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Noticias desde una frontera caliente

El jueves se cumple un mes del cierre del límite entre Colombia y Venezuela. Crónica sobre una ciudad acostumbrada a la ilegalidad.

Mariángela Urbina Castilla
08 de septiembre de 2014 - 11:10 a. m.
Cúcuta, con casi 700.000 habitantes, es la sexta ciudad más grande de Colombia. Imagen del paso fronterizo / Archivo
Cúcuta, con casi 700.000 habitantes, es la sexta ciudad más grande de Colombia. Imagen del paso fronterizo / Archivo

La frontera hierve. Son las 2 de la tarde. El sudor es compañía permanente de quienes atraviesan el puente Simón Bolívar, que une Venezuela con Cúcuta. Mariela* lleva dos horas estancada en una hilera interminable de carros. Regresa del lado venezolano en un auto viejo sin aire acondicionado. Baja los vidrios en un intento fallido de refrescarse. En Cúcuta, la brisa es un mito inventado por la misma persona que dijo que esta es la ciudad más arborizada de Colombia. Pero no se desespera, pues las compras para la fiesta de 15 años de su hija le salieron casi gratis: whisky del mejor, comida, detalles para los invitados, todo por 250 mil pesos. Esperar horas para cruzar la frontera entre Colombia y Venezuela vale la pena. “Ni que fuera boba para comprar en Cúcuta”, dice Mariela.

Esa frase es una variación del dicho “El vivo vive del bobo”, muy común en la ciudad. El vivo compra en Venezuela y el bobo en Cúcuta. La tasa de cambio es inmensa: un bolívar venezolano vale 30 centavos de peso colombiano. Revender en Colombia productos comprados en el país vecino es rentable. Pero según Mauricio Villán, funcionario de la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales de Colombia (DIAN), en Cúcuta, el contrabando desde Venezuela es doblemente nocivo: “le hace daño a la producción colombiana y está dejando a Venezuela desabastecida”. Para finales de 2013, unas 5.000 personas fueron capturadas, aunque según Villán, este solo es el 30% de quienes viven del contrabando en la frontera.

Motocicletas a precio de bicicletas

Hace treinta años, “si usted quería pagar en pesos en una tienda de ropa, ni siquiera lo atendían, le pedían pagar en bolívares”, recuerda la cucuteña María Carvajalino. Un bolívar costaba 17 pesos colombianos. A comienzos de los años 90, la moneda sufrió su primer remezón. “Ya no costaba 17 sino 5 pesos, y los dueños de negocios empezaron a quebrar, incluso muchos se suicidaron desesperados”, agrega.

Johanna Magrovejo, profesora de Comercio Internacional en la Universidad Francisco de Paula Santander de Cúcuta, cuenta que “el bolívar perdió todo su valor con el gobierno de Hugo Chávez”. La inflación en Venezuela se disparó y desde hace años es muy débil. Una motocicleta vale en Venezuela lo mismo que una bicicleta en Colombia.

Carmen*, cucuteña que vive en Venezuela desde hace más de 20 años, es dueña de un supermercado con el que suma 2 billones de bolívares en ganancias. Con la situación política y social en Venezuela, teme que el gobierno en cualquier momento la expropie y teme hablar de su situación. Desea volver a Cúcuta. Pero sus ganancias quedarían reducidas a unos 500 millones de pesos colombianos, que la dejarían sin muchas posibilidades de iniciar un nuevo negocio.
Regalos de la revolución socialista

En Venezuela hay protestas a diario. Después de la muerte de Hugo Chávez y con la llegada al poder de Nicolás Maduro, la oposición se hizo aún más sonora. Algunos críticos del gobierno de Maduro han sido detenidos y crecen las denuncias de ataques graves por parte de los militares y los llamados “colectivos”, fuerzas paramilitares, contra manifestantes.

