El Magazín Cultural
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Sonata fúnebre para Virginia Woolf

La influencia de Mozart en particular y de la música en general fueron determinantes para la autora de ‘Las olas’.

Ángela Martin Laiton
15 de agosto de 2014 - 04:10 a. m.
Sonata fúnebre para Virginia Woolf

Entran los violines, suaves, irrevocables, precisos en cada toque, en cada cuerda, con la decisión de una mujer que transgredió la literatura en un contexto histórico en que la escritura femenina era un pasatiempo y no una profesión. Toman fuerza los violines, parece que danzan en la habitación propia de Virginia Woolf, esa que manifestó abiertamente necesitar para explorar la conciencia de un día en la vida de la señora Dalloway. Tanta desesperación junta, toda la explosión del sentir de las mujeres a través de la vida en el retrato de lo que fuera un día, un instante.

Cae la señora Woolf absorta en sus pensamientos, en cada una de las reflexiones diarias que le daba a la armonía de sus textos, danzando en una realidad burguesa que ninguna de sus seguidoras pretendemos negar. Danza, danza, Virginia Woolf, en el círculo de Bloomsbury, con la crítica mordaz a la religión y la ideología que se pretendía liberal en el contexto.

“Buenas noches, buenas noches. ¿Va en esta dirección? —Lo siento, voy en la otra”, nos dice en el cuarteto de cuerdas después de perderse en el éxtasis de la música y recrear la vida en los respiros que se dan mientras suenan los violines de fondo. Va viajando en la experiencia estética que es para Adeline el arte, y en medio de su ingenio nos deja este cuento donde casi, casi puedes ir escuchando cómo sube o baja el ritmo, cómo se precipita el sonido en las letras que va componiendo la escritora.

La música era el principio y la perfección de las artes para Woolf. En una de sus cartas afirmó abiertamente: “Siempre pienso mis libros como música antes de escribirlos”, y no es casualidad que en cuentos como el que menciono anteriormente nos describiera la percepción tan apasionada e íntima que tenía de la música. A Virginia Woolf le atribuyen el gusto por Mozart, su afinidad con las óperas de este compositor, y hasta el encuentro de una de sus obras cúspides como Las olas con La flauta mágica.

A Virginia Woolf la conocí en Una habitación propia. Me caló los huesos la elegancia un poco sórdida con la que hablaba de lo que significa hacer literatura siendo mujer, la humillación que sufre cuando le impiden entrar en una biblioteca por no ir acompañada de un hombre, la ira con la que se refugia en la entrada de una capilla y piensa en los espacios a los que relegaron a las mujeres por miedo a sus impulsos impúdicos, “incluso la tristeza del cristianismo, en aquel ambiente sereno, se asemejaba más al recuerdo de la tristeza que a la propia tristeza”.

Se abren los violines en una tonada desesperada, intranquila, rápida. Pretenden llevarse toda la miseria de la guerra y los miedos con los que vive la gente en medio de ella, esa guerra que le tocó vivir a la señora Woolf en un siglo en el que todos nos despedazamos con todos. La trataron de loca por sus depresiones y ella sólo pudo huir de sí misma y de la gente con la obsesión de su escritura; una y otra vez pensaba con milimétrica medida los detalles que destacan sus obras.

A Virginia Woolf la conocí una tarde en medio de la tristeza cuando di con sus textos, con su sentir mujer que muchas proclamamos feminismo. A Adeline Virginia Stephen (Woolf) la conocí en un texto que dejó a su esposo cuando los violines en su cabeza pararon de sonar. Woolf revisó sus más de 27 diarios y descubrió que el asco a la guerra, a la estupidez humana y a veces a la vida misma la estaba dejando sin letras. Vio con asombro cómo voces y voces invadían su cabeza sin que ella tuviera a mano la única arma que la había mantenido viva: las letras.

La veo entonces caminar hacia el río poniendo pacientemente piedritas en sus bolsillos, una por Las olas y la soledad de sus seis personajes; otra por aquella escena del Dreadnought hoax, mientras piensa en lo guapa que se veía con barba y ropa de príncipe abisinio: va una piedra más por sus amores lésbicos y la pasión que le despertaban las mujeres, piensa entonces en su paso por el amor y lentamente pone unas cuantas por Leonard Woolf, porque como se lo dijo en la última carta, le debía toda su felicidad a él: “Todo el mundo lo sabe. Si alguien podía haberme salvado habrías sido tú. Todo lo he perdido excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida durante más tiempo. No creo que dos personas pudieran ser más felices que lo que hemos sido tú y yo”. Sigue caminando absorta en sus recuerdos, en sus pensamientos. Unas piedritas por la literatura, por las letras, por el sentido artístico de la vida. Entra al río la bella Virginia Woolf sin perder los violines que en su cabeza van dando lentos toques fúnebres. Después, el silencio.

Por Ángela Martin Laiton

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