El Magazín Cultural

Un poema de amor a Medellín

Carlos Arbeláez estrenó su largometraje después de “Los colores de la montaña”. En esta ocasión, el tema principal son la ciudad y las historias de amor y soledad de quienes la habitan.

Mateo Guerrero Guerrero
05 de diciembre de 2016 - 02:00 a. m.
 Carlos Arbeláez recibió el premio a mejor nuevo director en el 58 festival de cine de San Sebastián. / Cortesía
Carlos Arbeláez recibió el premio a mejor nuevo director en el 58 festival de cine de San Sebastián. / Cortesía

En Eso que llaman amor, Medellín es el escenario en el que dos estatuas humanas se enamoran, una mujer se lleva a casa los restos de su hijo asesinado y otra madre se prepara para viajar a España a reencontrarse con su hija. Carlos Arbeláez sigue durante un día las historias de estos personajes, que se van entrelazando sutilmente y terminan demostrando que la misma ciudad es a la vez miles de ciudades. En entrevista con El Espectador, el director antioqueño habla sobre sus inicios en el cine, explica por qué decidió alejarse de la temática rural que caracterizó a su ópera prima, Los colores de la montaña, y revela detalles de sus próximos proyectos.

¿Por qué terminó estudiando comunicación?

Lo que realmente quería ser era músico. Fui clarinetista siete u ocho años, pero al final del bachillerato me di cuenta de que no tenía buen oído. Empecé a estudiar ingeniería electrónica y luego descubrí a Luis Alberto Álvarez, que para mí fue el mejor crítico de cine que tuvo Colombia. Él tenía un curso que se llamaba “Las 100 mejores películas de la historia del cine” y gracias a él quise volverme cineasta. Me cambié a comunicación social en la Universidad de Antioquia porque no existía la carrera de cine en ninguna parte. La única opción habría sido estudiar afuera y no tenía los medios para eso.

¿Cuándo realizó su primer documental?

Al final de la carrera conocí a unos amigos y llegaron las primeras cámaras para el estudio de televisión de la universidad, que eran grandísimas y muy costosas. Las sacamos a escondidas para hacer The end, un documental que hablaba sobre la desaparición de las salas de cine. A comienzos de los 90 se estaban cerrando todas las salas de barrio y las de todos los pueblos de Antioquia. En ese momento pensábamos que era algo local, pero nos dimos cuenta de que era una cosa de todo el mundo; se cerraron las salas de cine para volverse a abrir en los centros comerciales.

¿Qué le dejó esa época como documentalista?

Creo que me quedó cierta tendencia por la verosimilitud y el realismo. Hicimos doce documentales sobre artistas callejeros, sobre los bares de Medellín y las plazas minoristas, siguiendo un poco la estela de lo que estaban haciendo los caleños con Rostros y rastros. Nuestra generación fue un poco desafortunada porque Focine (Compañía para el Fomento Cinematográfico) se acabó en el 91 y la Ley de Cine empezó a funcionar bien desde hace poco. Hasta el 2005 fue muy difícil hacer películas y muchos nos fuimos para el cine documental, porque era lo que teníamos más a mano y no necesitaba tanto presupuesto.

¿Por qué le dedica tanto tiempo al guion en sus películas?

Siempre les digo a los productores que la plata de una película hay que ponerla en el guion y en el casting. Si uno hace bien esas dos cosas, sería muy raro que la película salga mala, habría que ser muy mal director (risas). Para Los colores de la montaña se hicieron 17 versiones del guion. Tardó mucho en hacerse y por eso se pudo decantar bastante. En el caso de mi última película Eso que llaman amor, trabajé en el guion desde 2006. Lo que uno necesita es tener algo que contar. Si uno no tiene un vacío que lo desequilibre o lo incite a comunicar cosas, todo va a ser muy difícil. Obvio, hay cierta técnica y hay que saber de dramaturgia, teatro y muchas otras cosas, pero he leído guiones que están mal en el formato y cuentan mucho más que un guion que está bien de forma pero no dice nada.

¿A uno le pueden enseñar a escribir un buen guion?

A mí la academia no me aportó tanto. Es interesante en la medida en que representa una oportunidad para conocer gente que se quiere dedicar a lo mismo que uno hace y, al final, el cine se hace entre amigos. De pronto hubo dos o tres profesores que marcaron mi vida, pero no sólo desde el cine, sino desde el periodismo y la literatura. Un cineasta debe saber de todo.

A diferencia de su primer largometraje, “Eso que llaman amor” tiene un tono completamente urbano, ¿por qué decidió hacer ese cambio?

Fue difícil porque pienso que, como Los colores tuvo algo de éxito, hay gente que espera continuidad. Hice Eso que llaman amor porque quería hacerle un homenaje a mi ciudad. Medellín es el lugar donde he vivido siempre y es, como decía José Manuel Arango, “esa ciudad que tanto quiero y que tanto aborrezco”. Después de Los colores tenía otro guion, una road movie sobre un contrabandista al que le piden llevar a un niño secuestrado hasta la costa y en el camino se vuelven amigos. No se rodó porque las personas que me ayudaron a vender Los colores en el exterior me dijeron que no hiciera otra película sobre niños. A veces uno quiere hacer una película, pero no sé si es el destino o el azar el que te dice qué puedes hacer.

¿Qué lo hizo escoger al amor como tema principal de la película?

Felipe Aljure, un cineasta colombiano que me ayudó a hacer el corte final, vio la película y me dijo que no era sobre el amor sino sobre la soledad. Quedé muy cabreado hasta que leí algo de García Márquez donde dice que uno conoce la soledad únicamente cuando ha conocido el amor. Allí me di cuenta de que lo que decía Felipe era otra cara de la misma moneda. Es muy difícil describir qué es el amor, porque el amor lo es todo. Nuestra vida está llena de ese sentimiento. No recuerdo un solo momento en el que no haya estado enamorado de algo o de alguien.

¿Cuál es el rasgo común de historias que se entrecruzan en “Eso que llaman amor”?

Son sobre personajes muy cotidianos a los que sigo durante 24 horas en un día de la madre. No son grandes tragedias, pero uno siente interés por lo que les pasa porque son realistas. Está, por ejemplo, la de dos estatuas humanas que se conocen una noche y su relación termina siendo una metáfora del amor porque los dos están disfrazados y a medida que se van desvistiendo se descubren el uno al otro. Primero están en esa etapa de enamoramiento en la que todo está afuera y después llega algo que no sé si es mejor o peor pero que, en todo caso, es más humano.

¿Qué le dejó el éxito de “Los colores de la montaña”?

Algo muy importante de lo que me di cuenta o que sabía y ahora entendí un poco mejor, es que existen temas de exportación que de algún modo tienen más cabida en los festivales. Los cineastas, que no somos tontos, sabemos que explorar esos temas nos da la oportunidad de salir a mostrar nuestras películas y, además, hay que decirlo, nos gusta ir a los festivales. Sin embargo, a veces ese tipo de historias no conectan con el público. El cine colombiano está viviendo una época dorada, pero el problema es que la gente no va a ver películas. En este momento, alguien que haga cine no debe preocuparse por ser original en el tema, porque eso es casi imposible, sino por decidir si trabaja para ir a festivales o para el público.

¿Cuáles son sus próximos proyectos?

Además de la road movie estoy escribiendo una película que se llama Flores para James. Es la historia de una chica que convence a su novio de que la visite en el día de su cumpleaños. Él se mata en el camino y la película empieza con ella visitándolo en el cementerio. Allí se da cuenta de que siempre hay flores y un día madruga para ver quién las está dejando y se encuentra con otra muchacha que le dice que ella es la novia de James. Es un melodrama adolescente que narra la historia de ellas dos.

 

Por Mateo Guerrero Guerrero

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