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Un teatro propio

Una de las figuras más importantes del teatro mundial vino a esta 14ª edición del Festival Iberoamericano como director de ‘La dama del mar’, de Brasil, y dramaturgo en ‘Woyzeck’, de Alemania.

Adriana Marín Urrego
07 de abril de 2014 - 12:37 a. m.
‘La dama del mar’, bajo la dirección de Bob Wilson, es una obra de Brasil, país invitado de honor. / Cortesía FITB
‘La dama del mar’, bajo la dirección de Bob Wilson, es una obra de Brasil, país invitado de honor. / Cortesía FITB
Foto: © foto Luciano Romano ©

“Mi teatro es, de alguna manera, muy cercano al comportamiento animal. Cuando un perro acecha a un pájaro, todo su cuerpo está escuchando. El perro no está escuchando con sus oídos o con su cabeza; está escuchando con el cuerpo completo. Los ojos están escuchando”, escribe Bob Wilson, y uno lo imagina, casi inmediatamente, dando la instrucción al actor. Él, sobre el escenario, intentando representar a un predador que persigue a su presa —cualquiera que sea— y Wilson impartiendo instrucciones desde fuera: use su cuerpo, muévase, observe, escuche de verdad, con sus oídos, con sus ojos, con sus codos, con su pelo.

Esas serían tal vez las palabras a su víctima, el actor, para darle realidad a la situación, para que pierda su facultad de mentira, esa de la que parte en un primer momento: hacer creer que es alguien, algo, que no es. “Un actor piensa que está siendo natural, pero no; está actuando natural y, eso, ya es algo artificial. Desde la artificialidad, creo que se puede (…) saber más de uno mismo, ser más cercano a una (…) verdad”, escribe de nuevo. Y su teatro aparece ahí, en esas dos afirmaciones, dichas una detrás de la otra. Todo tan claro y tan confuso, tan real. Son tres elementos, entonces, para discutir. Wilson, su teatro y la artificialidad. Tres elementos que vienen a ser, casi, la misma cosa: una santísima trinidad.

Wilson. Nació en Texas, era tartamudo y no estudió teatro. Gracias a eso se convirtió en director. Otra historia contaríamos si no hubiera nacido con problemas de habla o si sus padres hubieran estado involucrados en el mundo del teatro, o del arte, aunque fuera. Le tocó un abogado por padre y una madre que, se sabe, provenía de un orfelinato. Entró a estudiar, como un buen hijo, administración de empresas en la Universidad de Texas, pero faltando poco para terminar se le acabó el impulso. Se fue mejor a París, a estudiar pintura, y el lapso de un año le alcanzó para enamorarse de Cézanne. De su pintura, claro. Y luego se mudó a Brooklyn para empezar y terminar, ahí sí, una carrera en arquitectura en el Instituto Pratt.

Cuando se graduó sabía de finanzas, de pintura y de construcción. También había aprendido a hablar. Eso gracias a una profesora de ballet, muchos años antes de recibir su diploma como arquitecto. Byrd Hoffman tenía 70 años cuando él entró a trabajar con ella, en uno de sus intentos por eliminar eso que lo frenaba a fluir con las palabras. Sobre su experiencia dice en uno de sus libros: “Ella entendía el cuerpo en una forma extraordinaria... ella me hablaba sobre la energía de mi cuerpo, sobre la relajación, sobre dejar la energía fluir. Ella era increíble porque nunca me enseñó una técnica, nunca me dio una manera para aproximarme a eso, era algo que tenía que ir descubriendo por mi cuenta”. Y entre ese movimiento consciente de su cuerpo, ya sin miedo, empezó a hablar como si hubiera hablado libremente toda su vida. Y fue ahí, seguramente, entre ese fluir, que empezó a fundarse aquello, ese algo que más tarde iba a convertir a Wilson en una leyenda viviente. Dueño de sí mismo, de su voz, de su teatro.

Su teatro. Surgió de ahí. De su propia experimentación y de sus propios amores. Como hizo tanto, en tantas cosas, fue enamorándose un poquito de lo uno y un poquito de lo otro. Y al final, queriéndolo o sin quererlo, todo le funcionó para un mismo fin. Su teatro tenía que partir del movimiento; desde esa experiencia con el cuerpo que él había descubierto de joven, con su profesora. Ese movimiento tenía que llevar al lenguaje y no al revés. Primero el cuerpo, luego el silencio, luego las palabras. En ese orden. Para Wilson, el silencio también hace parte del lenguaje. “Wilson superó a Beckett”, se le escuchó decir alguna vez al dramaturgo Eugene Ionesco, “porque, en Wilson, el silencio es un silencio que habla”.

La intención final de su teatro es comunicar algo por medio de imágenes. No necesariamente hay una trama lineal, sino una serie de imágenes que permiten que algo pase, tanto en el escenario como en el público, que reacciona frente a lo que ve. Y dentro de cada cuadro está todo: el movimiento, el lenguaje, la escenografía y la luz. Sobre todo la luz, que Wilson diseña paralelamente con la escenografía. Hace un dibujo y lo retoca aquí y allá, la oscuridad, la luz, la sombra. Luego hace otro y el proceso es el mismo. Es el pintor que juega con los colores de la iluminación, que la difumina y que maneja el espacio como si éste no tuviera límites. Ese es el teatro de Wilson: la imagen, el movimiento, el lenguaje, la escenografía y la luz. Sobre todo la luz. Ahí el artificio.

La artificialidad. Una serie de imágenes que varían de acuerdo con el juego de luces y la plasticidad de los movimientos de los actores, precisos y sin añadidos. Imagen. Blackout. Imagen. Así fue como Wilson, con la dramaturgia de Susan Sontag, transformó La dama del mar, la obra de Henrik Ibsen, en algo más simbólico que lo que ya era en su texto original. “Es muy frío todo, muy conceptual”, se les escuchó decir a algunos de los asistentes de la función este fin de semana. “Todo es lo mismo con Wilson”, decían. Otros, a diferencia de esos primeros, salieron del teatro conmovidos. “Me pareció hermoso cómo bailaban, cómo se movían”. “Hubo momentos de la historia en que me daban ganas de llorar”. Wilson afirma que prefiere el teatro con un enfoque formalista porque crea más distancia. Dice que entre más controlada sea una obra, estructural, emocional y visualmente, hay más posibilidad de que de ella surja la verdad. Que algo mueva al espectador. En algunos de los asistentes, mientras observaban La dama del mar, ocurrió eso que Wilson teoriza; a otros les pareció una obra bonita, pero distante.

Bob Wilson puede hablar de un teatro que es suyo, porque lo es. Tiene su sello. Él escucha y se escucha dentro de él. Es ese perro que siempre está alerta, con su cabeza, con sus oídos, con su cuerpo. Como un dios omnipresente sobre el escenario. Su teatro fue de él, primero, y luego se convirtió en leyenda. Vale la pena, sin embargo, preguntarse: ¿es, el de Wilson, un teatro para todos?

 

La dama del mar, Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, hasta el 7 de abril.

 

 

amarin@cromos.com.co

@adrianamarinu

 

 

Por Adriana Marín Urrego

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