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Torrijos

El general Omar Torrijos y un grupo reducido de amigos estábamos invitados a una cena el pasado 20 de julio en Panamá.

Gabriel García Márquez 9 de agosto de 1981
19 de abril de 2014 - 01:57 a. m.
Omar Torrijos, quien manejó los destinos de Panamá entre 1969 y 1981.  Murió cuando el avión en el viajaba explotó en pleno vuelo. / AFP
Omar Torrijos, quien manejó los destinos de Panamá entre 1969 y 1981. Murió cuando el avión en el viajaba explotó en pleno vuelo. / AFP
Foto: AFP

 Poco antes de la hora en que debíamos irnos, su secretaria de turno interrumpió la conversación informal que se había prolongado desde el almuerzo y le recordó al general que además de la cena a las 8:30 de la noche estaba invitado al cumpleaños de un ministro, a las 11, y que al día siguiente muy temprano debía asistir a un acto oficial. El general se volvió hacia mí, masticando el cigarro, y dijo de buen humor: “Dije anárquicos, no anarquistas”. Esa tarde había expresado varias veces su entusiasmo por la cena, que era en honor del antiguo presidente de Colombia, Alfonso López Michelsen, pero en aquel instante comprendí que no asistiría a ella, ni a ninguno de los otros actos programados. Así fue, Poco después ordenó que le tuvieran listos un avión y un helicóptero en el cercano aeropuerto de Paitilla para despegar en cualquier momento, esto quería decir que aún no había tomado una decisión sobre su rumbo inmediato, pues el avión sólo lo usaba de noche para volar a la isla de Contadora o a la base militar de Farallón, que tienen servicios de aterrizaje nocturno y el helicóptero podía servirle para cualquiera de los dos sitios, o para el centro agrícola de Coclecito, un lugar remoto en las montañas del norte donde solía apartarse del mundo entre los campesinos. Lo dijo aquella noche como tantas otras: “Lo que más me gusta es que nunca sé dónde voy a dormir”. Ni lo sabía nadie. Sólo en el momento en que el avión o el helicóptero estaban listos para despegar, le indicaba al piloto el lugar de destino. Esta vez no fue una excepción. Cuando regresé de la cena, encontré la casa iluminada, pero desierta y silenciosa, y comprendí que él se había ido hacía muy poco tiempo, pues en el aire refrigerado estaba todavía el olor de su cigarro. Nunca supe para dónde se fue, pero ahora sé que desde aquella noche no volvería a verlo jamás.

Yo había llegado de México dos días antes. Viajaba a Panamá dos o tres veces al año, sólo para estar con él y con los amigos comunes, siempre iba a un hotel. Esta vez me quedé en un cuarto de su casa de la capital, donde él aparecía muy pocas veces. “Las cosas no están como para andar por ahí”, le dije. Esta frase le llamó tanto la atención que la repitió varias veces aquel fin de semana. En realidad, él era consciente de que la situación en América Central y el Caribe no era como para vivir sin precauciones, y procedía en consecuencia. Sus servicios de seguridad habían empezado a tomar medidas excepcionales y él mismo, que era el hombre más imprevisible que he conocido, había adoptado un comportamiento más imprevisible que nunca.

Mi impresión es que muy pocas veces en los tiempos de su poder tuvo un instante de sosiego, y esto había creado en torno suyo una disponibilidad permanente para cambiar de lugar. Hace unos años, después de una reunión de seis presidentes sobre los tratados del Canal de Panamá, varios amigos suyos lo convencimos de quedarse una noche más en Bogotá. Su avión, como siempre, estaba listo para partir en cualquier momento. La fiesta empezaba apenas a calentarse cuando su escolta le informó que el aeropuerto local estaría cerrado por reparaciones desde las doce de la noche hasta las seis de la mañana. El general se sentía tan a gusto que no le dio importancia. Pero a las diez de la noche saltó de la silla y ordenó: “Nos vamos”. En el camino del aeropuerto me confesó que no hubiera podido estar allí durante las seis horas que no le sería posible irse de inmediato para donde le diera la gana.

Ya sabemos que cada palabra de alguien, cada gesto anterior, y aún actos más naturales cobran una significación espectral después de su muerte. Tal vez por eso tengo la impresión de que nunca como en esta última había hablado tanto de la muerte con el general Torrijos, y sobre todo de la que siempre nos amenaza durante el vuelo. Conocía muy bien mi miedo a volar y siempre lo tomaba en cuenta con un gran respeto. Cuando yo estaba a bordo impartía a los pilotos instrucciones suplementarias para que eludieran los cielos tormentosos, y ordenaba que me subieran una cantimplora de whisky. “No hay nada mejor para volar”, decía. “Si a los aviones les echaran whisky en los tanques en vez de gasolina, nunca más se volverían a caer”. La misma noche en que llegué hace dos semanas a Panamá, fuimos en helicóptero a la isla de Contadora. El cielo estaba sembrado de estrellas marinas y el aire era fragrante y diáfano sobre el Pacífico. Torrijos me miró de pronto con sus ojos clarividentes, me encontró impasible con el vaso de whisky en la mano. Entonces se volvió hacia su esposa Raquel, con quien yo nunca había volado, y le dijo: “La única persona con quien Gabriel vuela tranquilo es conmigo”. Dos días después se lo repitió al antiguo presidente de Venezuela, nuestro amigo Carlos Andrés Pérez, cuando regresábamos en avión a la ciudad de Panamá.

