Juan Chuchita es un cuerpo en el que reposa el Caribe. Este hombre es una de las garantías para que la gaita se siga soplando y produzca una frecuencia única que pide palmas y tambora. Subiendo pronto encima de esto, él invoca un lamento agudo que en palabras canta de compadres y tiempos aquellos.
Más que un cuerpo, una voz, Juan Alberto Fernández Polo es un sinónimo, un equivalente de la música. Su nombre trae el ritmo. Sombrero en mano porque llegaron los muchachones, parafraseando a Totó.
Antes del Grammy y las notas de prensa, los Gaiteros de San Jacinto rodaron un tiempo por las calles del barrio La Candelaria de Bogotá, en bares atestados de gente que se agolpaba para ver el milagro en vivo: un puñado de señores ya mayores cargados de fiesta y música y un folclor vivo, desprovisto de erudición, sin haber pasado por la pudrición de un museo. Nicolás Hernández, Manuel Toño García y Juan Chuchita, la alineación base de un grupo musical que, mezclado con miembros más jóvenes, se convirtió en marca genérica. Lo que suene a gaita del Caribe suele ser llamado gaitero de San Jacinto.
La fiesta se iba de largo, a veces hasta después del cierre del local, incluso hasta el borde de la oscuridad. Sin público y algarabía, Juan Chuchita, Nicolás y Toño, los miembros mayores del grupo, aparecían callados, más por timidez que antipatía. Parranderos reservados.
En una dirección improbable, enclavada cerca del barrio Egipto, se agolpaban todos. Era una vivienda fría, húmeda incluso. Triste. Se tomaron su tiempo, desempacaron los instrumentos y con las primeras notas estaba claro que no importaba la sombra de los Cerros orientales, ni los nubarrones helados, ni lo inhóspito del lugar. La casa protege al soñador y en ese momento la gaita y la voz de Chuchita soplaron una ensoñación deliciosa y bienhechora.
Los gaiteros como monumento, aunque sin el mármol y las palomas. Una institución descomplicada, llena de un verdor que parece no marchitarse con los años, para disfrute de una audiencia global que va a sus conciertos en bares remotos y en los grandes teatros del mundo.
Una vida para cantar. “Porque hablar de la gaita es retroceder caminos / es meterse en el ayer y en la ciencia del indio / es recordar muchos tiempos que hace siglos se han ido / pero dejando la mezcla de cultura y de civismo / Un fuego de sangre pura que con lamentos se canta”.