive la otra mitad del mundo, Ida se encuentra con su tía, la escéptica y mundana Wanda Cruz. El rostro de Wanda es duro, tallado por el dolor y la tristeza, por los amantes que son para ella alivios fugaces y le permiten soñar con la ilusión de estar viva. Durante el viaje que harán juntas para descifrar los secretos del pasado familiar, Wanda le enseña a la muchacha que Dios tampoco acertó cuando supuso en el hombre una criatura creada a imagen y semejanza de su bondad infinita. Wanda puede dar fe del caos que amenaza al ser humano: perdió a su único hijo durante la Segunda Guerra Mundial y fue juez en Polonia cuando la sombra de Stalin oscurecía al país y condenó a muerte a los enemigos del régimen. ¿Cómo creer que es posible la esperanza? ¿Acaso las veleidades morales que confunden a Ida no son un rasgo de fragilidad, comparadas con el pesimismo que forjó el temperamento de Wanda?

La idea inicial de Ida, según Pawlikowski, era tan ambiciosa que se transformó de una manera caótica.

“Al principio se trataba de un relato con demasiadas facetas”, responde. “Era una historia sobre la fe, el amor, la culpa, la identidad, la política, la música y el tiempo en el que sucede la película. Entonces depuré la historia para que fuera lo más sencilla posible. Quise que los temas se relacionaran entre sí como ecos en los que no predominara nada. El resultado final es la película que quise hacer y que también se parece a las novelas y los poemas que me gustan. Espero que la trama no sea vista únicamente en un solo aspecto —por ejemplo, la culpa en Polonia, el comunismo o cualquier otra cosa—, pues Ida tiene varias dimensiones”.

Una de ellas: el aspecto formal. Ida está filmada en blanco y negro —como Papusza (2013), otra apuesta formal de dos directores polacos, Joanna Kos y Krzysztof Krauze, para darle un tono añejo a la biografía de la poeta gitana conocida en el mundo como Bronislawa Wajs o Papusza (Muñeca)—, transformando Pawlikowski la tradición del encuadre, haciéndolo más alto que ancho, para hacer del paisaje un comentario visual sobre las situaciones vividas por los personajes.

“Escogí el formato de Ida para fotografiar la película de manera panorámica y destacar el paisaje y el cielo”, dice Pawlikowski. “Fue un experimento que me gustó bastante, pues el espacio contribuye a resaltar las ideas de la película”.

Las diferencias formales entre Ida y Papusza descubren, según el criterio de Pawlikowski, que filmar en blanco y negro significa algo más que un viaje de nostalgia cinematográfica.

“El tiempo en el que sucede la historia de Ida, a principios de los años 60, es el tiempo de mi infancia, cuando el mundo en Polonia y las fotografías del álbum familiar eran en blanco y negro. Así recordaré siempre esa época. Por esa razón, Ida tiene para mí el aspecto de una realidad detenida en el tiempo, como una meditación. Y aunque Papusza sea una película hermosa, me parece que su estética y su belleza son exageradas. Prefiero la sencillez cuando filmo; concentrarme en la tensión dramática que puede tener un plano; trabajar con la disciplina auténtica que define al arte cinematográfico”.

Las referencias de Pawlikowski se reparten entre directores clásicos como Robert Bresson, Carl Dreyer o Jean-Luc Godard, y el cine checo de la nueva ola realizado durante los años 60 por directores míticos como Milos Forman o Jan Nemec, además de otras pasiones que el tiempo relegó a la rutina —“el cine que Wim Wenders hizo durante los años 70 fue muy importante para mí, pero el cine que hace ahora no me interesa”—. Realizadores vinculados por su interés en la forma al servicio de las historias que narran. No en vano Pawlikowski trabajó en Ida con dos directores de fotografía, Ryszard Lenczewski y Lukasz Zal. El primero se retiró por motivos de salud y porque no entendió el rumbo de la película, y el segundo, un camarógrafo que nunca antes había filmado en formato digital, asumió con entusiasmo los riesgos durante el rodaje. Considerando “que en una película tan sencilla cada elemento es importante”, Pawlikowski enfatizó en los aspectos visuales de Ida para evocar el pasado en el que sucede la película y lograr el tono sombrío y gris de la aventura melancólica en la que se descubren mutuamente Ida y su tía.

