Cuando ganan los terroristas

Que actos reprobables de odio, como los que sucedieron en España y Estados Unidos, tengan éxito depende de la reacción de gobiernos, ciudadanos y medios de comunicación. ¿Qué hacer para que el terror no se salga con la suya?

Miguel Benito Lázaro*
22 de agosto de 2017 - 04:43 a. m.
Las manifestaciones de la comunidad musulmana en España en contra del terrorismo crecen. / EFE
Las manifestaciones de la comunidad musulmana en España en contra del terrorismo crecen. / EFE
Foto: EFE - Alejandro García

Convivimos con el terrorismo. Es un fenómeno muy presente en lo que llevamos del siglo XXI. Paradójicamente, habituarnos a él no nos ha dado mejor comprensión de cómo combatirlo y parece que hemos olvidado lo que sabemos sobre cómo es posible derrotar a los grupos terroristas. Lejos de entender el objetivo tras un atentado, nuestras reacciones parecen facilitar su consecución. Lo vimos en Charlottesville y en Barcelona.

Los terroristas no ganan cuando matan. No es la bomba, el disparo o el vehículo lanzado contra una multitud lo que logra un determinado objetivo. La reacción de la sociedad atacada es lo que determina el éxito o el fracaso del terrorismo como medio para algún fin político. Lo que una organización terrorista pretende lograr es una respuesta social que la haga parecer más importante de lo que es. Parecer. Y sobre esa apariencia, expandirse. Ser sentida como algo que no es.

Cuando los terroristas matan, puede parecer que ganan, pero no es cierto. Causan dolor, mucho. Provocan miedo, mucho. Pero el atentado, en sociedades abiertas y democráticas —con sus límites e imperfecciones—, es la demostración de la incapacidad de un determinado proyecto para convencer y alcanzar sus metas por cualquier otro camino. Con el recurso a la agresión, los miembros de los grupos terroristas reafirman su condición mínima, su escasa influencia en un conjunto social. Por eso quiebran los pactos de convivencia mínimos y atacan los derechos más básicos —la vida y la integridad personal—, aquellos que deben ser esenciales y situarse por encima de cualquier reclamación política, ideológica o partidista. Sólo así los terroristas obtienen atención. En el fondo, un atentado terrorista es la plasmación máxima de que la organización que lo ejecuta es pequeña y sus miembros son irrelevantes y están aislados.

Las células terroristas las forman pocas personas en sociedades complejas, compuestas por millones de personas. En ese sentido, la violencia, como acto social indeseable y que debe ser rechazado, es —debería ser en sociedades sólidas y con principios claros— una acción desesperada de un grupo abocado a su extinción. Pero los terroristas no ganan cuando matan. Cuando los terroristas ganan —algo, por mínimo que sea— es después. La acción en sí misma no logra nada. La reacción de los gobiernos, de los medios de comunicación y de la ciudadanía es lo que determina el éxito o el fracaso.

Los terroristas ganan cuando la autoridad establece medidas de control y represión draconianas, buscando un objetivo imposible, como es la seguridad absoluta. Y cuando ésta se antepone a la libertad. Cuando se minimizan las garantías a los derechos y libertades individuales. Cuando un gobierno convierte a todo ciudadano en un sospechoso. Cuando la presunción de inocencia se convierte en presunción de culpabilidad. Cuando el equilibrio y las garantías judiciales se reducen. Cuando se autoriza la guerra sucia. Cuando se toleran acciones paraestatales y extrajudiciales. Cuando se responsabiliza a todo un grupo o comunidad por lo que hacen algunos de sus miembros.

Por eso las palabras cuentan. Porque definen y acotan. Cuanto más preciso es el diagnóstico, más acertada la receta. La radicalización terrorista es mucho más sencilla si la mano dura es la única respuesta.

Cuando, en lugar de estrategias para incidir en el aislamiento del grupo terrorista, se desarrollan acciones represivas indiscriminadas, el Estado amplía la base de apoyo social y de reclutamiento de los terroristas. Para ser eficaz en la lucha contra el terrorismo, un gobierno debe primero perfilar bien quién constituye la amenaza y cuál es el alcance real de la misma. Sólo así puede diseñar los mecanismos legales, potenciar las capacidades de los cuerpos de seguridad y de inteligencia que responden a las necesidades reales. Y, sobre todo, sólo con precisión se puede crear un discurso que, a largo plazo, demuestre la ilegitimidad de las acciones terroristas.

Tal vez sea más fácil —o rápido— optar por la militarización, la represión sistemática, el establecimiento de limitaciones de los derechos humanos de determinados grupos, etc. Quizá sea más sencillo pensar que a los que causan miedo indiscriminado se les vence con sus mismas armas. Puede ser más sencillo, pero no da resultados. Al contrario, cualquiera de esas acciones hace al Estado ilegítimo, agresor en lugar de protector, y el Estado democracia sólo gana cuando es legítimo, porque entonces retiene el apoyo de la ciudadanía.

Los terroristas no ganan cuando matan. Ganan cuando los medios de comunicación repiten sin cesar las mismas imágenes de heridos y muertos. Cuando, por la necesidad urgente de algo que decir en una situación inesperada, caótica y en desarrollo, dan voz a rumores sin confirmar y a bulos —a veces hábilmente distribuidos por los mismos terroristas y sus redes de apoyo—. Los terroristas ganan cuando los medios de comunicación no informan sino confunden. Cuando muestran imágenes o procedimientos policiales en curso. Los informadores profesionales deben ser rigurosos y deben ser conscientes de que todo atentado terrorista busca un determinado efecto mediático. Repetir en bucle las mismas imágenes o testimonios de testigos en shock —con una visión muy limitada de lo que ocurre—, crea la sensación de que los terroristas son muchos, que están en todas partes a la vez, que su acción es constante. Cuasi infinita. Que no para nunca. Y así lo que se hace es propagar el miedo. Lo que los terroristas quieren.

Los terroristas ganan cuando en redes sociales —un instrumento que ha cortado el nexo de dependencia del terrorismo con los medios de comunicación clásicos— se desata la cacería. Cuando muchas voces, asustadas o movidas por el odio y dotadas de un poderoso megáfono —Facebook, Twitter, WhastApp, etc.— empiezan a regurgitar desinformación y prejuicios. Cada mensaje que dice algo como “los musulmanes nos odian” o “los del Sur son todos unos racistas” está estigmatizando a un segmento inmenso de individuos y, al hacerlo, dan credibilidad a los terroristas que claman que su lucha es inevitable, necesaria, maniquea y absoluta, y que no hay alternativas: “nosotros” contra “ellos”.

Las generalizaciones de trazo grueso proyectadas en las redes sociales se convierten en instrumentos de los terroristas. Por eso es necesario volver a decir que no todos los musulmanes son yihadistas —de hecho, muy pocos lo son—. Del mismo modo que son pocos los anglosajones blancos del Sur de los Estados Unidos que son supremacistas blancos, miembros del Ku Klux Klan o nazis.

Dicho esto, lo que sí debemos tener claro es que el nazismo y el yihadismo (normalmente de inspiración salafista y wahabita) conciben la violencia y el miedo como sus medios esenciales de acceso al poder. Por eso son ideologías inaceptables que deben ser erradicadas de la vida social.

Los terroristas también ganan cuando se les justifica y tolera. Cuando no se les culpa por sus actos. Cuando no se dice que son terroristas. Cuando Donald Trump hace piruetas para no condenar a nazis y racistas como responsables de la violencia en Charlottesville, los justifica. Los iguala a otros movimientos sociales y políticos, cuando no hay modo de hacerlo. Cuando el partido político Candidatura de Unidad Popular (CUP) en Cataluña culpa al capitalismo, impreciso y difuso, de los actos de una célula de yihadistas concretos. De nuevo, los justifican. Convierten en víctimas a aquellos que pensaron, planificaron y atacaron a los transeúntes de las calles de Barcelona.

En los pasados días, nazis y yihadistas en Charlottesville y Barcelona lograron mucho de lo que se proponían. Depende de nosotros que en el próximo atentado —sí, lo habrá, la seguridad absoluta no existe— no sea así. La deuda que contraemos con las víctimas es negar la victoria a sus verdugos. Es responsabilidad de cada uno, en lo que pueda hacer, estar a la altura de ese compromiso.

* Historiador e internacionalista / @mbenlaz

Por Miguel Benito Lázaro*

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