El papa Francisco y su revolución imposible

Publicamos un fragmento del libro “La última misión del Papa Francisco” (Ediciones B), que acaba de publicar el periodista Camilo Chaparro.

ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
07 de septiembre de 2017 - 11:23 a. m.
El papa Francisco en sesión de trabajo con la comisión de reforma de la iglesia, que sesiona en el Vaticano. / EFE
El papa Francisco en sesión de trabajo con la comisión de reforma de la iglesia, que sesiona en el Vaticano. / EFE

Esperar una revolución dentro de la Iglesia, en su sentido más amplio, con cambios radicales, es un imposible. Como en el origen de la propiedad privada, la Iglesia en sus postulados de doctrina es inamovible. Clavó de manera firme una estaca en el suelo y sentenció: aquí me quedó pase lo que pase. De ahí no se moverá en décadas, incluso en siglos.

(Visita el especial del papa Francisco en Colombia)

Cuando en la Iglesia se han tratado de imponer transformaciones profundas, estas han terminado en cismas irreconciliables, algunos de ellos juzgados como verdaderas e imperdonables herejías y otros vistos como un grave rompimiento del nexo de subordinación a la autoridad suprema del Papa.

San Agustín decía que los promotores de un cisma “se apartan de la caridad fraterna, aunque creen lo que nosotros creemos”. En otras palabras, es la ruptura de la comunión o unidad católica, aunque no se niegue la profesión de fe.

En uno de los momentos más oscuros de la historia de la Iglesia, donde se traficaba con la compra y venta de indulgencias y perdones Divinos con la promesa del cielo eterno, el clérigo alemán Martín Lutero el 31 de octubre de 1517, en el portón de la catedral de Wittemburg, sus 95 tesis en las que cuestionaba de manera severa el papado, concretamente a León X. Denunció las prácticas corruptas y le abrió paso a la reforma protestante.

Aunque en un primer momento Lutero no pretendió el cisma, sino una profunda reforma, la división se agudizó cuando la Curia no entendió que la fe no se compra. Lutero, señalado desde Roma como hereje, lanzó así su reforma, que tiene en el teólogo francés, Juan Calvino, uno de sus mayores promotores.

Durante cinco siglos las dos vertientes cristianas se enfrentaron en una muy dura batalla de todo tipo de acusaciones, hogueras y excomuniones de parte y parte. Lutero llegó a asegurar que “La Iglesia del Papa es una Iglesia de putas y hermafroditas”. Después del Concilio Vaticano II comenzó un proceso de diálogo ecuménico para establecer una coexistencia pacífica, un encuentro que ha acercado a las iglesias cristianas, pero no las ha unido.

La lucha del Papa Francisco por sacar a la Iglesia de conceptos rigurosos encaminados a juzgar y condenar eternamente sin fórmulas de juicio, sin visualizar la realidad y sin tener en cuenta los casos particulares, va de la mano con la otra prioridad: limpiar la Iglesia, eliminar los focos de corrupción, destruir los nichos de poder, desaparecer los lujos de los sacerdotes y monseñores, y condenar y expulsar a los pederastas de sotana.

Los grandes cambios en su cruzada contra la corrupción avanzan, ya en algunos casos sobresalen los resultados, los basados en la doctrina tardarán. Los cambios profundos que busca Bergoglio van en tres direcciones: acabar con la corrupción dentro del clero en todos sus sentidos, imponer el evangelio social de la Iglesia a favor de los más pobres, y moderar algunos asuntos de doctrina como, por ejemplo, permitir que los divorciados vuelvan a comulgar y que la Iglesia no siga siendo obsesiva en tratar de imponer su pensamiento sexual a los creyentes bajo la amenaza de la condena eterna por cometer pecado grave.

En temas centrales como el aborto, la eutanasia, la pena de muerte, o que las mujeres puedan oficiar misa como titulares, la Iglesia no cambiará, aunque ha permitido abrir pequeños orificios de oxigenación, que se sustentan en la iniciativa del Papa Francisco de la eliminación de los castigos eternos y las amenazas constantes de pecado mortal para todos aquellos que no siguen al pie de la letra la doctrina impuesta desde El Vaticano. El Obispo de Roma asegura que, si hay arrepentimiento sincero del pecado, por muy grave que este sea, debe existir como consecuencias el perdón verdadero.

El Pontífice sostiene que la Iglesia no se puede seguir enclaustrando de por vida en discusiones interminables sobre temas doctrinales: “No podemos seguir insistiendo solo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos. Es imposible. Yo he hablado mucho de estas cuestiones y he recibido reproches por ello. Pero si se habla de estas cosas hay que hacerlo en un contexto. Por lo demás, ya conocemos la opinión de la Iglesia y yo soy hijo de la Iglesia, pero no es necesario estar hablando de estas cosas sin cesar”.