“La relación entre las dos actrices fue excelente porque trabajaron con bastante inteligencia”, señala el director. “No tuvieron actitud de estrellas. Agata Kulesza (Wanda) es una actriz muy profesional, que le dio todo el espacio para trabajar a Agata Trzebuchowska (Ida). Ambas me dieron lo que necesitábamos para sentirnos seguros. Más aún cuando la relación de las actrices fuera de cámara fue muy parecida a la relación que tienen ante la cámara. Mientras que Kulesza es una mujer con experiencia, Trzebuchowska es una actriz sin experiencia, y esto se refleja en la película”.

El aprendizaje que recibe Ida de Wanda se inicia con su nombre: en el convento la conocen como Anna, pero su tía le revela que su verdadero nombre es Ida y que es judía. Para darle un sentido gráfico a la verdad, le enseña una fotografía donde su madre está alzándola cuando era una recién nacida —y cuando la guerra aguardaba para sembrar la historia de Ida con los muertos de los que ella se entera con las revelaciones de su tía.

“En varias de mis películas”, continúa Pawlikowski, “en los documentales que he realizado, describo un tiempo y un lugar específicos con los que pueda narrar algo universal, pues mi propósito siempre ha sido utilizar las metáforas para ir más allá del aspecto local que pueda tener una historia. A eso contribuye mi interés en el tratamiento del color de una manera que no sea realista o trabajar el sonido con la suavidad suficiente para destacar la imagen y esculpir un paisaje, haciendo de esa imagen algo expresivo, que se desplace en el tiempo”.

La intención de Pawlikowski se ha cumplido desde que presentara su película en festivales tan distintos como los de Toronto, Sundance, el Festival de Cine Judío de Nueva York y el Festival de Busán en Corea del Sur. La recepción crítica, que se ha referido a Ida como una obra maestra y un clásico inmediato tras su proyección, demuestra que los riesgos formales asumidos por el equipo de rodaje fueron una elección apropiada en su formato y su fotografía para sostener un relato en el que se demuestra cómo la violencia y su brutalidad no tienen exclusividad geográfica; que Ida puede ser una película definida por la historia de Polonia en el siglo XX, pero dialoga con cualquier tipo de público, distante de sus referencias locales, con temas tan universales como el miedo, la guerra, los desaparecidos, el derecho legítimo a conocer el pasado y enterrar dignamente los cuerpos de los muertos a los que se ha buscado durante años.

Mientras Wanda Cruz está de regreso de todo, la curiosidad asalta las emociones de Ida, atreviéndose a lo que sería considerado en su convento como una aventura profana cuando tiene la fortuna de conocer al músico de jazz que la seduce accidentalmente cuando interpreta Naima de John Coltrane —¡quién podría resistirse!— y le demuestra que los ángeles de la tierra son más efectivos que los querubines fantásticos de la mitología religiosa.

Lo sagrado y lo mundano están así más cerca de lo que suponemos. Cuando Ida se viste con el traje y los zapatos de su tía, encarna en la brevedad de una noche el temperamento de la mujer que le enseñó a cruzar sus propios límites. El mundo será entonces tan vertiginoso como las imágenes que se deslizan sobre el rostro de la joven, mirando las calles a través de la ventana de un tranvía cuando sale del convento hacia la casa de su tía. Tan vertiginoso como las imágenes que recordará el espectador suponiendo en la película una forma de entenderse mejor a sí mismo, así como le sucede a la novicia, que dudará para tomar sus votos luego de conocer los misterios del mundo —“pues la película”, concluye Pawlikowski, “afecta de una manera distinta la imaginación del público”.

Por Hugo Chaparro Valderrama

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