El Magazín Cultural
Publicidad

Un ladrón de historias

La Fiesta del Libro de Medellín ofrece un infinito número de posibilidades para lectores y escritores, que viajan a través de los libros en el tiempo en un multicolor entramado de sensaciones.

Fernando Araújo Vélez
17 de septiembre de 2015 - 03:19 a. m.
Ilustración: Daniela Barreto (Labarreto ilustrada)
Ilustración: Daniela Barreto (Labarreto ilustrada)

Va como un ladrón, que es como decir como un fantasma, sigiloso, algo paranoico, nervioso, consciente por momentos de que necesita robarse una idea, una imagen o una frase para escribir, y se mete por callejones angostos y observa una piedra y una hormiga y un árbol pretendiendo tomar de ahí lo que necesita. Luego sale a otro callejón y lo llama pasadizo, y en él hay estands y mesas y estantes repletos de libros que lo atacan, o que él siente que lo atacan.

Cada libro es un mundo, y en cada mundo hay un sinfín de personajes e historias que se cruzan y entrecruzan y lo dejan absorto, y luego, impotente, porque son personajes e historias que él no creó, que se le fueron de las manos sin siquiera haberlos conocido y que le gritan eres un inepto. Y porque es incapaz de crearlos pretende robárselos, guardarlos en los bolsillos de su jean gastado y sacarlos de ahí cuando llegue a su casa para que vuelvan a recrear la historia que él no escribió, ese drama con tintes de humor que cada vez que sale a escena es distinto. Piensa que algunos libros deberían leerse dos, cinco, diez veces, porque los libros son distintos cada vez que se leen.

Se detiene unos cuantos segundos en un letrero que dice Libros leídos y mira hacia una biblioteca y repasa un montón de títulos, Crimen y castigo, Así hablaba Zaratustra, Bartleby, el escribiente, El guardián entre el centeno, Carta de una desconocida, y de los títulos se desprenden decenas de hombres y de mujeres y de niños y de frases. Él sabe que una de esas frases lo puede salvar, pero por momentos quisiera que en lugar de haberlo salvado, la frase hubiera sido suya, sólo por vanidad, sólo para que el mundo que lo ha pisoteado una y mil veces se rinda a sus pies y le haga venias. Cambia la vanidad por la salvación, y por un momento, cree que de esa vanidad de la frase inmortal puede llegarle la salvación, pero entonces cierra los ojos, aprieta los puños y siente que la vanidad lo inunda, que le perfora la piel y le corroe las entrañas. Comprende que alucina, que la frase no es suya, que quien dijo “Para ser grande, sé entero, nada tuyo exageres o excluyas, sé todo en cada cosa”, se llama Fernando Pessoa, pero él quiere ser todo en cada cosa.

Quiere ser todo en cada cosa y ya no le preocupa demasiado que la frase sea de otro, porque la interioriza, la aprehende. La frase lo rasga, lo hace desdoblarse además. Ahora es un ladrón que se multiplica, y como ladrón, termina por justificarse. Una frase es de quien la dice o la escribe, pero también es de quien la vive, o es más de quien la vive que de quien la escribe. Él quiere ser todo en cada cosa. Ser ladrón, enteramente ladrón, y después, ser víctima, enteramente víctima, y el escritor a quien le roba una frase y un simple lector. Ve una foto de Pessoa y se ve a sí mismo, y se descubre imitando a Pessoa y unos segundos después, siendo Pessoa. Él es Pessoa y él es todos los escritores y todos los lectores al mismo tiempo, y recorre otros estantes y observa otras bibliotecas y se pregunta por qué los libros son una verdad para él, por qué la palabra escrita de un hombre muerto está imbuida de verdad. Él les cree a Tolstoi y a Schopenhauer y a Goethe y a Höllderling y a Zweig y a Salinger. Los cita para darles el crédito que se merecen y para darse fuerza con ellos y sus textos. Se aferra a sus frases, porque en últimas, a algo debe aferrarse.

Ahora se siente como un mendigo e implora por un libro, pues sólo un libro podrá llevarlo a otros parajes y a otra gente, sólo un libro lo hará soñar que no tiene hambre, o por lo menos, le dará al hambre un sentido algo místico, como ocurría con el protagonista de una novela de Hamsun que leyó de adolescente que se titulaba así, Hambre. De pronto oye una voz que le susurra voces de niños y de jóvenes, de señoras y ancianos, y la de una muchacha que le dice: “Paso a paso puedo llegar al Orquideorama. Puedo oír las vocecitas de los niños, de los jóvenes, de los viejos. Puedo escuchar con los ojos a los muertos. En este lugar puedo liberar a la historia del olvido. Sentir la alegría de tantas almas por las hojas vivas y las hojas muertas me lleva en una línea del tiempo cuyo momento preciso es concebido con gran melancolía. Recuerdo que en sus inicios, el certamen no ofrecía nada bueno que contar, y que fue en septiembre de 1996 cuando todo cambió, un día gris que, como las etiquetas de las bebidas alcohólicas o de las cajetillas de tabaco, traen advertencia. Era viernes 13.

“Ese día, de momento, las nubes empezaron a oscurecer. Los truenos y los rayos asustaron a más de un cobarde. La lluvia corrió por las calles como si se tratara de un riachuelo. Desde el Palacio de Exposiciones se podía ver al viento elevar los objetos más livianos. A su paso, el vendaval que flageló a la ciudad, derrumbó el techo de lo que llamábamos La caja de madera. Con el infortunio, decenas de ejemplares desaparecieron entre los escombros, y la Feria del Libro, una vez más, cerró sus puertas al público, quizá con la esperanza de ser algún día un evento que convocara a cientos de personas, un evento por el que Medellín se preguntara. Ahora, los ojos se me nublan, la mano que guía mi bastón tiembla, y bajo la sombra de un árbol vivo lo que tantos alguna vez desearon para una sociedad sufrida, un homenaje completo de creatividad en torno a la dinastía del lenguaje. Un homenaje a los grandes de la literatura, a tantos ilustres personajes que supieron elegir el escenario perfecto para contagiar el espíritu de la Fiesta del Libro y la Cultura, un escenario natural en pleno corazón de la ciudad”.

Al final, el ladrón de ideas que fue fantasma y fue mendigo se recuesta contra uno de los cientos de árboles del Jardín. Siente que ha vivido años, que se ha metido en la piel de docenas de vidas, que ha sido mil personajes y se ha abandonado en ellos. Y sin embargo, sólo han transcurrido tres horas.

Por Fernando Araújo Vélez

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar