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¿Usted ya reclamó su cédula?

Más allá de ser una identificación, la cédula en Colombia es el reflejo de disputas políticas, del inconformismo y la exclusión que se presentaron a lo largo de la historia del país

TATIANA ACEVEDO, acevedo.tatiana@gmail.com
16 de octubre de 2011 - 08:17 p. m.

Todo colombiano, inmerso en rutinas de trámite y fila, tiene una relación estrecha con su documento de identidad. A la cédula le sacamos duplicado, fotocopia o ampliación al 100%. La autenticamos, la apostillamos, se la mostramos diariamente a cajeros, vendedores, porteros y funcionarios varios. Sin embargo, no siempre todos los mayores de edad tuvimos acceso al imprescindible papelito que, en el transcurso de nuestra historia, ha sufrido todo tipo de transformaciones.

Fue hace 77 años, durante el primer gobierno del liberal Alfonso López Pumarejo, que se le dio inicio al primer proceso de cedulación nacional. En la tarea colosal participaron jurados electorales, alcaldes y funcionarios de la Policía Nacional y el ministerio de Gobierno. Desde Bogotá viajaron fotógrafos y cajas con cámaras, papel y tintas especiales, mientras al exterior de las respectivas alcaldías las filas y personas se amontonaban.

No cualquiera calificaba para el proceso, pues para entonces únicamente eran considerados ciudadanos los varones, mayores de 21 años, que tuvieran trabajo u “otro medio legítimo y conocido de subsistencia”. Existía incluso un conjunto más selecto de ciudadanos de primerísima categoría, conformado por aquellos hombres que sabían leer y escribir o que tenían ingresos anuales altos. Sólo este reducido grupo de hombres podía votar en elecciones para Senado y escoger al presidente de la República.

Las primeras cédulas, de diez por siete centímetros, contenían el nombre del ciudadano, el tipo de elecciones en que podía participar, su domicilio, filiación política, edad, color de piel, estatura, clase y color de cabellos. Especificaban también modalidades de la frente, boca, labios, ojos y nariz, así como señales particulares en la cabeza, cara, orejas o manos, defectos físicos visibles y la huella del índice derecho.

Un funcionario era el encargado de medir y decidir sobre los rasgos o defectos físicos de cada uno de los hombres de la fila. “Cabello liso abundante”, “Nariz de base levantada” o “Frente pronunciada” eran características que se consignaban con letra cursiva en las respectivas casillas, al tiempo que se naturalizaban toda una gama de colores de piel. Algunos de ellos eran el “trigueño pálido”, el “trigueño oscuro”, el “trigueño rosado”, y las dos variantes del “moreno”, claro u oscuro.

Con la introducción del sufragio universal masculino, sólo dos años después, todo el proceso tuvo que volver a comenzar y se expidió una cédula más pequeña, pero casi idéntica a la anterior. En 1950, tras haber contratado los servicios de una misión de consultores canadienses, el gobierno de Laureano Gómez inició una nueva tanda de cedulación nacional. La nueva cédula, que por primera vez se entregó laminada y se mantuvo vigente hasta entrados los ochenta, incluía la altura, el color de piel y las señales particulares del ciudadano.

Los nuevos documentos fueron expedidos a los mayores de 21 años, excluyéndose a las mujeres, quienes, junto con los menores de edad y los presidiarios, se identificaban mediante una ‘tarjeta de identificación’ expedida por la oficina de correos. Nadie hablaba todavía de concederles derechos políticos a las colombianas, pues mientras los liberales desconfiaban de los curas que podrían influenciar a las mujeres, los conservadores simplemente desconfiaban de las mujeres. Esta situación cambió en 1954, cuando se otorgó a la mujer el derecho a elegir y ser elegida y se le expidió la cédula a Carola Correa de Rojas Pinilla, en su momento esposa del presidente de la República.

A primera vista, la de la cédula es una historia de la técnica. De papeles importados, sellos, huellas, formularios y microfilms. Pero también es un relato de disputas políticas, gobiernos que no cedularon a la oposición, brotes de inconformismo y pedidos de inclusión. Y una historia, más allá, de las relaciones entre el Estado y la ciudadanía. De poblaciones que en ocasiones se sintieron frágiles e incómodas ante un funcionario, representante de un Estado que sentían lejano, que los clasificó, los describió y los nombró. La historia de cuando el colombiano le puso la cara al Estado.

Por TATIANA ACEVEDO, acevedo.tatiana@gmail.com

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