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Vargas Llosa escapa de la realidad

En la tercera parte de su entrevista con , el Nobel de Literatura peruano revela los pormenores de su próximo libro, una adaptación teatral del ‘Decamerón’ de Boccaccio.

Nelson Fredy Padilla
27 de abril de 2014 - 02:00 a. m.
Vargas Llosa en 2011 ,como actor de su obra ‘Las mil noches y una noche’, en la que, acompañado de una bella Sherezada, interpretó al rey Sahrigar en el mismo Palacio de Bellas Artes de Ciudada de México donde esta semana se hizo el homenaje póstumo a Gabriel García Márquez. / EFE
Vargas Llosa en 2011 ,como actor de su obra ‘Las mil noches y una noche’, en la que, acompañado de una bella Sherezada, interpretó al rey Sahrigar en el mismo Palacio de Bellas Artes de Ciudada de México donde esta semana se hizo el homenaje póstumo a Gabriel García Márquez. / EFE

Mario Vargas Llosa vuelve hoy a Colombia con la alegría de haber terminado el nuevo libro Los años de la peste, ocho cuentos inspirados en el Decamerón de Boccaccio y cuya versión teatral será estrenada el 15 de enero de 2015 en el Teatro Español de Madrid, probablemente con él como actor.

En su estudio en Lima le contó a El Espectador cómo esta obra le permitió escapar de la realidad durante el último año y medio en un homenaje a los 700 años del nacimiento del escritor italiano Giovanni Boccaccio, el autor de los cien relatos que componen el volumen que el nobel peruano considera “inventó la prosa narrativa italiana e inauguró la riquísima tradición del cuento en Occidente”. Releyéndolos empezó a imaginarlos en escena y a construir diálogos, pero antes de convertirlos en una pieza teatral viajó a Certaldo, el pueblito medieval donde el intelectual italiano hizo de la peste negra que devastó a la ciudad de Florencia en 1348 un clásico en el que un grupo de jóvenes huye de esa epidemia letal contando historias irreverentes y fantásticas mientras morían 40.000 de sus paisanos a causa de la enfermedad transmitida por las ratas que trajeron el virus en los barcos cargados de especias de Oriente.

Vargas Llosa llegó en pleno invierno a la casita donde el teólogo Boccaccio habría escrito durante tres años “esos cuentos licenciosos y geniales” contra el clero. Al calor de una sopa de migas y verdura, acompañada por ribollita toscana y un vinito local que “rastrilla el paladar”, empezó a sacar en limpio lo que quería hacer: una adaptación libre en la que selecciona relatos por gusto y los recrea.

“Acabo de terminarla —dice satisfecho—. Adapto ocho cuentos y Boccaccio es personaje de la obra. A mí siempre me fascinó el comienzo del Decamerón”. Y lo recita de memoria: “Humana cosa es tener compasión de los afligidos, y aunque a todos conviene sentirla, más propio es que la sientan aquellos que ya han tenido menester de consuelo y lo han encontrado en otros: entre los cuales, si hubo alguien de él necesitado o le fue querido o ya de él recibió el contento, me cuento yo”. Invita a imaginarse la situación: “Viene la peste y están confinados los florentinos. Un grupo decide meterse a una casa y escapar por la imaginación contando cuentos. Me pareció una situación teatral muy dramática. Sin poder salir de allí, cercados por la muerte, escapan con la fantasía. Eso me dio vueltas en la cabeza durante mucho tiempo”.

Se emociona como el adolescente de 16 años que en 1952 escribió La huida del inca, su primera obra llevada a escena en el colegio San Miguel y el Teatro Variedades, le digo. “Es que mi sueño de chico era ser autor teatral, sino que en esa época no había casi movimiento teatral en Lima. Era una frustración, y escribir obras era correr el riesgo de no verlas nunca en un escenario. Eso me empujó más hacia la narrativa, aunque al final he escrito bastantes obras de teatro (nueve)”. Admite: “Durante muchos años oculté, como un vergonzoso pecado de juventud, esta obra teatral”, pero ahora le agradece haberle hecho entender que hay historias que “sólo sobre un escenario cobran la animación y el esplendor de las ficciones logradas”.

Vuelve a “la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito” y lo animan más recuerdos: la obra que escribió en memoria de su abuela centenaria, la Mamaé, que como último acto de vida “cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción”. Ese papel lo encarnó Norma Aleandro. Vuelve al “paraíso de la infancia”, a “la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari”. Cuando escribir era el juego de un niño sin padre, no una forma de rebelión, “de escapar a lo intolerable”.

Después de posicionarse como uno de los grandes novelistas latinoamericanos, recobró ese espíritu picaresco escribiendo obras como Kathy y el hipopótamo (publicada en los años 80), que lo llevó a inaugurar su legendaria colección de esculturas de hipopótamos, centinelas de sus bibliotecas, encantadores para él por holgazanes y proclives al sexo. “Ahora caigo en cuenta de que aquí falta uno”, dice mientras señala una mesita donde están en filas diagonales 39 figuritas de todo tipo de materiales, regalos de muchos y obras de escultores como el japonés Aldo Shimora. “Me lo robaron”, denuncia. Son los mismos que mostró su amigo escritor Alonso Cueto en la exposición Mario Vargas Llosa, la libertad y la vida, que aborda las distintas facetas del escritor, incluida la teatral.

