Oriente Medio pide más que bellas palabras

Barack Obama tiene el poder de sorprender a los escépticos, pero, ¿será capaz de tomar acciones en esta difícil zona internacional?

Philip Stephens /Financial Times
24 de marzo de 2013 - 03:32 p. m.
El presidente Barack Obama saluda al pueblo israelí, en su visita por Oriente Medio. / AFP
El presidente Barack Obama saluda al pueblo israelí, en su visita por Oriente Medio. / AFP

Barack Obama da buenos discursos. Lo hizo de nuevo en Jerusalén. Pocos pueden igualar al presidente de Estados Unidos en reunir un entendimiento inteligente en pentámetros poéticos. Por eso su retórica ascendente engendra tantas veces una decepción. Las palabras se convierten en un sustituto, en cambio de un preludio, para la acción.

Los líderes se dividen entre los que respetan los parámetros establecidos del poder y la política, y los que se salen de ellos. Obama hasta ahora está en la primera categoría. A pesar de toda su elocuencia, el viaje de esta semana ha demostrado los límites de la ambición estadounidense. Oriente Medio está en llamas. El presidente ha concluido que no hay mucho que hacer al respecto.

Sus funcionarios dicen que esto es injusto. Un esfuerzo por mejorar las relaciones entre Benjamín Netanyahu, el primer ministro de Israel, y respaldar el compromiso inquebrantable de Estados Unidos hacia su seguridad fue una base vital en el esfuerzo por restaurar los diálogos de paz con los palestinos. La labor ahora será asumida por John Kerry, un secretario de Estado ansioso por navegar el campo minado de la diplomacia medio oriental. Eso está muy bien, pero las buenas intenciones de Kerry no valen mucho si el presidente no está listo para asumir riesgos.

La Casa Blanca dice que, al hablar directamente con los israelíes, Obama obtendrá una palanca sobre Netanyahu. Estará satisfecho con el ruidoso aplauso de la multitud, cuando insiste en que la única garantía de paz es que no haya guerra con Palestina. Pero otras visitas presidenciales se han visto enmarcadas en objetivos más tangibles. La palanca funciona cuando ésta tiene un propósito.

Netanyahu no disimula su desprecio por un acuerdo de dos Estados, ni para esa gracia, por un presidente que esperaba que perdiera contra el republicano Mitt Romney en las elecciones de noviembre. La expansión ilegal que el primer ministro ha hecho de los asentamientos del Banco Occidental está diseñada para anticiparse al Estado palestino que Obama considera esencial para la paz duradera.

La mayoría de los electores israelíes parecen dispuestos a aceptar la estrategia de Netanyahu. Puede que no compartan su objetivo de un gran Israel que envuelva a la Judea y Samaria bíblicas, pero la turbulencia en Siria y en el mundo árabe los persuadió de que es demasiado arriesgado tomar riesgos para la paz.

El mensaje de Obama fue otro: que entre más peligrosa sea la vecindad, más importante resulta que los israelíes busquen un acuerdo con los palestinos. Pudo haber añadido que, al humillar a la Autoridad Palestina liderada por Mahmoud Abbas, la política de Netanyahu termina favoreciendo a Hamás, un grupo más militante. Además dijo que los asentamientos habían aislado a Israel en la comunidad internacional.

El imperativo, no obstante, es el liderazgo de Estados Unidos. Las pocas esperanzas que había por un acuerdo de dos Estados desaparecen del todo sin un compromiso presidencial sostenido. Si Obama no está preparado para proporcionar su autoridad personal al intento por reunir a las dos partes, sencillamente está diluyendo sus frases elocuentes en un terreno estéril.

La perspectiva general hacia Oriente Medio no da campo para ser optimista, y es una mezcla entre un duro realismo y un debilitante fatalismo, si la principal fuerza de la región, los Estados Unidos, opta por un estatus de observador. Como no puede acabar la guerra en Siria, entonces se mantiene al margen. Es preferible no intentar empujar a Netanyahu y Abbas hacia la mesa de negociación, pues el presidente corre el riesgo de gastar un muy apreciado capital político.

Uno debe ser siempre cuidadoso al acusar a los Estados Unidos por abstenerse de intervenir en el Oriente Medio. Desde su papel en derrocar a un gobierno electo en Irán en la década de 1950, hasta su apoyo a Saddam Hussein en la década de 1980, a la posterior invasión de Irak, el precedente de Washington en esta parte del mundo difícilmente ha sido ejemplar. La guerra civil entre chiítas y sunitas, que se desenvuelve en la región, ha llevado a los presidentes de los Estados Unidos que apoyan el avance de la democracia a compartir la cama con personajes bastante autoritarios.

La necesaria prevención, sin embargo, no es lo mismo que una inacción estudiada. Aunque quiera dar el “giro” en dirección a Asia, los Estados Unidos no pueden eludir sus intereses y responsabilidades en la región. Permanecer desentendido, a medida que el conflicto en Siria genera una nueva ola de jihadistas con un potencial acceso a armas de destrucción masiva, tiene sus propios riesgos. La ausencia de un progreso sólido hacia un Estado palestino confirmaría un creciente antiamericanismo entre los musulmanes que Obama esperaba contrarrestar en El Cairo.

El presidente de los Estados Unidos, por supuesto, tiene en su poder el sorprender a los escépticos. Le recordó al régimen de Irán que está dispuesto a utilizar la fuerza para impedir que Irán construya una bomba nuclear. Cada conversación que he tenido con quienes están cerca de él coincide en que no está tratando de engañar. Pero hay un acertijo: ¿cómo podría un presidente con el convencimiento suficiente, si es necesario, de iniciar una guerra contra Irán, fracasar en comprometer su prestigio y poder en la causa de la paz en Oriente Medio?

Por Philip Stephens /Financial Times

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