El Magazín Cultural
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Zalamea a bordo, o sentir con todo el cuerpo

“Cuatro años a bordo de mí mismo” es una novela emblemática para la literatura colombiana y ha sido reeditada varias veces. Aquí les contamos por qué.

José Luis Garcés González *
26 de junio de 2016 - 02:00 a. m.
Eduardo Zalamea Borda (1907-1963), “Ulises”, fue subdirector y el alma de la redacción de El Espectador a mediados del siglo pasado. / Fotos: Archivo - El Espectador.
Eduardo Zalamea Borda (1907-1963), “Ulises”, fue subdirector y el alma de la redacción de El Espectador a mediados del siglo pasado. / Fotos: Archivo - El Espectador.
Foto: Practicante Diseño

1. Hacia la aventura

Son los años veinte del siglo XX. Un joven cachaco bogotano abandona la capital y se dirige, en busca de una forma diferente de ejercer la vida, hacia el Caribe colombiano. Ya en la costa llega a Cartagena, a Puerto Colombia, y de allí, como en un turbio juego en el cual apostara su juvenil existencia, se dirige a La Guajira, a esa región que para muchos no era más que desolación y misterio.

Ese trayecto de aventuras estará signado por el descubrimiento de una extraña percepción; por el hallazgo de una manera distinta de ver, valorar y disfrutar o padecer la vida; por la captación de una sensualidad brusca y experimental. Allí, en ese antagonismo, entre la ciudad que dejó y la región arisca y peligrosa que se ofrece ante sus ojos, en esa búsqueda introspectiva, en el tratar de hallarse a sí mismo, estriba la esencia de la novela Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda, periodista cultural de El Espectador, escritor, e impulsor inicial del cuentista García Márquez, nacido en Bogotá en 1907 y fallecido en la misma ciudad en 1963.

De entrada parece haber una contradicción entre la actitud de un interiorano que abandona sus lares y su carga cultural, sometiéndolas a cuestionamiento, y la posesión de una cultura que niega o se distancia de los valores en los que el narrador fue criado. Era una forma de negarse a sí mismo, o de hallar o confrontar en él una nueva sensibilidad. Un cachaco que se costeñiza parece no tener presentación. Pero ya centenares de casos se han dado, y cuando se realiza con convicción es una actitud bastante respetable. La transferencia de personalidad en la literatura tiene el caso paradigmático de don Quijote y Sancho, el cual nos exime de otros ejemplos. Además, en la novela hay una narrativa del yo y otra narrativa que nos cuenta la fiereza del paisaje, en las cuales Zalamea parece escribir con los códigos lingüísticos de un escritor costeño.

2. Búsqueda de la sensualidad plena

El narrador de la novela de Zalamea Borda nos dice que hay que captar el mundo, las cosas o la vida con la agrupación conspirativa de los cinco sentidos. No asumirlos con la individualidad sensitiva. Pues no sólo hay que ver, oír, palpar, gustar, tantear en términos separados. No, hay que apropiarnos del mundo invirtiendo en el esfuerzo la fortaleza de los cinco sentidos. Así lograremos la utilización total de la sensualidad. La sensualidad no es, pues, como algunos creen, un asunto de sólo cuerpo. La sensualidad es, por la arista en que se aborde, la captación de todos los sentidos del universo que nos ofrece nuestro entorno. En Cuatro años a bordo de mí mismo, Zalamea Borda afronta la sensualidad desde todo el espectro de la oferta “sentipensante”. Y dentro de este concepto, lógico, caen los seres y las cosas. Digamos: la luz, el mar, la mujer, la soledad, el peligro, el viento que aúlla, los viejos marineros y ese ramillete múltiple que chisporrotea en nuestras proximidades. Inclusive podemos extender el enunciado a las ciudades que le hablan al personaje desde la piedra, la madera, las cantinas; desde ese rumor confabulado de olores, sonidos y sabores que, como un torbellino, y con diversos énfasis, se pasea por todo el universo de la novela. De entrada podríamos mencionar a Meme, esa mujer de “senos en descenso”, arrabalera y hetaira, que deja su cuerpo sembrado como recuerdo atroz en la memoria de los hombres. Por ello, para el narrador, Santa Marta huele a frutas, mientras que Puerto Colombia tiene un olor agrio.