Sólo que entonces añadió una frase más: “Gabriel sabe que conmigo no puede pasarle nada”. El avión en que volábamos entonces, para un trayecto de veinte minutos, era el bimotor Twin Otter de la Fuerza Aérea Panameña en que Torrijos habría de morir el viernes siguiente, en circunstancias que no me parecen del todo accidentales.

Fue un fin de semana alegre y raro en el paraíso de Contadora.

El domingo 19 de julio, Gabriel Lewis Galindo, que fue embajador de Panamá en Washington durante el tiempo más difícil de las negociaciones del Canal, invitó a un grupo de amigos a navegar en torno de la isla. No invitó a Torrijos, pues todos sabíamos que carecía por completo de vocación náutica. Sin embargo, a última hora conseguimos embarcarlo y así vivió de muy buen humor el segundo día de mar de su vida. Mientras navegábamos lo miré varias veces y lo encontré impasible con su vaso de whisky en la mano, y no pude eludir la suposición de que él debía sentirse en el mar como yo me sentía en el aire. A la hora de las fotos caí en la cuenta de que nunca nos habíamos tomado una juntos, y se lo dije. Entonces él la hizo tomar, y es quizá la foto en la que nos parecemos menos a nosotros mismos: en traje de baño. Pero me parece que fue la última de su vida.

Siempre tuve la impresión de que Torrijos corría muchos más riesgos de los que podía permitirse un hombre acechado con tantas amenazas. Aceptaba a duras penas las normas de seguridad, tal vez porque era el ser humano más desconfiado que se podría conseguir, y en última instancia no confiaba en nadie ni en nada más que en sus intuiciones misteriosas y certeras. Era su única orientación en las tinieblas del afán. No creo que exista nadie capaz de decir a ciencia cierta qué era lo que pensaba en realidad, ni cuál era el secreto de sus sueños ni el sentido último de sus presagios. Su única debilidad era el corazón que había conseguido amaestrarlo. “El que se aflige se afloja”, decía. Los aviones en que volaba casi todos los días desde hacía muchos años, eran buenos y muy bien mantenidos, y sus pilotos rigurosos eran los únicos que tomaban las decisiones del vuelo. Sin embargo, tal vez Torrijos no se daba cuenta de que aquella servidumbre a su intuición sobrenatural, que tal vez le salvó la vida muchas veces, terminó a la larga por ser su flanco más vulnerable, pues al final le daba tantas oportunidades a la fatalidad como a sus enemigos. Cualquiera de los dos pudo causarle la muerte. Pero es imposible no relacionar esta catástrofe con otras similares ocurridas en poco más de un año. En junio de 1980, el avión en que volaba el vicepresidente electo de Bolivia, Jaime Paz Zamora, se precipita a tierra envuelto en llamas. Se pensó entonces, aunque nunca pudiera comprobarse, que le habían echado azúcar en el tanque de la gasolina. Después fue la tragedia del presidente del Ecuador Jaime Roldós, más tarde la del jefe del Estado Mayor del Perú, general Luis Hoyos Rubio, y ahora la del general Omar Torrijos, hombre providencial e irreemplazable de Panamá. Cuántas personalidades progresistas cuya desaparición sólo podía favorecer a las tendencias más tenebrosas de las Américas. No es fácil creer que tantos desastres sucesivos sean casuales, porque es tan selectivo el índice de la muerte que hasta las mismas fatalidades tienen sus leyes inexorables.

En todo caso, no era esta la clase de final que Torrijos esperaba ni la que deseaba ni merecía. Siempre tuve la impresión de que se había reservado el privilegio de escoger el modo y la ocasión de su muerte, y que la tenía reservada como la carta última y decisiva de su destino histórico. Era una vocación de mártir que tal vez fuera el aspecto más negativo de su personalidad, pero también el más espléndido y conmovedor. El desastre, accidental o provocado, le frustró ese designio. Pero la muchedumbre dolorida que asistió a sus funerales iba sin duda movida por la sabiduría secreta de que aquella muerte impertinente y sin grandeza es una de las formas más dignas del martirio.

Yo no estaba allí, por supuesto. Nunca he tenido corazón para enterrar a los amigos.

Por Gabriel García Márquez 9 de agosto de 1981

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