El Magazín Cultural

Sin un lugar en el mundo

La temporada de transmisiones de Cine Colombia desde la Ópera Metropolitana de Nueva York presenta “Rusalka”, de Dvorák. Apartes del programa de mano que se entrega en los teatros.

Luis Carlos Aljure
24 de febrero de 2017 - 11:22 p. m.
Sin un lugar en el mundo

En la segunda mitad del siglo XIX, el mundo musical europeo estaba dividido en dos facciones principales: una de sello progresista y moderno, liderada por Franz Liszt y Richard Wagner, y otra de talante más conservador, comandada, paradójicamente, por el más joven de los tres: Johannes Brahms. Antonín Dvorák siempre fue asociado a la segunda corriente porque construyó su prestigio en géneros tradicionales de la música instrumental, como el cuarteto de cuerdas, el concierto y la sinfonía, y porque Brahms, ocho años mayor que él, apoyó su talento generosamente y contribuyó a convertirlo en un compositor de fama internacional. Sin embargo, en 1900, cuando compuso su ópera Rusalka, los tres músicos discrepantes ya habían fallecido, y Dvorák pudo mostrar en su nueva obra que había asimilado la influencia dispar de los dos bandos y que era capaz de respirar el aire de ambos mundos sin envenenarse. Por contraste, la protagonista, Rusalka, que en checo quiere decir ondina o ninfa, una criatura fantástica que habita en las aguas, tuvo un destino bien distinto: por amor a un príncipe renunció a su condición inmortal, fue traicionada entre los humanos, y al regresar a su antiguo entorno mágico del lago y el bosque descubrió que ahí tampoco había un lugar para ella y que respirar el aire de sus dos mundos posibles le envenenaba el alma.

Los cuentos de tradición oral se convirtieron en una fuente de inspiración para los escritores del siglo XIX, así como las danzas y las canciones folclóricas fueron el insumo de muchas composiciones de corte nacionalista. Y las dos vertientes se encontraron en numerosas óperas del siglo XIX, como en Rusalka de Dvorák, un compositor que era plenamente consciente de la fina artesanía que había tras las realizaciones de músicos y poetas: “La música nacional… no surge de la nada... Se descubre y se viste con una nueva belleza, así como los mitos y las leyendas de un pueblo son narrados y cristalizados en versos inmortales por poetas maestros”.

Jaroslav Kvapil, libretista de Rusalka, tomó elementos de La sirenita, de Hans Christian Andersen, y de otros cuentos populares, y su lenguaje poético, como él mismo lo declaró, se untó de la estética del escritor checo Karel Erben, que tras la senda trazada por los hermanos Grimm en Alemania recopiló numerosos relatos del folclor checo, y basado en sus hallazgos e investigaciones de la tradición oral escribió leyendas originales que se volvieron muy conocidas y admiradas por los lectores checos del siglo XIX, entre ellos Dvorák.

La composición de esta ópera supuso un nuevo esfuerzo del músico por mostrarse como un autor de instinto dramático natural, carácter que normalmente no se le concedía. Su catálogo consta de diez óperas. Rusalka es la novena de ellas y la única que poco a poco se ha ganado un lugar en el repertorio internacional, aunque después de la muerte del compositor. En la época en que escribió Rusalka, Dvorák era uno de los grandes músicos de su tiempo, pero era admirado principalmente por sus sinfonías, las obras de cámara y algunas partituras corales. Su dedicación a la ópera le había deparado triunfos en el ámbito local checo, pero pocas satisfacciones en el extranjero. Así que en los últimos años de su vida se empeñó en aumentar su legado en ese campo, a tal punto que se dedicó casi exclusivamente al drama lírico. Su ánimo también era espoleado por otra motivación: conocía muy bien el papel que había jugado la ópera en lengua checa durante el siglo XIX, impulsada por Bedrich Smetana, como portadora de un mensaje de libertad y muestra orgullosa de la identidad de una nación sometida por el imperio de los Habsburgo. Dvorák, entonces, anhelaba que sus aportes en tales dominios trascendieran las fronteras nacionales.

Una de las joyas que han contribuido al reconocimiento de Rusalka es la famosa Canción de la luna, que la protagonista le canta al astro luminoso en el primer acto para pedirle que se convierta en mensajero del amor que su naturaleza fantasmal le impide expresar. Dvorák ensambla en su ópera estilos diversos que hacen del contraste su sello característico, y mientras todo transcurre está omnipresente la abundancia de ideas, la rica inventiva melódica del músico que fertiliza el drama.

Por Luis Carlos Aljure

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