“El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir aquel drama con incas”. Una relación que analiza en el prólogo de su dramaturgia reunida, publicada en 2006 por Alfaguara y exaltada en el discurso de recepción del Nobel de Literatura en 2010: “Mi amor por el teatro dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia”.

Desde que descubrió “el teatro de Brecht” nunca dejó de leer ni de ver lo que han significado para este arte Shakespeare y Stanislavski. Se detiene en franceses como Jean Vilar, creador del Festival de Avignon, y en el Odeón de Jean-Louis Barrault.

Con ellos en la mente y la pluma, estrenó en 1981 La señorita de Tacna, la historia de una mujer que, tras romper con su novio, se queda soltera el resto de la vida, protagonizada en México en 1983 por Silvia Pinal. En 1986 escribió La Chunga. En 1993 El loco de los balcones, sobre un hombre empecinado en rescatar los balcones de Lima. En 1996 Ojos bonitos, cuadros feos.

El investigador y crítico Óscar Rivero-Rodas, en el libro El metateatro y la dramática de Vargas Llosa: hacia una poética del espectador, dice que, “a diferencia del teatro tradicional, que explica o refleja la crisis de la conciencia de los personajes por los actos objetivos y concretos de éstos, el teatro de Vargas Llosa acude a la representación de la conciencia en crisis para iluminar y explicar con ella los actos empíricos y concretos”.

Le recuerdo Al pie del Támesis, la obra entre humorística y trágica que se presentó en un acto de beneficencia en Bogotá en 2009. “Claro. La escribí a partir de una anécdota que me contó Guillermo Cabrera Infante. Me dijo que había recibido una llamada de un poeta venezolano que frecuentábamos en los años sesenta, Esdras Parra. Se vieron, pero cuando llegó Esdras se había cambiado de sexo en una época en la que esa era una operación rara. Guillermo me contaba de su sorpresa y la incomodidad que sentía porque no sabía cómo tratarlo, si como varón o como señora”. Vargas Llosa la escenificó en Londres y fue de las que más se demoró en terminar porque el primer borrador era de los años 70. La tendencia unificadora de su teatro es la sátira, “la ironía verbal y la ironía dramática como recurso narrativo”, concluyó María Elvira Luna Escudero-Alie en una investigación para Georgetown University basada en El loco de los balcones y Ojos bonitos, cuadros feos.

También le resalto que en 2003 se presentó en Bogotá una versión de su novela La fiesta del chivo, dirigida por Jorge Alí Triana. Asiente y se sonríe cuando le recuerdo al Vargas Llosa actor en Odiseo y Penélope (2006) o en Las mil noches y una noche (2008), en el papel del despótico rey Sahrigar junto a una bella Sherezada.

¿Qué siente al interpretar su propia ficción? , pregunto. “El teatro es la ficción encarnada. Para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, vivirlas en carne propia, hacerlas realidad, es una experiencia extraordinaria. Los autores viven la ficción y los espectadores también de una manera que nunca tiene el novelista que siempre ve como algo nublado e inmaterial lo que crea”. Se sintió más cómodo en La verdad de las mentiras, donde hizo, por ejemplo en Chile, una de las lecturas dramatizadas de los cuentos Una rosa para Emily, de Faulkner; Diles que no me maten, de Rulfo; El infierno tan temido, de Onetti, y El Aleph, de Borges.

Vuelvo a su interpretación del Decamerón para preguntarle si actuará como Boccaccio, al que construyó como personaje apoyado en el recorrido por Certaldo hasta su tumba, donde dejó una hoja de laurel, y por la aldea de Corbignano, donde hay otra casa en la que vivió; en la investigación en la Biblioteca Medicea Laurenziana de Florencia, en la consulta de manuscritos originales del escritor que hizo que la Comedia de Dante se empezara a llamar “divina”. “Vamos a ver —responde—. He hecho un pacto con el director (el español Joan Ollé). Si la memoria me lo permite voy a actuar, pero vamos a decidirlo en los ensayos que empiezan en noviembre”.

Se siente orgulloso de que desde 2008 funcione en un auditorio de la Biblioteca Nacional de Perú, en Lima, un teatro con su nombre. Vargas Llosa ha vuelto a sus años de tablas y al “temblor excitado del principiante”. Además de entrenar la memoria, el nobel quiere estar en buena forma física para moverse, no arrastrarse, por el escenario. Y para ello es primordial su caminata diaria de una hora y media mañanera. Cierra el telón con un sarcasmo: “Como actor me va mejor que como político”.

 

npadilla@elespectador.com

Por Nelson Fredy Padilla

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