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Una mujer árabe furiosa

Lo que tiene así a Joumana Haddad es que en el mundo no haya más gente enfurecida: “El mundo necesita más furia, y más mujeres y hombres que crean verdadera y firmemente que sus derechos civiles no están en tercer o cuarto lugar”. Con ese perfil comenzamos una serie sobre los personajes más emblemáticos de la cultura.

Sorayda Peguero Isaac
23 de septiembre de 2016 - 02:00 a. m.
La poeta libanesa Joumana Haddad, quien se ha dedicado a romper con los esquemas de su cultura. / Maya Alameddine
La poeta libanesa Joumana Haddad, quien se ha dedicado a romper con los esquemas de su cultura. / Maya Alameddine

Cualquiera podría cruzarse con ella en el aeropuerto internacional Rafic Hariri de Beirut. Es como su segunda casa. Siempre entra por la puerta número 2. Y siempre lo hace con el pie derecho. Es esbelta, tiene una melena rizada y oscura, y los ojos verdes, o amarillos, depende de la luz. Después del rutinario check-in, de comprar tabaco y un ejemplar de la revista francesa Science et Vie, se toma un capuchino sin azúcar en una cafetería del aeropuerto. A veces aprovecha el tiempo de espera para trabajar en un artículo periodístico —es periodista—, en un poema, o en un libro —es escritora—. Lleva una palabra árabe tatuada en la muñeca derecha: libertad. Habla siete idiomas. Es feminista. Profesora universitaria. Presumida. Madre de dos chicos. Activista por los derechos LGBT. Rebelde y provocadora. Como decía, es una mujer árabe. Pero que nadie le diga que debe adorar a Alá, que cubra su cabeza con un velo, que debe obedecer a un hombre o cómo debe vestirse. Joumana Haddad es una de las ovejas que abandonaron el rebaño.

Recrimina a las mujeres árabes que lloriqueen pidiendo sus derechos en lugar de tomarlos con sus propias manos. En su libro Yo maté a Sherezade (Debate, 2011) advirtió que estaba furiosa y que andaba suelta con “el arma asesina perfecta”. Estranguló a la protagonista de Las mil y una noches y lo contó con una sonrisa peligrosa. La mató sin remordimientos. Porque no la convencieron sus métodos de supervivencia ni el mensaje que transmite a las mujeres: “Las convence de que complacer al hombre, ya sea con una historia, una buena comida, un par de tetas de silicona, un buen polvo o lo que sea, es el modo de ‘abrirse paso’ en la vida. ¿Y a eso lo llaman ‘ingenio’? ¿Y a eso lo llaman ‘resistencia’?”.

Lo recuerda como su “bautismo en la subversión”. Tenía 12 años y el anhelo inocente de un corazón sin miedo. El colegio de monjas en el que estudiaba estaba cerrado por vacaciones. En la sexta estantería de la biblioteca de su padre, un libro pequeño y amarillento llamó su atención. Era una antigua edición de Justine o los infortunios de la virtud, del marqués de Sade. Se sintió atraída por la fascinación de lo prohibido. Leyó el libro de una sentada, y ya nada volvió a ser igual: “Aquel día el marqués me liberó de algunos de mis grilletes mentales. Y tras él hicieron lo mismo otros escritores que escribieron con la misma belleza, con la misma rebeldía y con la misma insolencia que él. En resumen: me pervertí”.

Creció en un barrio pobre de Beirut. Sus padres —cristianos conservadores— la llevaban a misa cada domingo. A una edad en que muchas de sus amigas fantaseaban con actores y cantantes pop, ella leía sin parar, escribía poemas en francés y soñaba “apasionadamente” con otro tipo de estrellas: Pavese, Éluard, Salinger o Dostoievski. Cuando recién salía de la adolescencia —a los 19 años— se casó para huir de la opresión de su casa. Había cumplido los 25 cuando su padre leyó la palabra “pene” en uno de sus poemas. Se horrorizó: “¿No podías haber utilizado en su lugar una palabra como ‘columna’?”. La poeta se negó rotundamente. El momento de empezar a llamar las cosas por su nombre había llegado: escribir poesía erótica sería su instrumento de lucha contra la represión.

Si escucha el sonido de una sirena, su corazón late como el de una fiera perseguida. No lo soporta. Ese silbido evoca la guerra civil libanesa, que empezó el 13 de abril de 1975 —cuando la escritora tenía cuatro años— y terminó el 13 de octubre de 1990. Es el ulular de un viento de muerte: el compendio de lo que significa Beirut para ella. Una ciudad que odia y que no ha abandonado nunca.

La han llamado pervertida, inmoral, corrupta, puta. La han amenazado con escupirla, con apedrearla y con rociar su cara con ácido. El cuerpo es, todavía, un tema tabú en los países árabes. El cuerpo y el erotismo, su mayor fuente de inspiración, la motivaron a crear la revista Jasad (Cuerpo), la primera revista erótica publicada en árabe, especializada en cine, arte y literatura. Un “atrevimiento” que sus detractores no le perdonan.

Según la revista Arabian Business, es una de las 100 mujeres árabes más influyentes. Edita las páginas culturales del periódico libanés An Nahar. Ha publicado libros de poesía, cuento, ensayo y un libro de conversaciones con autores como José Saramago, Umberto Eco y Paul Auster. Su último libro, Supermán es árabe (Vaso Roto, 2014), es un manifiesto que arremete contra los machos, el matrimonio, Dios “y otros inventos desastrosos”.

Kafas (La jaula) es el nombre de una obra teatral que escribió y que se presenta estos días en el teatro Al Madina de Beirut. En la obra hay cinco mujeres árabes —una cubierta con un nicab, una solterona, una lesbiana, una con problemas de sobrepeso y una prostituta— que dan rienda suelta a sus frustraciones en una consulta ginecológica. Joumana Haddad asegura que la jaula que encierra a las mujeres árabes forma parte de sí mismas: “Se encuentra entre sus piernas —sentencia—. La jaula es su vagina”.

sorayda.peguero@gmail.com

Por Sorayda Peguero Isaac

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