Entre la reclusión y la universidad: el renacer de un joven científico

Desde hace año y medio Andrés está privado de la libertad en un centro de reclusión para menores. Hace seis meses un juez le concedió un permiso especial para asistir a clases y ahora es un alumno brillante de ingenería electrónica.

19 de julio de 2018 - 04:15 p. m.
Entre la reclusión y la universidad: el renacer de un joven científico

Andrés Felipe Escobar* tiene 19 años, es aficionado a la física cuántica y vive en dos mundos que se dan la espalda. Desde hace año y medio está privado de la libertad en un centro de reclusión para menores, y hace seis meses comenzó a estudiar ingeniería electrónica en una de las mejores universidades del país. Tiene una condena de siete años por un delito que cometió cuando estaba en el colegio, pero por su buen comportamiento el juez le concedió un permiso especial para asistir a clases.

Todos los días a la madrugada, Andrés se baña, tiende la cama y hace un protocolo de aseo que casi siempre incluye limpiar el baño, el pasillo y la sala de estar del centro de reclusión. Entre semana, cuando va a la universidad, camina desde su habitación hasta el salón de guardia, una especie de canal que lo conecta con el mundo exterior, un limbo entre la reclusión y la libertad. Allí se cambia de ropa y saca los cuadernos, el celular, el computador y otros objetos que no puede tener en su cuarto de recluso. Firma la planilla de egreso en la portería, va hasta el paradero, espera el primer bus que lo lleve a la avenida y luego toma otro para la universidad. Se demora más de una hora en el trayecto, pero va feliz. Nunca se imaginó que iba a poder estudiar una carrera profesional.

Como cualquier estudiante universitario Andrés saca fotocopias, va a la biblioteca y estudia para los parciales. Al llegar al salón, apaga el celular y se sienta en primera fila “para estar más atento”. Si tiene tiempo entre clase y clase, aprovecha para darse “una vuelta” o encontrarse con su mamá; no le gusta que ella tenga que ir a visitarlo los domingos porque las requisas son muy fuertes. Si no, almuerza en la universidad y se queda leyendo o diseñando videojuegos, páginas web o aplicaciones móviles: “Nadie quiere ir a encerrarse tan rápido”, dice.

“Si necesito hacer un trabajo en grupo o tengo la reposición de alguna clase, le aviso a mi equipo psicosocial. Si no regreso les toca enviar una notificación al juzgado, emiten una orden de recaptura y me quitan todos los beneficios”, asegura Andrés mientras me muestra el permiso del juez que carga en la maleta por si un policia le hace una requisa o le pide los documentos. Ese papelito arrugado entre los cuadernos es la única garantía de su libertad.

En las tardes regresa a su lugar de reclusión. Se quita los jeans y las camisas de colores, y se viste con el uniforme blanco y azul que distingue a los detenidos. Es el único de los más de cien muchachos infractores del centro de reclusión que está estudiando una carrera profesional. Tres de sus compañeros asisten al SENA y el resto terminan el bachillerato o toman talleres de carpintería, panadería, diseño, informática o costura.

Dependiendo del comportamiento, los muchachos privados de la libertad son organizados en secciones de veinte integrantes cada una. En un lado, los que han liderado un motín o intentado una fuga. En otro, a quienes han pillado con un cacho de marihuana o en medio de una riña. En el siguente nivel, los que les han faltado al respeto a sus profesores o a sus compañeros. Y así sucesivamente. Andrés es del grupo de los juiciosos: de los que recogen basura, podan el pasto o ayudan en la cocina.

Cada noche, antes de irse a dormir, se pregunta: ¿por qué estoy aquí?, ¿por qué la tuve que embarrar?, ¿por qué hice sufrir a una persona y a una familia que no lo merecían?. Andrés sabe que el daño ya está hecho. Como él mismo me dice: “si yo le rompo la camisa, ¿cómo se la voy a arreglar? Eso no se puede. Por más que se la cosa, la herida seguirá abierta, le va a quedar una marca, una cicatriz”.

Andrés acaba de terminar el primer semestre de su carrera universitaria. Ganó cálculo diferencial, álgebra lineal, química industrial, introducción a la ingeniería, y el resto de materias con muy buenas calificaciones. No se puede dar el lujo de perder una materia o de bajar el promedio porque inmediatamente perdería el derecho a seguir estudiando.