Cúcuta recibe los coletazos, escucha todas las peleas del vecino y acoge muchos de los inconformes. La guardia venezolana, que vigila el paso fronterizo, siempre ha tenido fama de brutal e injusta. De un día a otro, la frontera amanece cerrada y miles de personas pierden días enteros: colombianos y venezolanos que trabajan o estudian del otro lado. “A mi hermano y a mí nos ha tocado meternos por la trocha para llegar al colegio. Una vez me agarró un guardia y me empujó y me puso contra el suelo”, dice Camila*, una estudiante que, como muchas de las fuentes citadas en este reportaje, prefiere no ser llamada por su nombre. Los guardias tienen ojos en todas partes.

Y mientras que a personas como Mariela, la guardia venezolana muchas veces les decomisa sus pequeñas mercancías, a otras les permite pasar grandes cargas comercializables en Cúcuta. “Uno se las arregla con el ‘mosco’, porque si usted intenta pasarle plata al guardia directamente, se mete en un problema. Antes sí se podía, pero ahora la cosa es más difícil”, afirma Hugo*, un contrabandista. El ‘mosco’ es la persona con la que se acuerdan las cantidades del soborno. Para el contrabandista colombiano, el negocio es muy rentable, pues al guardia se le paga en bolívares.

Mafiosos, trabajadores informales y dentistas sin pacientes

El contrabando es una herramienta muy útil para lavar grandes cantidades de dinero del narcotráfico. La DIAN es muchas veces condenada por una ciudad que no entiende que comprar en Venezuela y vender en Cúcuta sin pagar los impuestos correspondientes es un delito. El periódico cucuteño La Opinión informó a comienzos de este año que vendedores informales descontentos por los controles de la DIAN atacaron una de sus sedes e intentaron quemarla.

Según la Federación Nacional de Comerciantes (Fenalco), Cúcuta es la ciudad con el mayor porcentaje de trabajo informal de Colombia: de todos los trabajadores de la ciudad, 72% lo hacen de forma informal. Según Guillermo Infante, gerente de Coagronorte, cooperativa que reúne a pequeños agricultores de arroz de la región, “las ventas de arroz han caído en un 500% a causa del ingreso de arroz venezolano a Cúcuta”. Profesionales de otras áreas, no relacionados directamente con el comercio, también se han visto afectados. Según Ciro Arango, director de la sede departamental de la Sociedad Colombiana de Ortodoncia, el número de pacientes ha disminuido en 80%.

Cultura del delito

Durante los últimos años, la sociedad cucuteña ha desarrollado una complacencia con la violencia y la ilegalidad, que atraviesan todos los sectores de la vida en la ciudad. La bloguera Alejandra Omaña describió hace poco al “cucuteño promedio” como alguien quien “por lo menos una vez en su vida ha cometido un delito o pensó en cometerlo”. Al texto le llovieron críticas de todos los sectores y la autora, objeto de insultos y amenazas, tuvo que suspender sus estudios de Comunicación Social en Cúcuta, pues temía por su seguridad.

Pero el Malecón de Cúcuta, uno de los pocos espacios donde corre el aire, y un lugar popular para salir de noche, luce radiante: carros lujosos abiertos de par en par con música a todo volumen. La gente bebe y luego conduce. Niñas de todos los estratos se prostituyen, las calles se llenan de mansiones, pero nadie quiere saber de dónde vino el dinero para construirlas.

Sin embargo dicen que hay esperanza. “Cúcuta es una ciudad de gente pujante. El índice de desempleo disminuyó. La calidad de frontera se está convirtiendo en su fortaleza. Este es un lugar de oportunidades”, asegura el alcalde de la ciudad, Donamaris París. Sin embargo, para la profesora Magrovejo, la solución es mirar más allá de Venezuela, buscar nuevos horizontes comerciales. Mientras llega el futuro, el sol sigue hirviendo en la frontera.

Artículo publicado originalmente en la revista ‘Humboldt’, del Goethe-Institut Bogotá: goethe.de/colombia/magazin

*Nombres cambiados por seguridad.
 

Por Mariángela Urbina Castilla

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