3. De lo caribe y de lo andino

La contradicción entre el frío andino y el calor caribeño quizá es el mismo antagonismo entre las dos sensualidades, entre las dos culturas, entre las dos filosofías de la vida. El personaje-narrador tal vez busca resolver esa antagonía, pero tengo el temor de que sólo logra acentuarla. Él no se incorpora con la plenitud de su alma a la cultura guajira: la observa, la reflexiona, la vincula a él parcialmente, y la narra hasta estructurar una valiosa síntesis etnográfica. Sin embargo, mantiene un porcentaje aceptable de independencia cultural. En muchos casos la critica, pero jamás la maldice. Pues su debilidad está anclada en gran parte en todo lo que ilumina y lo que brilla; todo lo que tenga que ver con la luz es un elemento que doblega al narrador. La luz que se apodera de todo desde que el mundo se inicia al abrirse desde temprano como una flor mañanera. Esa presencia que posee y establece su dominio sobre todo lo que existe al alcance de su brillo, incluyendo al personaje principal. Tan distinta de la Bogotá opaca y sombría de aquellos tiempos.

En la antropología cultural se polemiza acerca de los procesos de aculturación y de transculturación, entre otros. ¿Qué se podría decir, entonces, de un joven andino que, hastiado de sus valores, tiene como objetivo esencial llegar hasta La Guajira a hacer y a vivir una nueva vida? Es discutible el proceso. ¿Hay en ese diálogo cultural, aculturación transitoria y transculturación permanente? Ese es un interrogante para los expertos. Al personaje de Cuatro años a bordo de mí mismo no le interesa dirimir ninguna controversia de este tipo. Para él, lo fundamental es introducir su cuerpo y su espíritu en esa nueva realidad que lo estremece y lo hiere hasta los tuétanos. No quiere el personaje-narrador inmiscuirse en reyertas académicas. Él niega, se afirma y se vuelve a negar. Se lastima a sí mismo. Se autocritica, pero más adelante se rectifica. En estos casos, él es la negación de su negación.

4. El rencor, el amor, la muerte

En La vorágine era el caucho, era la selva inclemente e impenetrable; en Cuatro años a bordo de mí mismo era la sal, o el sol, o las mujeres. En los comienzos, si se quiere, era la sal y la sal surgió del agua y ocupó la playa, llegó a la tierra y le dio trabajo y mujer al hombre. Pero también le dio el odio, los rencores, el amor y la muerte. Esta puede semejar una novela del remoto oeste o del lejano desierto colombiano, donde los pistoleros no tienen otra tarea estratégica que hacer turno para morir. O puede parecer un cuadro en donde el temblor vespertino del mar se traga el lánguido sol del crepúsculo para irse inapelable hacia el fondo de los sueños.

Sexualidad, sensualidad, adulterio y rencores, deudas de sangre y cuerpos que palpitan cuando la infidelidad aparece a la distancia de la mano que sugiere o acaricia, o cuando el semen traidor preña un hijo adulterino. Y allí, en cercanía dolorosa, otros personajes, que fueron marca deleble e indeleble para el joven bogotano que está a bordo de sí mismo: Anashka, Rosita, Khumare, Pepita, Meme, Enriqueta, Lolita, Francisca, las indias, el Chulo, Luisito, Chema, Máximo, Hernando, y Manuel, Pablo y Víctor, muertos estos tres últimos por las ruindades del amor, que en las salinas son sexo, voluptuosidad, posesión ajena y violencia explícita. Pero hay también, y situado en otro ámbito de valores, un personaje inolvidable, que aparece al principio y que luego retorna al final: el viejo Dick, marino holandés indoblegable y solitario, hombre que no bebe trago ni ama a las mujeres; actitud que él explica así: “Y por eso yo no amo ni bebo. Para poder amar el agua y las olas, las tempestades y los palos de los buques; para poder sentir la blancura de una vela y el rumor de un viento es necesario ser puro, con la boca recién nacida, con la boca sin besos, que la hacen amarga y dolorosa”. Fuerte y bien logrado personaje este Dick, que amenaza con ahogarse en el mar en el instante mismo que no pueda mantenerse en contacto íntimo con sus aguas sagradas.