“Me sorprende el orden y la limpieza de las universidades privadas; no es como en mi colegio. Las paredes y las mesas siempre están blancas, sin un rayón. Me gusta estudiar acá porque hay muchos convenios internacionales. En el futuro quiero ir al exterior, conocer Alemania o Inglaterra".

***

En la tarde del 10 de octubre de 2016 una patrulla de policías llegó a la casa de la abuela de Andrés con una orden de arresto. “El delito que está registrado en el papel del juzgado es ACV, ¿lo conoce?”, me pregunta mientras hablamos en una pequeña oficina del centro de reclusión. Es junio de 2018. Andrés está en vacaciones y no puede salir. Al contrario del resto de sus compañeros de universidad, preferiría seguir estudiando durante todo el año. Si no hay clases, no tiene permiso para estar afuera.

Ante mi silencio, Andrés se responde a sí mismo: “Acceso Carnal Violento”. “¿Qué sucedió?, ¿cómo le explico?”, se pregunta; y arranca a contar por qué llegó hasta ese punto, por qué cometió ese delito. “Empecemos desde antes. No sé si ha visto niños juiciosos, callados, a quienes les cuesta socializar, con la autoestima por el piso. Así era yo cuando estaba más jóven. Mi autoestima era baja, no podía hablar con las personas, era muy rebelde. Si usted ve a alguien así, con esa descripción, puede que guarde algo que no quiere contarle a nadie. Algo grave que le haya pasado…”

Se detiene. Titubea, mueve las manos, la voz se le entrecorta. “Esto no me gusta contarlo, ni quiero que el responsable se sienta mal, pero a mi también me sucedió. Yo también fui violado. Fue hace tiempo. Tenía ocho años. La persona me invitó a jugar. Yo no sabía nada, si era bueno, si era malo, y le hice caso. Era el familiar de un familiar, un conocido de la casa”.

Nos quedamos en silencio. Andres baja la cabeza, se le escurren las lágrimas, intenta controlar el llanto, continúa. “Después de eso los pensamientos cambian. Uno no vuelve a ser el mismo. Se siente sucio, cochino. Yo crecí así y no lo conté a nadie. No le conté a mi mamá hasta el día de mi juicio. No pude pedir ayuda, por miedo o por ignorancia. Entonces me pasó lo que le pasó al que me violó. Un día, cuando estaba empezando mi desarrollo, cuando el cuerpo se expresaba, cuando sentí deseo de estar con otra persona -no lo llamemos deseo, sino necesidad biológica- hice lo mismo. Violé a un niño”.

“Mientras lo hacía me sentía lo más despreciable del mundo. Quería acabar con mi existencia, pero igual lo hacía. No quería hacerlo, porque sabía que estaba mal, pero igual lo hacía. No quería dañar la vida de otro, como dañaron la mía, pero lo estaba haciendo. Había algo que ni yo sé cómo explicar. Nunca quise dañarlo. Deseaba no haber nacido”.

“Yo quisiera pedirle disculpas directamente a él, pero no lo hago porque sé que se revictimizaría. No he visto al primer violador que le pida perdón a su víctima, cara a cara. Pero puedo resarcir el daño de otras formas, ayudando a que otros no hagan lo que yo hice”.

Andrés termina su relato con un refrán que dice que hay formas de romper el ciclo trágico y evitar que la historia se repita. “Todo violador ha sido violado, pero no todo violado tiene que ser necesariamente violador”.

***

Una mañana de 2017, Samsung llevó al centro de reclusión un proyecto de inclusión social y tecnológica llamado Nómada, compuesto por un maletín interactivo con un televisor de 32 pulgadas, 11 tabletas, un kit de realidad virtual y una serie de dinámicas pedagógicas diseñadas para ayudar a los muchachos privados de la libertad en sus procesos de aprendizaje y alfabetización. Andrés quedó hipnotizado.

“Cuando llegó el Nómada me emocioné mucho. Lo primero que hice, como amante de la tecnología, fue revisar la memoria, la resolución, las características técnicas. El primer aplicativo que bajé era para hacer comics, para contar historias con imágenes en movimiento. Ahí empecé a experimentar y a descubrir que por más encerrado que estuviera el mundo era infinito y no tenía límites”.

Con las tabletas y la asesoría de los profesores del centro de reclusión, Andrés aprendió a programar en HTML, estudió los principios de la física cuántica y, antes de entrar a la universidad, se preparó para el ICFES e hizo un curso de programación en línea con Microsoft que le sirvió para aprobar el examen de admisión de la carrera.

