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Vagancia absoluta y relativa

La segunda película del cineasta colombiano Rubén Mendoza se estrenó el 6 de noviembre del 2014 y seguirá estrenándose cada vez que un ser humano pase a engrosar la lista de los habitantes de la calle. Aquí el por qué todos deberían ir a verla cada vez que se reproduzca en las salas de cine alternativo.

Daniela Mejía
11 de abril de 2015 - 03:52 a. m.
Redes sociales Memorias del Calavero. / Antonio Reyes interpreta al Cucho, personaje principal de Memorias del Calavero.
Redes sociales Memorias del Calavero. / Antonio Reyes interpreta al Cucho, personaje principal de Memorias del Calavero.

Un tipo de ‘eterno retorno’, así es como Rubén Mendoza se define. Por ese eterno retornar nació Memorias del calavero (2014): El Cucho, Antonio Reyes en la realidad, fue parte del elenco de La sociedad del semáforo (2010) y con su historia cautivó a Rubén, que decidió mezclar las anécdotas de “un viejo que llevaba tres décadas de rechazo y desastre con su propia familia y en su vida” con un falso documental. El resultado es un viaje que inicia en las calles del cartucho de Bogotá y tiene como destino final Santander, donde El Cucho tiene presupuestado contar su más grande secreto para después morir. En el medio, el protagonista nos revela apartes de su vida, la que no está escrita en los libretos pero sí en las cicatrices de su cuerpo y con retazos de su propia experiencia más las ideas del director el largometraje cobra forma.

“Dice Bergman en su libro Linterna Mágica que sólo improvisa el que está bien preparado, y esto podría parecer una gran improvisación, pero hasta el caos y las sorpresas en Memorias del calavero tenían un diseño previo. Y aunque hay un gran nivel de resignación sobre el cómo, – dice Rubén –, el qué siempre estuvo claro”.

Memorias del Calavero puede ser abordada de muchas formas, de manera tierna y arrebatada: El Cucho que vive en completo caos, que mientras nosotros dormimos juega, se burla, y hace todo lo contrario. La narración de su vida camina con los pies en el cielo y la cabeza en la tierra. Al revés. No hay comienzos ni desenlaces, todo se concentra en miles de nudos enmarañados que hacen de su existencia el contrapeso de la nuestra. La película nos cuestiona, con sus tomas a lo Gaspar Noé, sobre el poder de la naturaleza, la imponencia de las montañas y de las almas que se arriesgan a escalarlas en contraste con esos 4,59 millones de seres que están en la indigencia y nos despiertan toda clase de amores y odios. El filme también es un viaje a través de la historia de la calle del cartucho: Las imágenes del pasado, de esa calle, son de las primeras que impactan al vidente. Con las imágenes también vienen las historias de los niños que amanecen muertos y que desde el vientre lo único que han conocido es la droga, de las mujeres que terminan encerradas con perros rabiosos para ser asesinadas en frente de todos.

Luego, su demolición, cuando tumbaron los edificios pero no lograron borrar las historias que vivían en ellos y pasaron a ser fantasmas diseminados por toda la ciudad. Después, el cucho es uno de esos fantasmas, la historia de esa calle pasa a ser la historia de su vida y resistencia. Un viaje en el tiempo que nos permite ver, de alguna manera, los estragos de la revolución industrial cuando, dicen los antropólogos, debido a la transición del campo a la ciudad nació el término “niño de la calle”. Seres humanos que pasaron a ser cifras que se acercan en los semáforos, se cuelan en los buses y nos piden monedas. Rubén toma un número de esa cifra y nos lo pone de frente, sin adornos y con brotes absurdos tanto en la técnica como en la historia.

Además, aborda al Cucho sin adornos lastimeros. Evita los juicios y prejuicios, acepta otro saber: “Yo me acerco a esa gente sabiendo que el güevón es uno, que a lo que voy es a aprender. No voy a pretender manejar sus códigos, voy a agachar la mirada humildemente”. Luego dice una verdad universal para los que se fusionan con la película “él (el Cucho) es una radiografía de Colombia, el país más feliz de la tierra. Pero él está enfermo por dentro, el mal corre por sus venas. Le diagnosticaron cuatro meses de vida, se impuso y ahora lleva diez años”. El viejo ama de la única manera que un colombiano puede amar, el viejo ríe de la única manera que un colombiano puede reír, el viejo es tan manipulable de la única manera que un colombiano lo puede ser, el viejo está roto de la única manera que un colombiano puede estarlo.

Celebrar la valentía del vago, oponerse a todos los principios cristianos que nos inculcaron los que nos parieron. No a la droga. No a la fornicación. No al no estudio. No a la no responsabilidad. No a dejar hijos tirados. Al Cucho le cuesta adaptarse al ritmo del mundo pero hay que ser muy valiente para no hacer nada y olvidarse del rigor de la existencia. Por eso todos los cobardes deberían ir a verla.

 

Por Daniela Mejía

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