El Magazín Cultural
Publicidad

Volver la destrucción belleza

Piedad Bonnett escribe sobre lo que no tiene nombre, porque un escritor puede prestarnos sus palabras para nombrar las congojas y porque puede ofrecernos su sufrimiento para que entendamos el que nos agobia.

Angélica Gallón Salazar
05 de marzo de 2013 - 09:06 p. m.
Piedad Bonnett publica su libro ‘Lo que no tiene nombre’,  en donde desentraña el suicidio de su hijo después del  padecimiento de  una enfermedad mental. / Óscar Pérez
Piedad Bonnett publica su libro ‘Lo que no tiene nombre’, en donde desentraña el suicidio de su hijo después del padecimiento de una enfermedad mental. / Óscar Pérez

¿Quién tiene la posibilidad de volver el dolor una pulsión para crear cosas bellas? Tantas madres lloraron sus hijos muertos sin poder darle nombre al dolor. Tantas tuvieron que dejarlos para siempre en el silencio. ¿Quién podría entonces prestarnos unas palabras para nombrar esas congojas, ofrecernos su dolor para desentrañar el que nos agobia? No muchos pueden hacerlo; un poeta, un escritor puede.

“En un proceso de duelo en donde uno está preso de una situación afectiva que te aplasta, resulta liberador poner al servicio de otra cosa tanto dolor. Volver ese dolor, sin saber muy bien cómo, en la creación de algo más. Convertir eso, finalmente, en una cosa hermosa, lograr belleza a partir de eso que te destruye”, dice Piedad Bonnett, quien ha acudido a la escritura callada, a las palabras, para darle nombre a lo que no tiene nombre: el suicidio de un hijo.

“Siempre vendrá quien me diga que nos queda la memoria, que nuestro hijo vive de una manera distinta dentro de nosotros... Pero la verdadera vida es física, y lo que la muerte se lleva es un cuerpo y un rostro irrepetibles: el alma que es el cuerpo”, escribe Bonnett.

Ante la evidencia de que había sobrevivido, ante la altanería de que la vida le siguiera dando vida después del siempre temido episodio de la muerte de su hijo Daniel, ante la certeza de poder decir “aquí estoy”, Piedad Bonnett supo que la única forma de seguir parada en el mundo era escribir. Su hijo había buscado estudiar administración artística en la Universidad de Columbia como una estrategia para darle a su cabeza caótica unas rutinas, unos tiempos estrictos que le ayudaran a lidiar consigo mismo. Ella también tenía que encontrar un lugar para ordenar el mundo. Su mundo se lo ordenó el lenguaje.

Pasaron así un par de meses y empezó a escribir sus fragmentos. Apeló a su memoria, a lo que pudiera sacar de ella, y fue dándose cuenta de que a pesar de la nebulosa que trajo la noticia del suicido, sus ojos de escritora habían visto, habían recopilado los signos que otros dieron por sentados, para ella misma entender el porqué. “Traté de combinar la cosa puramente narrativa con un aliento poético, porque lo que yo sí no quería era un montón de reflexiones de una mamá agobiada por un dolor”.

El libro, editado por Alfaguara, es así no sólo una sucesión de fragmentos que intentan hacerle heridas a la muerte y que desatan de cuando en vez un remezón entre los ojos, es también un comprender, un conocimiento sobre esa enfermedad que los médicos tardaron tres años en nombrar.

Es un viaje valiente para señalar la frialdad de médicos que no merecen más que unas meras iniciales en un libro en donde todos llevan nombres propios, es un intento por conocer más sobre la enfermedad mental y el suicidio. “A partir de hechos que va sabiendo por nosotros mismos, nos explica que la llamada tormenta perfecta, que potencia el suicidio requiere tres factores: uno físico (en este caso la enfermedad), uno subjetivo (¿tal vez la sensación íntima de fracaso?), y uno social (quizás... la insufrible amenaza del examen público)”, escribe Bonnett, quien a unos días de que el libro salga a librerías sentencia: “Tenía que hablar de una cosa que la gente caricaturiza, o que mira con distancia, y resulta que los enfermos pueden estar ahí sentados en un salón de clase o en la oficina. Pienso que hay vidas de enfermos mentales que tienen redención y la tendrían si estuvieran en las mejores manos, y mejores cuidados. Nosotros estuvimos en un completo abandono, en un desconocimiento de la enfermedad que ahora nos duele mucho”.

Lo que no tiene nombre es un libro escrito con miedo, miedo a los consecuencias, a lo que dijera la gente que no lee y sí juzga, pero a la final es un libro terminado y publicado con la certeza de que, como lo dijo Borges en un poema, “cuando el último objeto de un hombre que ha muerto ya no está en manos de nadie, ese hombre murió”. Piedad Bonnet pone a Daniel en sus manos. ¿Qué más puede hacer ella ante la muerte?

Por Angélica Gallón Salazar

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar