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Tráfico de arte: el otro brazo del Estado Islámico

La ONU trata de detener este tráfico ilegal y en febrero firmó una resolución al respecto. ¿Tiene algún efecto?

Juan David Torres Duarte
21 de abril de 2015 - 05:58 p. m.
AFP
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El 24 de julio de 2014 los creyentes eludieron el llamado del almuédano. La mezquita de Jonás se erguía, con su minarete imponente, de piedra grisácea, sobre una de las antiguas colinas de Mosul, al norte de Irak. A las 5:30 de la tarde, un grupo de militantes del Estado Islámico entró a la mezquita; construida en el siglo octavo después de Cristo, estaba sobre el emplazamiento de una antigua iglesia cristiana y en medio de la nave central descansaba una tumba —la tumba de Jonás— cubierta por un tapete persa de seda y plata; los creyentes podían ver la mezquita desde las ruinas de Nínive, cerca de allí. Poco antes, los militantes habían llamado a los habitantes para que vinieran, para que los acompañaran: ya verían. Entonces, apenas adentro, les dijeron que debían quedarse fuera, que debían salir; alojaron explosivos, cerraron las puertas. Y los detonaron.
 
Tres días después replicaron el método en la mezquita del profeta Jorge. Para entonces, la antigua entrada de la mezquita de Jonás se había convertido en un montículo de piedra sajada: las columnas, torcidas y maltrechas; el tope de la entrada, despellejado. “Querían extender el miedo y la agonía en nuestros corazones —dijo un testigo, meses después, al diario The Guardian—. Después, cuando escuchaba sobre la destrucción de alguna otra mezquita, prefería no ir allí”. Los militantes, entonces, se refirieron a los ataques: dijeron que los creyentes eran apóstatas, que la fe de Mahoma prohibía la adoración en estos lugares, que el primer acto religioso de Mahoma fue la destrucción de los antiguos ídolos para producir un eco infinito sobre la imagen de Dios. Del único Dios.
 
Con ese mismo argumento, los militantes del Estado Islámico avanzaron hacia el palacio contiguo a la mezquita de Jonás: martillaron los leones alados, desgarraron cabezas de piedra antiquísimas. Avanzaron, también, hasta Hatra y con buldóceres y mazos abrigaron a golpes los pilares, los fustes y los capiteles de las ruinas. Los medios reportaron destrucción, destrucción, destrucción: el Estado Islámico, decían, quiere terminar con la cultura más preciosa de un espacio que otrora compuso uno de los reinos más poderosos, Asiria. Y tenían razón. Pero el Estado Islámico no sólo quiere destruir: también quiere beneficiarse.
 
El Estado Islámico, que divide sus territorios entre Irak y Siria, tiene numerosas formas de financiación: petróleo —poseen refinerías y producen—, extorsiones —pagos obligatorios o por secuestros—, donaciones de sus adeptos y robos. Otra fuente, que al parecer resulta menor, es el tráfico de antigüedades. Desde el año pasado, mientras fustigaban la memoria cultural de Irak, al parecer los militantes recogieron piezas arqueológicas y libros antiquísimos que tendrían cierto valor en el mercado negro: estatuas, manuscritos, recipientes, utensilios cuyo valor real e histórico todavía no ha sido calculado. La posesión de semejantes productos culturales podría parecer una fuente excelsa de riqueza; sin embargo, ¿hasta qué punto es posible que se convierta en una nutrida financiación para la organización?
 
Puede que no sea tan sencillo. El valor de una obra de arte o de una antigüedad suele ser alto si existe la garantía de su proveniencia y de su valor histórico, aprobados por lo general por un grupo de curadores y por cierta comunidad de críticos y coleccionistas. Por fuera de ese espacio, el valor de la obra decrece: prácticamente desaparece. El director del equipo de crímenes sobre el arte del FBI, Bonnie Magness-Gardiner, le dijo a The New York Times que el valor de las obras en el mercado negro oscila entre el 7 y 10% de su valor original en, por ejemplo, una casa de subastas. De modo que, a la hora de conseguir dinero a cambio de estos artefactos, el Estado Islámico podría conseguir sumas mínimas, pírricas en comparación con los ingresos por extorsiones o robos.
 
