El Magazín Cultural
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'Y sin embargo, crecen flores'

Dos mujeres víctimas del conflicto armado en los Montes de María, en el Caribe colombiano, cuentan sus historias y hablan desde su descarnada experiencia sobre lo que debería ser la reparación.

Paula Santana
06 de agosto de 2012 - 10:29 p. m.
Yoladis Zúñiga y Petronila Mendoza se despojaron de su condición de víctimas para ayudar a otras mujeres a enfrentar el horror de la guerra. / Camilo Aldana
Yoladis Zúñiga y Petronila Mendoza se despojaron de su condición de víctimas para ayudar a otras mujeres a enfrentar el horror de la guerra. / Camilo Aldana

Su silencio esconde algo más que palabras. Sus heridas son incurables, indelebles. Respira largo y pausado mientras encuentra el valor para recrear los hechos de ese funesto día, doce años atrás, cuando los paramilitares irrumpieron a patadas en su casa y asesinaron a su esposo.

Petronila Mendoza, de 52 años de edad y habitante de uno de los corregimientos de los Montes de María, en la región Caribe colombiana, hace parte de los miles de campesinos que tuvieron que desplazarse a ciudades aledañas, cuando entre 1999 y 2002 llegaron a la zona grupos paramilitares comandados por alias Cadena y alias Juancho Dique, que con más de 50 masacres impusieron su campaña de terror.

Yoladis Zúñiga, de 45 años, que en los noventa lideró un comité campesino para luchar por las necesidades de los pobladores de la vereda El Respaldo y que a brazo partido abrió la primera escuela para los niños de la comunidad, recogió con sus propias manos el cuerpo de su compañero acribillado por las autodefensas.

“Cuando los paramilitares iban por la ruta que conecta al Carmen de Bolívar con El Salado, a mi esposo lo detuvieron en la carretera y lo mataron a tiros. Las personas que iban con él fueron degolladas”, dice Zúñiga, que con indignación y fiereza en su mirada recuerda la feria de sangre de El Salado.

Entre el 16 y el 21 de febrero de 2000, cerca de 450 paramilitares torturaron y asesinaron a 66 personas, quienes fueron estigmatizados como colaboradores de la guerrilla por vivir en un corregimiento que se convirtió en lugar estratégico para los grupos armados ilegales.

El miedo, las amenazas y el asesinato de sus seres queridos obligaron a estas mujeres a abandonar su tierra. Dejaron atrás un paraíso donde las frutas caían de los árboles, los animales les daban de comer y el suelo era generoso, para estrellarse con el asfalto en la ciudad de Barranquilla.

Allí, desorientadas y deambulando con sus hijos y las pocas pertenencias que pudieron llevar consigo, Petronila Mendoza y Yoladis Zúñiga se conocieron a través de la Fundación Infancia Feliz. Dedicada en un principio a contrarrestar la desnutrición infantil, la organización tuvo que responder al éxodo masivo proveniente de los Montes de María y otras regiones del país y redirigir sus esfuerzos hacia las víctimas del conflicto.

Con acompañamiento psicosocial y capacitación aprendieron a vivir con el dolor. Las escenas de horror plagan con frecuencia sus sueños, pero fueron capaces de sobrevivir a la tragedia, de resistirla y de despojarse de su condición de víctimas. En un escenario de impunidad, estas mujeres han logrado exigir la restitución de sus derechos y, aunque se sienten abandonadas por el Estado colombiano, poco a poco han reconstruido sus vidas y las de sus familias.

Mientras que el debate sobre la verdad, la justicia y la reparación se ha dado entre especialistas y académicos, y mientras en el Congreso se habla de Ley de Víctimas y el presidente Juan Manuel Santos dice tener las llaves de la paz, la voz de las víctimas se ahoga en el abandono. Su memoria todavía permanece bajo la sombra del relato de los victimarios, que figuran ante el Estado como depositarios de una verdad y llenan con sus declaraciones los medios de comunicación.

“Los ‘paras’ nos piden perdón entre risas y miradas frías. Lo que yo quiero es que se limpie el nombre de mi esposo”, afirma una de las mujeres que desde hace tiempo viene luchando por un subsidio de vivienda.

Con el objetivo de abordar el tema de la reparación desde la voz y la experiencia de las víctimas, el Centro Internacional de Justicia Transicional (ICTJ) acaba de lanzar el documental Y sin embargo, crecen flores, que cuenta la historia de Yoladis Zúñiga y Petronila Mendoza.

Para María Camila Moreno, directora del ICTJ en Colombia, las víctimas no son sólo cifras. “Son personas de carne y hueso, con mucha dignidad y con una mirada muy clara sobre las medidas que el país debe tomar para responder a su derecho a la reparación. Es necesario darles la palabra, para que la reparación responda a sus necesidades”.

En el video de 30 minutos, estas líderes comunitarias, que ahora tienen su propio colectivo para empoderar a otras mujeres, comparten sus reflexiones sobre lo que debe hacer el Estado para garantizar una reparación integral. Salud, educación, vivienda y atención psicosocial son algunas de sus peticiones.

Ellas, junto a las demás víctimas de los 360.000 hechos denunciados que se apilan en los tribunales de Justicia y Paz, concuerdan con que sus expectativas no han sido satisfechas y que les hicieron promesas que no han sido cumplidas. Para la periodista Marta Ruiz, no sólo se trata de señalar las insuficientes pero bien intencionadas políticas de restauración del Gobierno, ni de sus medidas viables pero de difícil aplicación. La búsqueda de la justicia no se agota en la justicia penal y la verdadera reparación se resume en una palabra: confianza.

“No dudo de la voluntad política del Estado, o mejor, del Gobierno, en su intención de reparar económicamente a las víctimas, ni en la de la justicia, de encontrar la mayor dosis de verdad en este laberíntico y a veces kafkiano proceso de justicia y paz. La realidad es que ni el Gobierno ni la justicia ni el Estado ni la población civil han podido encontrar un camino de reparación del daño moral, que es esencialmente un daño político, que ha dejado y sigue dejando el conflicto”, explica Ruiz.

La convicción de que aquello que les pasó es irrepetible y de que la sociedad luchará hasta el cansancio en nombre de un sistema de valores para que esos atropellos no se vuelvan a dar, no es precisamente el sentimiento que inunda los corazones de las víctimas.

“Es desamparo lo que sienten los campesinos. Porque la guerra de las grandes masacres y el gran despojo es una guerra rural. No ha sido Colombia un país en guerra, ha sido una porción de su territorio. El otro ha seguido acumulando riqueza y pánico, asistiendo al espectáculo de la muerte desde el burladero, a lo sumo desde un corrillo de orgullosos que observa mientras sigue su camino, como aquellos conductores que bajan el vidrio y la velocidad para ser espectadores del accidente en una carretera”, afirma la periodista después de ver el documental.

La guerra es aún más aterradora cuando se asume con naturalidad. Las garantías de no repetición y la justicia sólo podrán existir cuando se reconozcan las responsabilidades desde los ámbitos políticos, jurídicos y económicos. Pero también cuando la sociedad colombiana reconozca su indiferencia, su conformidad frente a una cultura de la ilegalidad y el patrocinio de ésta a la impunidad penal, moral. Cuando no haya silencio y olvido.

Por Paula Santana

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