En noviembre del 2016, el Papa, que sustenta todo sobre las bases de la misericordia, amplió —por ejemplo— una licencia que ya había otorgado para que los sacerdotes pudieran perdonar libremente, el pecado del aborto, sin consultar a los obispos, y en algunos casos al mismo Pontífice.

En la Carta Apostólica Misericordia et misera, el Papa estableció: “Para que ningún obstáculo se interponga entra la petición de reconciliación y el perdón de Dios, de ahora en adelante concedo a todos los sacerdotes, en razón de su ministerio, la facultad de absolver a quienes hayan procurado el pecado del aborto. Cuanto había concedido de modo limitado para el periodo jubilar, lo extiendo ahora en el tiempo, no obstante, cualquier cosa en contrario”. En el mismo escrito Francisco aseguró que: “Puedo y debo afirmar que no existe ningún pecado que la misericordia de Dios no pueda alcanzar y destruir, allí donde encuentra un corazón arrepentido que pide reconciliarse con el Padre”.

El Papa pidió perdonar a las mujeres que abortan, pero mantuvo intacta la doctrina de la Iglesia: “El aborto es un pecado grave, porque pone fin a una vida humana inocente”. Y ha reiterado que: “de ningún modo se puede plantear como un derecho sobre el propio cuerpo la posibilidad de tomar decisiones con respecto a una vida”.

Otro de estos temas históricamente espinosos tiene relación directa con los sacerdotes. El Secretario de Estado, Pietro Parolin, abrió el debate sobre la posibilidad de acabar con la obligación del celibato: “No es un dogma de la Iglesia y se puede discutir porque es una tradición eclesiástica”.

El celibato es sólo una norma de disciplina, no hace parte de la doctrina revelada por Jesús y testificada por la Iglesia, pero es una puerta cerrada por esta desde hace siglos. Juan Pablo II fue radical defensor de mantenerlo. Era uno de los temas que más lo irritaban: “Demasiados hablan de replantearse la ley del celibato eclesiástico. Hay que hacerles callar!”.

El Papa Francisco alienta este debate, entre otras razones, porque entiende que a muchos sacerdotes célibes les cuesta más entender desde esa perspectiva los problemas de las familias. El romano Pontífice le ha pedido al clero observar la “experiencia de la larga tradición oriental de los sacerdotes casados”, en lo que supondría una especie de ventana abierta que podría conducir al final del celibato obligatorio en la Iglesia católica de Occidente.

En la naciente Iglesia de Jesús no se practica el celibato. Muchos de los apóstoles eran casados. Las obligaciones de conducta para los aspirantes a obispo establecían ser esposos de una sola mujer, tener hijos en sujeción con la honestidad, saber gobernar su casa, no tener codicia, ser pacíficos, prudentes, modestos, sobrios y hospitalarios.

Aunque algunos estudiosos del tema aseguran que el celibato es obligatorio desde los primeros años del siglo IV, Concilio de Elvira —marcadamente español—, el matrimonio de sacerdotes, el nicolaísmo, fue prohibido por el papa Nicolás II durante el Sínodo de Letrán en 1059. Impuso la excomunión a los sacerdotes casados o con concubinas que no rechazaran a la mujer.

Durante el Concilio de Letrán, año 1123, se prohibió el concubinato de los clérigos y se declaró nulo el matrimonio de presbíteros, diáconos y subdiáconos. Y el Concilio de Trento, 1545 a 1563, ratificó el celibato sacerdotal como norma de disciplina de obligatorio cumplimiento. Importantes integrantes de la Compañía de Jesús han pregonado desde hace décadas por el final del celibato. En la historia de la Iglesia hay por lo menos una docena de papas casados y con hijos, y otro tanto con amantes.

Dos de los casos más memorables de pontífices casados, a parte del de Pedro —que tenía esposa y suegra— y del papa Borgia, son los de Siricio, 384 a 399, y Adriano II, 867 a 872. Estos Vicarios de Cristo hacen parte de épocas en la que muchos de los sacerdotes tenían mujer. No era ilegal a la luz de las normas de la Iglesia, y eran socialmente aceptados.

Algunos historiadores sostienen que el papa Siricio —también santo— abandonó a su mujer y a sus hijas por el pontificado. El papa Adriano, que tuvo esposa y una hija, pertenecía a una de las familias de la aristocracia romana. Fue hermano de los papas Esteban IV y Sergio II. Al menos dos veces rechazó ser postulado al trono pontificio, entre otras razones por su edad, ya que tenía cerca de 75 años. Cuando asumió el trono, y ante sangrientos enfrentamientos en Roma entre sus seguidores y detractores, el Pontífice refugió a su familia en la sede apostólica. Sus enemigos ingresaron a la casa de Dios, y secuestraron y asesinaron a su hija. Un año después, el Pontífice firmó la paz con los homicidas.

 

Por ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar