El miedo en voz alta

Barcelona es la ciudad que muchos de mis amigos y yo escogimos para vivir. Aunque al principio fue una casualidad llegar hasta aquí, me bastaron unos meses para entender el significado de eso que llaman “encontrar un lugar en el mundo”. Ahora tenemos la tristeza de formar parte de la lista de ciudades atacadas por el terrorismo.

Isabel-Cristina Arenas
21 de agosto de 2017 - 04:00 a. m.
Imagen de la reunión de algunos de los familiares de las víctimas, luego del aentado del jueves pasado en Barcelona.
Imagen de la reunión de algunos de los familiares de las víctimas, luego del aentado del jueves pasado en Barcelona.
Foto: EFE - Quique García

Libertad es una palabra que me gusta asociar con Barcelona. Viví en una calle llamada así: Libertat, y es una especie de religión para los que vivimos aquí. También era una sensación en el aire que hasta el 17 de agosto había permanecido intacta. Uno intenta ignorar el miedo a que “pase algo” cuando vive en un lugar que sale cada día en los periódicos de todo el mundo: “Barcelona, epicentro de turistas de España”, “Barcelona, 25 años después de los Olímpicos” y de pronto: “Matanza en Las Ramblas de Barcelona”. La primera sensación cuando uno se entera que algo así ha sucedido es de incredulidad y medio segundo después el miedo, el frío en las rodillas ¿Dónde están mi familia, mis amigos?

El edificio de mi trabajo está a dos calles de donde ocurrió el atentado: la furgoneta que entró a toda velocidad por la calle peatonal más turística de la ciudad mató a 13 personas y dejó heridas a 88, 15 de ellas muy graves, según los datos suministrados por la Agencia Española de Protección Civil. Hay víctimas de por lo menos 18 nacionalidades. Las Ramblas es un lugar lleno de turistas al que un residente en Barcelona prefiere no acercarse, a no ser que trabaje por la zona o deba ir allí por una razón específica.

Mi oficina está en el Edificio Generali, esquina Gran Vía con Paseo de Gracia, ubicado a media calle de Plaza Cataluña, en donde todo comenzó. Desde allí mis compañeros y yo nos asomamos al balcón a ver qué pasaba. Antes de que la noticia apareciera en los medios, una compañera fue avisada de lo ocurrido por un familiar que estaba de turno en los Servicios de Emergencias Médicas. Ella nos alertó. Minutos después los helicópteros volaban sobre nosotros, las sirenas de la policía y las ambulancias se escuchaban por todas partes. Desde el balcón veíamos que la gente caminaba de prisa, todavía no sabíamos qué había sucedido realmente, pero todo apuntaba a lo que se nos pasaba por la cabeza que alguna vez podría ocurrir en Barcelona. Eran las cinco de la tarde.

Intentamos seguir las noticias por todos los medios posibles al mismo tiempo: Antena 3, La Vanguardia, Ara, Catalunya Radio, El Periódico. Vimos imágenes que es mejor no recordar y que nos llegaban por redes sociales, al igual que los mensajes de los familiares y amigos del exterior que estaban preocupados por nosotros. Momentos antes había tenido el susto más grande de mi vida cuando recordé que mi madre ya debía estar en el centro de la ciudad, haciendo las últimas compras antes de su regreso a Colombia. Los segundos que pasan mientras uno escucha la voz de alguien querido y la vida vuelve a tener sentido son infinitos.

Si mi madre hubiera estado donde se suponía que debía estar a esa hora, yo habría bajado del edificio a buscarla no sé a dónde, a gritar su nombre en Las Ramblas, pero ella, que siempre está en el lugar justo y, quiero creer, es inmortal, me respondió el teléfono. No había salido de nuestro barrio, Gràcia, que en esos momentos celebraba los 200 años de su Fiesta Mayor, la más grande y feliz de Barcelona. Gràcia se preparaba para una tercera noche de conciertos, cenas con los vecinos, obras de teatro, bailes y celebración en medio de calles adornadas en las que a uno se le olvida que vive en este planeta y que cualquier cosa horrible puede pasar de repente.

Mientras tanto, mis compañeros de la oficina y yo nos atorábamos de noticias. Uno de ellos traducía en tiempo real lo que decían en catalán en la televisión por internet, y cada uno se preguntaba qué íbamos a hacer ahora. ¿Nos vamos? ¿Nos quedamos? Los medios de transporte habían cerrado; ni metro, ni buses, ni trenes. Estábamos a dos calles de los hechos y el sonido de las sirenas y helicópteros se intensificaba. La policía buscaba a los sospechosos, estaban acordonando y evacuando los alrededores, y los rumores sobre disparos y rehenes no paraban. En algún momento un señor que tocó a la puerta de nuestra oficina —venía agitado y parecía haber subido los seis pisos por la escalera— nos pidió desalojar el edificio. Abajo, sobre la acera, la gente estaba aglomerada detrás del cordón de seguridad y comenzaba a dispersarse hacia la parte alta de la ciudad.

Paseo de Gracia, la avenida con más tiendas exclusivas de toda Barcelona, estaba desierta. Todo cerrado. Sólo uno que otro turista que no se había enterado de lo sucedido caminaba tranquilo. Supimos por las noticias que los taxistas no estaban cobrando las carreras, que los hoteles alojaban personas que lo necesitaran, que la gente llenaba los hospitales donando sangre y se unía para ayudar a las víctimas. Al llegar a mi barrio después de caminar un largo rato vi las calles vacías, las tarimas de los conciertos desarmadas, los adornos de la Fiesta Mayor de Gràcia sin sentido. La vida no puede ser tan terrible que uno no quiera abrir los ojos.

Barcelona es la ciudad que muchos de mis amigos y yo escogimos para vivir. Aunque al principio fue una casualidad llegar hasta aquí, una intuición, me bastaron unos meses para entender el significado de eso que llaman “encontrar un lugar en el mundo”. Y me di cuenta de que aquí lo era por las baldosas de las aceras. Nunca antes había sido consciente del suelo que pisaba; uno puede pasar por la vida flotando durante años sin saber por dónde camina. Vi que pequeñas flores amarillas cubrían las calles en otoño, que variaban los diseños de las baldosas del piso dependiendo del barrio, que cambiaban las sombras de los parques si había hojas en los árboles. Hoy, en esta ciudad de cielo siempre azul, las flores están sobre Las Ramblas en donde murieron las víctimas. El sábado al mediodía se hizo un minuto de silencio en Plaza Cataluña por todos los que sufrieron y lo siguen haciendo.

Ahora tenemos la tristeza de formar parte de la lista de ciudades atacadas por el terrorismo. Pensamos en las víctimas, en sus familias, sentimos alivio de estar a salvo, pero hay cierta culpa de continuar la vida, de llegar a la oficina al otro día. El miedo ya no es algo que se oculta y en lo que se evita pensar para no invocarlo. Ahora el miedo es un tema en voz alta. Aunque debemos decir: “No tengo miedo” (No Tinc Por, en catalán), decirlo fuerte para creerlo porque cuesta mucho hacerlo.

Por Isabel-Cristina Arenas

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