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En sueño

Parecía que ya era de noche. No se sabía del todo porque era verano y las horas nocturnas engañaban a los relojes por esa época. Ambos se sentaron en el asfalto de una calle cuyo nombre sabían pronunciar.

Camila Builes
07 de agosto de 2015 - 03:14 a. m.
Ilustración: Sara Tomate.
Ilustración: Sara Tomate.

Siempre viajaban buscando esa sensación tibia en la boca, como un vómito de flores magentas, como una cucharada de nata caliente en casa de la abuela, como el hogar. Ella lo tomó por la mano y acarició su rostro para que él jamás la olvidara. Él sonrió, jamás la olvidaría. No se olvida lo que se vive para siempre. La miró: ojos verdes, cabello rubio, una constelación sobre su tabique, un cigarrillo en sus dedos.

Sonó el reloj marcando en rojo las odiadas seis de la mañana. Era un sueño. Ella está dentro del sueño de él, y también ella lo soñaba. Eran dos sueños en uno, lo que da mil sueños que se multiplican. Así comenzó su amor: como un choque de mundos oníricos que los despojaba de toda inhibición, de cualquier vestigio de control humano. Ella siempre estuvo para él en las noches que más la necesitaba, cuando le dolía la cabeza o cuando le rompían el corazón, con una botella de vodka y flores amarillas. Le bastaba con mirarla para saber que, sin importar que fuese un sueño, la vida podría ser eterna sin dejar de ser humana. Todas las mañanas, cuando despertaba, él quería ver su figura desnuda, inmaculada, traslúcida bajo las sábanas que lo cubrían, pero no pasaría; ella, a kilómetros, se despertaba en otra cama, quizá con otro hombre, mientras él adelantaba el reloj para irse a dormir temprano.

Frío. Noche. Calle. Las luces de la ciudad parecían ojos rotos que lloraban lágrimas amarillas y verdes y azulejas. No quería ir a ningún lado porque sabía bien que no la iba a encontrar, que, sin importar el miedo que tuviese de quedarse solo, o la incertidumbre por entender el porqué de ese amor maldito, ella jamás iba a estar, al menos en el no sueño, en la “realidad”. Entonces ahí, debajo de una luciérnaga que se enaltecía en la punta de una vasta línea de cemento, pensó que el sueño no era el sueño. Que, quizá, cuando sonaba el reloj y él se sentía despertar era que apenas entraba en el mundo subterráneo del inconsciente mientras ella lo veía dormir pensando angustiada que él se sumergía en una pesadilla sin ella. ¡Seguro! El sueño es este, este de la noche fría y cristalina. Sueño soledad. Sueño vacío. Sueño sin ella. A zancadas llegó a su casa, abrió la puerta y se lanzó a la cama. Sin almohada. Respiró una, dos, luego tres veces. No podía conciliar el sueño o despertar —como pensaba él—. Tomó leche, leyó un par de esos artículos aburridos que siempre le daban un golpe en la cara y lo dejaban inconsciente hasta el otro día, nada... El sueño o el despertar se le iban de las manos y con él se iba ella, la posibilidad de verla. Quedó exhausto. Toc, toc, toc. Sonó la puerta. Se enojó al límite porque sentía que estaba a punto de lograrlo. Sus ojos se pusieron rojos y las cejas se volvieron una. Abrió la puerta como con odio, como con furia, como quien abre una alcantarilla. Era ella, con dos bolsas en la mano derecha y el cigarrillo en la izquierda. Le dio un pequeño beso en la frente y le preguntó por qué estaba tan rojo y por qué había demorado tanto en abrir. Él no dijo nada. Ella entró, puso en la mesa del comedor una botella de vodka, unas margaritas amarillas y un pan francés.

—Muévete. Vamos a celebrar —dijo ella.

—¿Qué celebramos? —preguntó aturdido.

—Que nuestra vida es como un sueño.

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Por Camila Builes

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