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Un debate sin debate en la Cumbre para la Paz

Jane Taylor, Alfredo Molano, Fernando Vallejo y León Valencia hablaron sobre el proceso de paz y la justicia. Lo que pretendía ser una discusión, resultó en un monólogo que dividió al público y demostró que la violencia está en los actos más cotidianos.

Juan David Torres Duarte
07 de abril de 2015 - 02:37 a. m.
Jane Taylor, León Valencia, Fernando Vallejo y Alfredo Molano durante el conversatorio en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán. /Cristian Garavito
Jane Taylor, León Valencia, Fernando Vallejo y Alfredo Molano durante el conversatorio en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán. /Cristian Garavito

La promesa inicial era un debate entre Alfredo Molano (sociólogo y escritor), León Valencia (analista político), Jane Taylor (dramaturga) y Fernando Vallejo (escritor). Pero no hubo tal debate. La conversación, que duró una hora y quince minutos, fue el justo ejemplo de que, aunque existan pactos y diálogos de paz y una presunción de justicia, la violencia es un objeto que los colombianos han heredado incluso en sus actos más cotidianos y en apariencia inocentes. La audiencia ignoró el principio de respeto por la diferencia de opiniones, puesto que prefirió, en últimas, dividirse que concertar. No hubo debate porque las ideas de cada panelista no fueron discutidas, pero sobre todo porque la audiencia, de todo tipo, de toda naturaleza, prefirió el dogma por encima de la conversación, apenas unos días después de que parte de ese mismo público alabara la capacidad de comprensión y la inteligencia de Carlos Gaviria, quien objetaba toda suerte de dogmatismo y presentó, con su propia existencia, la prueba de que las ideas, el pensamiento, pueden prevalecer sobre la violencia. Las lecciones de Gaviria, alabadas y recordadas por los medios y los de a pie, fueron olvidadas.

La promesa inicial era un debate. Fue, más bien, la reunión de cuatro monólogos, cada uno por su lado, que al fin y al cabo nunca fueron puestos en discusión. Vallejo tuvo sus usuales 20 minutos para una diatriba que, aunque necesaria, permaneció en el lado sencillo del dogma: Vallejo propuso que las Farc fueran castigadas y exaltó la ley del Talión (ojo por ojo, diente por diente) como método para resolver la violencia en el país. La virtud de ese sistema, que aparece en el código de Hammurabi, resulta doctrinaria en tiempos en que se habla de procesos creativos para producir una justicia transicional que, al mismo tiempo, permita la reinserción de los victimarios y eluda la impunidad. Vallejo, que refuta los métodos de los victimarios y la incesante capacidad de los políticos para crear guerras en beneficio propio, azuzó a un auditorio que tiene ya la semilla de la violencia, por encima de los tratados y los diálogos, y las pretendidas acciones de los políticos. Su declaración, que se extendió por 15 minutos (quizá la más larga de todas), no permitía el diálogo y tal vez se arrogó el derecho de llamarse, ella sola, la verdad. En esas condiciones, bajo el velo umbrío que se descorre en esa violencia discursiva, es imposible crear un diálogo. Es imposible crear nada.

Así terminó Vallejo su discurso: “Juan Manuel Santos es el más grande bellaco de Colombia y estas jornadas por la paz, una farsa”. El auditorio aplaudió, vitoreó, lanzó vivas a Vallejo y hubo quien dijo que García Márquez era nada, que era Vallejo quien debía tener su lugar. La apasionada exclamación se detuvo en cuanto Molano respondió a Vallejo con una frase limpia y sencilla: “Como ven, estoy envejeciendo. Pero sigo teniendo fe en el hombre”. Más aplausos, más vivas. En ese momento hubo quien dijera que Vallejo era un farsante, que no tenía idea de nada. Ambas posiciones conformaban parte de la fauna estrecha del auditorio.