La tecnología le ayudó a cultivar otra de sus pasiones: conocer el mundo, las culturas, las costumbres y las tradiciones de otros países a través de los idiomas. Cada tarde, después de llegar de la universidad, Andrés confiesa que pasa varias horas pegado a la tableta practicando inglés, francés y alemán. Habla con extranjeros en Hello Talk, aprende gramática con Duolingo y escucha canciones de Bon Jovi, Green Day o Nirvana, para mejorar su pronunciación.

“Me considero adicto al estudio. Siempre quiero aprender más y más para que el tiempo de reclusión pase más rápido”, dice Andrés mientras reconoce que, paradójicamente, ninguna de estas actividades las hubiera podido hacer si estuviera libre.

***

Han pasado tres años desde que cometió el delito, dos desde que lo condenaron, y aún le quedan cinco de reclusión. “Los que cometemos delitos más graves somos los que más queremos cambiar. Estoy estudiando lo que quería, una de las carreras más exigentes en las ciencias…He aprendido a perdonarme y quiero trabajar para que la sociedad me perdone. Se que tengo una nueva oportunidad en el mundo”.

El acompañamiento que Andrés recibe por parte de un equipo de pedagogos, psicólogos y trabajadores sociales del centro de reclusión le ha ayudado a reconocer sus errores y a rehabilitarse con éxito. Su proceso va tan bien que incluso está trabajando para convertirse en agente de cambio para el resto de sus compañeros de detención. “Una forma de reivindicarme con la sociedad sería ayudar a cambiar la expectativa de vida de otra persona que haya pasado por una situación similar”.

Los compañeros de reclusión de Andrés reconocen su fuerza de voluntad y su talento. Sus amigos de la universidad valoran su carácter. Aquí y allá se le acercan a pedirle consejo. “Socio, yo quiero ser como usted. Enséñeme inglés, ayúdeme con las matemáticas”, le dicen. Se ha convertido en el ejemplo y en la esperanza de muchos jóvenes que como él quieren rehacer su vida.

Los cantantes internacionales que más le gustan son Pink Floyd, Rihanna y Katy Perry. Se sabe todas las canciones de Enrique Bunbury y de Manuel Medrano, “La mujer que bota fuego, dice, es una mezcla maravillosa de pop y de jazz”. Su héroe es Stephen Hawking. “Es un teso. Mis súper respetos. Lo que logró con su discapacidad no lo ha logrado nadie, me gustaría que siguiera vivo para salir y poder verlo, así fuera a la distancia. No sé cuando vaya a haber otro científico tan grande”.

Es aficionado a Harry Potter y a Star Wars. El libro que más le ha ayudado es Historia de la filosofía sin temor ni temblor, de Fernando Savater. “En el colegio me parecían muy difíciles las clases de ciencias sociales y de filosofía. Si me hubieran puesto a leer este libro habría entendido sin problema lo que querían decir los presocráticos, Aristóteles, Kant o Platón. Ahí uno encuentra tan explícitas las diferencias que no caben las dudas. Si el profe se hubiera referido al mundo espiritual y no al intangible…”, dice Andrés mientras reconoce que en el centro de reclusión hay una biblioteca con muchos libros viejos que toca rescatar antes de que un motín o un incendio se los lleven.

Por su actitud, parece que los sueños y las ganas de vivir de Andrés son imparables. Quiere ser profesional en ingeniería electrónica, perfeccionar el inglés, el francés y el alemán, viajar por el mundo. “Cuando termine la sanción quisiera irme a dar testimonio restaurativo en otro país y seguir estudiando más a fondo la ciencia”.

Andres vive en la frontera de dos mundos. Dos caras de Colombia que casi nunca se miran. Es uno de los 4.460 jóvenes colombianos que en 2016 ingresaron al Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes y, al mismo tiempo, es un alumno brillante, con un promedio ponderado superior a 4.3 en todas las materias de su carrera. “Me da risa ver cómo mis compañeros de la universidad tratan de imitar a los delincuentes. Ver cómo se refieren a ellos y cómo los juzgan: ratas, choros, neas, ñeros, galas. Sí, me da risa ver cómo mis compañeros del centro de reclusión se burlan e intentan remedar a mis amigos de la universidad: gomelos, fresas, pupis, care barbies”. No todos los universitarios son gomelos. No todos los ladrones son ratas. Eso solo se puede descubrir conociéndolos a ambos: “Estamos llenos de prejuicios, vivir en este límite ha sido una experiencia reveladora”.

*El nombre de la fuente ha sido cambiado.

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