“El mérito más grande de un actor es ayudar al que olvidó su línea”: Patricia Llinás

La fama se quedó al lado del neurocientífico Rodolfo Llinás, pero a su hermana menor, Patricia, la llevan en el corazón cientos de jóvenes bogotanos que se formaron como actores bajo su batuta.

PABLO CORREA
23 de marzo de 2017 - 03:00 a. m.
Desde hace tres décadas, Patricia Llinás dirige el Grupo de Teatro Camaleón. / Óscar Pérez.
Desde hace tres décadas, Patricia Llinás dirige el Grupo de Teatro Camaleón. / Óscar Pérez.

En Sabanalarga (Atlántico), donde se radicaron los primeros inmigrantes españoles de apellido Llinás, se dice que la inteligencia es peste. Una peste que contagió al neurocientífico Rodolfo Llinás y también a su hermana menor, Patricia, que entre las sombras y tras bastidores de los teatros bogotanos ha formado a lo largo de 30 años varias generaciones de actores.

Su relación con el teatro comenzó como comienza el amor. Se acababa de divorciar de su esposo a finales de los años 70 cuando emprendió un viaje por Suramérica. En Lima se refugió en la casa de su amiga y actriz María José de Zaldívar. Todas las noches la acompañaba al teatro y en el día la veía memorizando sus libretos, declamando sus líneas, explorando los matices de cada personaje. “Me pegué la enamorada más salvaje del teatro”, cuenta Patricia sentada en la sala de su apartamento en Bogotá. Los actores del Grupo de Teatro Camaleón acaban de irse. Las sillas están desordenadas por el ensayo de una nueva obra. Un revolver de plástico descansa sobre una mesa y, a un lado, se ve doblada la piel del oso polar que compró su papá, el médico Jorge Llinás, en un viaje a Canadá en 1947. Usualmente es el tapete que decora la sala.

En Lima, el director peruano Marco Leclere le abrió un espacio como asistente y a su lado aprendió los primeros trucos de la dramaturgia. Regresó a Colombia embriagada de amor por el teatro. Preguntó en el Club Los Lagartos si podía hacerse cargo de la producción de las obras y le dijeron que sí. El tiempo libre lo ocupó en otra idea que también cosechó en ese viaje: crear un mercado de las pulgas en la Plaza del Chorro de Quevedo. Lo bautizó el Mercado del Piojo y se encargó de que allí sólo se vendieran antigüedades que sobrepasaran los 70 años.

En la casa de los Llinás existía un principio pedagógico muy claro: “Vívalo y entíendalo”, solía decir el doctor Llinás a sus hijos. Eso significaba que la mejor forma de aprender era sumergirse en el problema, entender el contexto, conectar las ideas. Cuando el teatro se convirtió en su profesión, comenzó a viajar casi todos los años a Nueva York durante las vacaciones. Siempre se las ingeniaba para convencer a los administradores de los teatros de Broadway para que le permitieran asistir a los ensayos y estudiar los secretos detrás de los telones.

Las directivas del colegio Gimnasio Campestre le pidieron hacerse cargo de las clases y el grupo de teatro del colegio. “Mi primera reacción fue decir que no, porque no quería trabajar con adolescentes. Pero la experiencia fue maravillosa” –recuerda Patricia–, me di cuenta de que eso era lo que me gustaba”. Durante los siguientes 30 años convirtió el teatro juvenil en la principal herramienta pedagógica para cientos de jóvenes de ese y otros colegios bogotanos.

“El teatro era el cincuenta por ciento de lo que hacíamos, el otro cincuenta por ciento del tiempo discutíamos temas culturales, políticos, cualquier tema, no había prohibiciones, era un espacio de libertad”, cuenta Patricia. Pero había una norma: nadie podía comentar nada de lo que pasaba dentro del teatro. Aun así el rumor de una profesora no creyente, estricta pero amable, sin prejuicios y amante de la libertad, se extendió por otros colegios y llegaron a tocar la puerta del grupo jóvenes de otros lugares. Ver “convertirse en cisnes a los estudiantes a los que sus compañeros le hacían matoneo” se volvió una razón más para hacer lo que hacía.

Los problemas del colegio muchas veces se traducían en obras de teatro que ella escribía. Si Patricia se enteraba de que otros profesores estaban en líos enseñando un tema particular de química, álgebra o historia, incluso el Big Bang, se las ingeniaba para crear una historia que no olvidaran los alumnos. En cuanto concurso teatral se presentaban los camaleones, siempre regresaban con algún premio.

En su teatro no había divas ni divos. “Siempre les inculqué que el mérito más grande de un actor no era saberse el parlamento, sino ayudar al que no se lo sabía”, recuerda Patricia. La lista de sus herederos es extensa. El que tal vez los colombianos tengan más fresco en su memoria es Andrés Parra, el actor que representó a Pablo Escobar en la serie El patrón del mal.

Patricia selló desde niña un pacto de complicidad con su hermano Rodolfo. Aunque siguieron caminos radicalmente distintos, él intentando descifrar el origen de la conciencia y ella recreando una vez tras otra la magia del teatro, en el fondo su lucha ha sido la misma, una batalla campal contra la ignorancia y un intento por extender la peste de la inteligencia por toda Colombia.

Por PABLO CORREA

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