Jane Taylor, quien estrenó en el pasado Festival Internacional de Teatro una obra titulada Ubu y la Comisión de la Verdad, recordó que la paz es uno de los instrumentos de la justicia. Vallejo permanecía serio en su asiento, justo con el mismo gesto y la misma atemperada rigidez que tuvo Molano durante el discurso de Vallejo. Taylor, que nació en Sudáfrica en 1956, apuntó que uno de los procesos de su país después del Apartheid fue relatar la historia con toda la sangre y el horror que tenía. No existía amnistía sin el relato total, sin la compensación en palabras que los victimarios debían a sus víctimas. Esa memoria creó un país más eficaz en las relaciones entre sus ciudadanos. “La gente creía que tendría un lugar en el futuro si contaba su historia —dijo Taylor—. No había garantía de amnistía sin contar toda la historia: cada historia, cada masacre tenía que ser contada para saber si era proporcional a su pretensión política”. Esta fue la respuesta a esa idea por parte de Vallejo: “Solución rápida: que se restaure la ley del Talión, pero perfeccionada —dijo—: los dos ojos por uno, todos los dientes por uno, y como el hombre no tiene sino una vida, que el que mate pague con la suya y con la vida de su madre. Repudio la justicia transicional”. En Cómo se podría organizar el mundo, el ensayo que Bertrand Russell formuló en 1918, se lee: “Aquellos cuyas vidas son provechosas para ellos mismos, para sus amigos o para el mundo, se inspiran en una esperanza y se sostienen en la alegría: ven en su imaginación las cosas como pudieran ser y el modo de realizarlas en el mundo”.

Ni esperanza ni alegría en el discurso de Vallejo, que dominó el escenario de Jorge Eliécer Gaitán; es válido creer que Santos es un “guerrero pacifista”, que “el anticuado concepto de delito aquí desapareció”, que “el hombre nace malo y la sociedad lo empeora”, pero eso es sólo señalar el problema y, en cambio, reafirma la naturaleza violenta de este país. Vallejo tal vez no se ha dado cuenta de que él mismo, como las guerras civiles y las guerrillas, es producto de la insidiosa y fútil violencia que han creado las clases políticas y que su discurso reproduce en esencia el rencor originario del conflicto más horroroso. El problema está allí, sí, y Vallejo ha sabido retratar en sus palabras el desencanto apasionado que muchos colombianos sienten frente al poder. Pero quedarse allí es hacer el trabajo a medias. “Yo no vine aquí a dar soluciones —dijo Vallejo—, porque yo no dañé esto”.

“Hacer la paz no es llevar el país al cielo —dijo León Valencia, en respuesta a Vallejo—, sino sacarlo del infierno. Me di cuenta de que el valor más grande es la vida. Después de terminar con esta violencia, empezaremos a debatir los temas de la diatriba de Vallejo. Podemos tener indignación civil, movimientos de mucha gente, pero podremos hacerlo sin que nos maten: ese es el punto. Eso sí es decisivo para un país”. El debate, tras la intervención final de Valencia, se disolvió: Molano, a pesar de que podría haber formulado una respuesta más amplia a Vallejo, fue desdeñado; Taylor fue ensombrecida por las palabras de los otros panelistas y la audiencia se decidió por gritar el nombre de Vallejo y acompañarlo en voz baja de alabanzas e insultos en proporción similar.

Al principio de su intervención, Alfredo Molano dijo que a través de sus relatos pretendía elaborar “una historia más amplia, pero no académica, sobre el conflicto”. “Mi idea era desafiar y romper la versión oficial. Muchos fueron juzgados como monstruos y de ahí no pudieron salir”. De esa suerte ha escrito numerosos libros dedicados al conflicto, que han retratado, con profundidad y rigor, el desastroso papel de las élites en la formación de la violencia. Molano ha visto la desidia y la injusticia, el abandono y la perdición, y aun así fue capaz de formular su breve y sencilla respuesta a Vallejo: “Pero sigo teniendo fe en el hombre”.

 

jtorres@elespectador.com

Por Juan David Torres Duarte

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