Cabo de la Vela, Manaure, Bahía Honda, desierto matrero que guarda magias comprobables y secretos tenebrosos o espléndidos. Desierto que cruje bajo los pies cubiertos de guaireñas y se mete para siempre en el alma. Sol, luz, soledad, rudos amores, cuerpos con sed de agua y sed de cuerpos. Hambre, debilidad que como prefacio de la muerte te da largos sueños y terribles delirios. Distancias que producen nostalgias y noches que braman con el batir del viento y con la convulsión de la cópula que se da en el rancho solitario, en el agite sombrío del burdel o en el campo abierto bajo la vigilancia del cielo oscuro y de las estrellas sin sosiego.

5. Se agotó la aventura

El narrador se había marchado de la ciudad capital expresando por ella toda la carga de su hastío. Casi su rabia. Esa ciudad fría e hipócrita poco le decía a su espíritu; la conocía en sus deplorables entrañas. Pero ahora, después de cuatro años, se acaba el trabajo en las salinas y lo declaran cesante. Le toca el retorno. No sabe a dónde. Regresar es la obligación y la consigna. Ir hacia otro desafío. Llevar consigo, como un acumulado invaluable, todas las prácticas de vida y de sensualidad, cuando sus cinco sentidos han bebido experiencias diversas y ha amortizado la deuda con su vitalismo interno y con su fuerza física. Ya el mundo material le había hablado. Su espíritu ha captado esa voz. La materia múltiple y diversa se ha expresado, y él la ha percibido, la ha tenido próxima y la ha gozado o padecido. Y ya se ha oído hablar a sí mismo. Ha escuchado a su daimon. Ha manipulado la materia y ha experimentado el espíritu. No ha buscado el equilibrio, porque para nada le interesa la serenidad o la ecuanimidad en su vida. Ha soportado la noche y el día. El sol y la sombra. El sueño y la vigilia. El hartazgo y el hambre física. El temor y la tranquilidad. El silencio y los ruidos que proceden de la oscuridad alevosa. La belleza peligrosa de las mujeres provocativas que iban con él en los cayucos, o que aparecían en los pueblos o llegaban a las salinas. Ya había decidido que siguieran con él los dos libros que había traído: Los trabajos y los días, de Hesíodo, y El viajero y su sombra, de Nietzsche, aunque a este todavía le debía la lectura inicial. Ya había conocido esas caras duras, golpeadas y ajadas por el azote del viento y la voracidad del salitre. Él no era igual, ni en apariencia ni en esencia, al joven que había salido cuatro años atrás de la Bogotá indolente. Él había pasado por los trajines, los peligros y los afanes, ya fuesen en el mar, en tren, en bote o a pie, próximo a los desprecios y a las bajezas, cercano a los arrecifes de la muerte, y, como querían Gorki y Hamsun, se había graduado de hombre en las adversidades cotidianas. No sólo había existido; había vivido. Con dolor, con temor, con el deseo encendido, el sexo vigente y los amores fallidos. Con luces y sombras, que es el mestizaje obligatorio de la vida.

* Catedrático de la Universidad de Córdoba y coordinador de El Túnel, grupo cultural de Montería. Su más reciente libro es Luis Striffler en el Sinú y otras narrativas históricas. jlgarces2@yahoo.es

 

 

Por José Luis Garcés González *

 

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