Pero una antigüedad es también una garantía. Cuando suceden este tipo de saqueos, los responsables suelen intercambiar las piezas por armas o drogas, un material más simple —y más útil— de mercadear que una obra de arte del siglo IX antes de Cristo. La venta de una obra de este tipo, sin embargo, siempre es posible: tal vez unos años después, cuando la obra ya haya pasado de mano en mano y no exista registro de sus antecedentes. Tal vez en ventas privadas. El precio podría ser en principio bajo —y el Estado Islámico, de cualquier modo, necesita dinero—, pero puede aumentar mientras la obra cambie de dueños y de geografía. Aunque existen sistemas para registrar las obras de arte pérdidas o robadas —como el Art Loss Register—, no todos los compradores tienen la intención de aparecer en público ni quieren vender: algunos sólo quieren mantener el bien, preservarlo. Meses atrás, España devolvió a Colombia más de 600 piezas precolombinas que hacían parte del botín de un grupo narcotraficante. Las piezas serían comercializadas en el mercado negro porque, de hecho, existen coleccionistas interesados.
 
La posibilidad de que esta sea una forma de financiación del grupo produjo una reacción en la Organización de Naciones Unidas. El 12 de febrero —por propuesta de Rusia— firmó la resolución 2199, que prohíbe a todos los países aliados apoyar económicamente al Estado Islámico o hacer tratos económicos con él en sus áreas más fuertes (secuestros, petróleo y armas, y solicitó el bloqueo de cuentas bancarias relacionadas). La resolución incluyó un corolario dedicado a la herencia cultural de Irak —el más breve de todos—: ningún país podrá recibir o intercambiar material cultural que haya sido extraído de manera ilegal de este país. En tres puntos, la ONU prohíbe los intercambios de material cultural con este grupo armado y dice que algunas organizaciones cercanas a Al Qaeda —como el Estado Islámico y el frente al-Nusra— “están generando ganancias directa o indirectamente en el saqueo y robo de material cultural perteneciente a sitios arqueológicos, museos, bibliotecas, archivos y otros sitios en Irak y Siria”. 
 
A pesar de su buena intención, la ONU ignora —o por lo menos no lo ha hecho público— cuánto material cultural se ha perdido en Irak a causa de los ataques del Estado Islámico. Se habla de Hatra y de Nínive, pero aún no existe una contabilidad del horror: qué libros se perdieron, qué estatuas fueron destruidas, qué patrimonio pereció. Samuel Andrew Hardy, especialista en propiedad cultural de la Universidad de Sussex, sugirió una serie de críticas al llamado de la ONU en su blog Conflict Antiquities: “Como sea, ¿Rusia o algún otro país ha entregado evidencia de que las antigüedades están entre las tres principales fuentes de financiación del Estado Islámico? ¿La entregarán? ¿Cuándo? (…) Será prácticamente imposible controlar el tráfico de antigüedades de Siria e Irak si no es obligatorio demostrar que esas antigüedades tienen, de hecho, un pasado limpio. Eso no reversaría la carga de la prueba y los traficantes serían inocentes hasta que se pruebe lo contrario”. El punto de Hardy es que no existe una legislación con suficiente peso para detener el tráfico y que las pruebas, además, son escasas; diarios turcos han sugerido que las antigüedades están siendo transportadas a través de su país y desde allí hacia Europa —lo mismo que sucedería con el petróleo—.
 
La organización Safe (Saving Antiquities for Eveyone) ha dicho que quizá algunas obras robadas de Egipto durante la Primavera Árabe —los saqueos a museos fueron numerosos— llegaron al mercado público australiano y, es muy probable, también al privado. ¿El patrimonio cultural de Irak podría tener el mismo futuro? El 28 de enero de este año, los medios españoles registraron la captura de cinco personas en España y dos en Egipto, señaladas por tráfico de bienes culturales y que intentaban mercadear 36 piezas arqueológicas egipcias. Las piezas, transportadas en barco desde Alejandría hasta Egipto, tenían un valor aproximado de 300 mil euros; la Guardia Civil española —reportó el diario británico The Mirror— cree que el dinero iría directamente al Estado Islámico. El hecho, que hizo parte de la Operación Hierática —participaron 16 países y fueron decomisadas 2289 piezas—, propone una nueva tesis: el Estado Islámico estaría usando pequeñas bandas nacionales para mover con más facilidad —con más sigilo— los bienes culturales. 
 
En un reportaje reciente en The Guardian, el escritor y analista Hisham al-Hashimi dijo: “Su financiamiento es limitado, de modo que destruyen algunas piezas de los museos y venden el resto a Turquía y otros países europeos a través de las mafias. También es un modo de enojar al mundo, obtener la atención de los medios y atraer a las fuerzas internacionales de nuevo a Irak”. Un oficial de inteligencia dijo al diario que el Estado Islámico se habría llevado cerca de US$36 millones en antigüedades de al-Nabuk (al este de Damasco). Bajo esa perspectiva, el Estado Islámico no sólo tendría una alta movilidad económica, sino también una red de distribución independiente, lo que haría la resolución de la ONU aún más inoperable.

Por Juan David Torres Duarte

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