El Magazín Cultural

Salento sobre ruedas

Una patineta para andar por todo Salento y reírnos de la brutalidad y las mentiras de la gente.

Katherin Serrato
08 de diciembre de 2016 - 02:00 a. m.
/ Istock
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Una patineta y Salento. Una patineta para despejarnos de una vez por todas de tanta habladuría, indiferencia y bulla que hacen en los buses, taxis y carros. Una patineta para desafiar las curvas, las grietas y las ramas sueltas de los árboles. Para sentir la brisa, las hojas, los pájaros, el mundo. Para tocar el cielo cuando baja, cuando está aquí, cerquita, a nuestros ojos, y coleccionar pedazos de nube, de neblina. Una patineta para girar a la derecha, a la izquierda, arriba o abajo; para detenerse y contemplar, y luego seguir, o simplemente quedarse. Una patineta para que la vida nos lleve sobre ruedas y nos haga viento, brisa, calma.

Una patineta para andar por todo Salento y reírnos de la brutalidad y las mentiras de la gente. Para saltarnos las reglas y preferir la aventura. Para hacer enojar a los turistas que desde los años upa se autoproclamaron dueños y ejemplos a seguir del municipio, imponiendo sus increíbles ideas de modernización, sin dejar de ver la cultura como negocio. Una patineta para abrirse paso en el camino y molestar a las personas que se pasean lentamente por la plaza repleta de artesanías y restaurantes; en los parques llenos de niños corriendo y llorando porque quieren dulces, y en la Calle Real, en donde es posible devolverse unos cuantos años para ver las casitas coloridas con sus balcones llenos de flores. Una patineta para caernos, rasparnos y moretearnos para después levantarnos y seguir los caminos. Para jugar y reírnos, y entender que los golpes no son motivo para parar y renunciar como nos lo han hecho creer desde niños. Una patineta para desgastar las llantas, para sentir que vivimos.

Una patineta y Salento. Salento para prescindir de las prisas y olvidar que somos presos del tiempo y ni siquiera de la vida. Para quitarnos la bendita idea de que llega más rápido el que corre: esa prisa por llegar a ningún lugar para encontrarnos con nadie. Salento para alejarnos de una ciudad que arde en ruido, balas y guerra. Para calmar las angustias y eliminar los males. Para olvidarnos de quiénes somos y ser lo que queremos ser. Salento para parar y tomarse uno, dos, tres, cuatro y una infinidad de cafés. Para sentarnos en los balcones a esperar que pase algo, alguien, lo que sea, e incluso, hasta el amor.

Salento para enamorarnos del cielo azul, gris, naranja, rosado y blanco, o todos a la vez; de los pájaros que suelen posarse en los techos de las casas y en los árboles. O de los perritos que vienen desde no sé dónde simplemente a dar cariño. Salento para recorrer los caminos que desde niños nos hacían imaginar historias de la gente, lo caballos, los gatos, los árboles y los balcones. Salento para ir y venir y enamorarnos de las canciones que cantan las chicas de la banca, o de las melodías que interpreta el viejito del violonchelo, o de las casas coloridas, o de la neblina que pinta el pueblo y un sinfín de cosas más. Para recordar lo que un día fuimos, quisimos ser y seremos. Para bailar, cantar, beber y enamorarnos un poco más de la vida. Salento para subir a una montaña y gritarle por fin al mundo que aquí estamos.

Una patineta y Salento, nada más…

Por Katherin Serrato

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