Los efectos de la crisis venezolana en Colombia

La llegada masiva de venezolanos a Cúcuta no se detiene, motivada por la grave situación de ese país, ha puesto en evidencia que la ciudad fronteriza también lleva años al borde del colapso.

Mariángela Urbina
30 de abril de 2017 - 02:06 a. m.
Por el puente Simón Bolívar, en la frontera con Venezuela, llegan miles de ciudadanos de ese país a Colombia.  / Óscar Pérez - El Espectador
Por el puente Simón Bolívar, en la frontera con Venezuela, llegan miles de ciudadanos de ese país a Colombia. / Óscar Pérez - El Espectador
Foto: OSCAR PEREZ

A Cúcuta le decían “el basurero”. A Cúcuta solo era bueno ir si usted quería hacer lo que le viniera en gana. En Cúcuta no había nada por hacer. En Cúcuta, hace 15 años, usted no encontraba donde tomarse el tinto, no llegaban las películas, no venían los conciertos. En eso coincidimos todos: yo, cucuteña de 23 años, mi mamá de 43, mi abuela de 71 hasta antes de morir, Manuel San Juan, abogado y empresario de mi edad; Antonio Sepúlveda, 10 años más viejo y desempleado; Dominga Gelvez, pensionada, Albertina Díaz, desempleada, y una lista interminable de cucuteños o residentes en Cúcuta que, de seguir, podrían mapear la ciudad entera. Sí. En el pasado coincidimos todos, pero no en la manera de leer el presente y pronosticar el futuro.

Un paseo por la ciudad lo deja a uno convencido de que estamos divididos en tres grupos: los optimistas-progresistas, que creen que todo va a mejorar y que, como me dijo Laura Sepúlveda, estudiante de derecho, en “10 años Cúcuta va a ser la nueva Medellín”. Manuel San Juan está en la misma línea. Si bien reconoce que aún nos falta cultura ciudadana, cree que cada vez hay más inversión del centro del país y que el avance de la ciudad es innegable.

Por el otro lado estamos los pesimistas, como yo. Los pesimistas nos largamos a vivir a otro lado. Creemos que aquí todo es lo mismo y nada cambia. Que de nada sirven 10 restaurantes lujosos y nuevos donde ahora ponen botella de vino y música en inglés, si los que pueden ir a comer ahí son la minoría, si los que pueden comer, en general, son la minoría, y si además el problema de esta ciudad es de fondo y tiene que ver con que nadie estudia. Nosotros no nos aguantamos más de cinco días por aquí, porque nos parece que el aburrimiento de hace 15 años es el mismo del presente, que todavía no llegan películas ni conciertos, aunque ahora traen buena salsa de vez en cuando. La única diferencia entre el hoy y el pasado de Cúcuta, para nosotros los pesimistas, es que ahora tiene dos centros comerciales con aire acondicionado, que fueron la tremenda novedad en su momento, pero que son insuficientes para sacarlo a uno del letargo.

Y está el tercer grupo. El grupo de los indignados con Venezuela. Esos son cucuteños de siempre, los trabajadores, los que no pierden la esperanza y viven del rebusque y los que llenan la tasa de informalidad de la ciudad. Dice Pedro Durán, político local, que la razón de la pobreza en Cúcuta es que no solo está lejos del centro del país, como todas las fronteras , sino que además no puede disfrutar de las ventajas de estar al lado de otro mercado, porque su vecino, Venezuela no trae ningún beneficio, sino problemas.

Años atrás, la situación no era esta. Cúcuta vivía de la bonanza venezolana. Si bien aquí no hay industria, la frontera le daba a la gente con qué comer. “A mí nunca me han dado un trabajo. En Cúcuta no hay fábricas, no hay empleo, no hay nada”, afirma Antonio Sepúlveda, habitante del barrio Juan Pablo Segundo, sector de familias pobres, que fueron reubicadas allí después de que se inundara una zona de invasión. Cuando los puentes de la frontera estaban abiertos, Sepúlveda y muchos otros cucuteños suplían necesidades básicas a través del comercio fronterizo, porque el trabajo formal aquí nunca ha existido. Cómo. Si tampoco hay industria. Antonio compraba carne y le quedaban alrededor de 30 mil pesos de la venta. “No es que uno se hiciera rico, como dicen algunos por ahí, pero podíamos trabajar”. La frontera abierta le daba simplemente para subsistir. Pero ese “simplemente” era la diferencia entre comer y aguantar hambre. Ya ni eso. “Me va a tocar volverme paramilitar, guerrillero o qué, qué es lo que quieren. Apoyamos a este alcalde. Dónde están los trabajos, a ver, ¿dónde?”, dice, con la voz entrecortada. “Y ahora los venezolanos nos están quitando el poco trabajo que queda”.

Pues claro, si lo dijo el exministro Germán Vargas Lleras, cómo no lo van a decir los cucuteños. En enero de este año, dijo que las casas que el Gobierno estaba construyendo eran para los colombianos y no para los venecos. “Se nos están llevando todo el trabajo los venezolanos. Ya no vendo nada”, dice un vendedor ambulante en el centro.

El hospital de las dos naciones

En la unidad de pediatría del hospital Erasmo Meoz de Cúcuta, unas 50 mujeres jóvenes cargan bebés de no más de seis meses de nacidos. Huele a bebé desinfectado. O mejor, huele a bebé y huele a desinfectante. Es mucho mejor este aroma que el del resto de los pasillos, donde a duras penas caben los pacientes adultos y donde los ancianos tienen ya la mirada de la muerte. Los niños están evidentemente mejor atendidos. En medio del montón de colombianas se mimetizan dos venezolanas con sus hijas enfermas.

La primera se quiere llamar Valeria para la entrevista. Valeria tiene el pelo negro, la piel trigueña y la mirada cansada. Lleva tres días sentada en una silla, porque no puede moverse del lado de su cría. No hay quien la releve ni siquiera por momentos cortos. “Yo no vine aquí por nada de lo de Venezuela. Solo que allá no estaba la especialidad de la cabeza”, explica. En San Cristóbal, la ciudad venezolana donde vive, no cuentan con servicio de neurología y su bebé necesitaba atención en esa especialidad. “Lo que se dice de Venezuela no es tan así”, cuenta incomoda. “Yo trabajo para el gobierno como madre comunitaria”, explica con nerviosismo, casi que justificándose a sí misma.

“En Venezuela se empezó a extender el rumor de que aquí los estábamos atendiendo. Allá no reciben atención o no hay los implementos y esta opción es la que muchos encuentran”, explica el doctor Andred Eloy Gailvis, responsable de las urgencias.

Marcela tampoco se llama Marcela. Su bebé tiene la misma edad de la de Valeria, tres meses, y su problema es una obstrucción en la laringe que pone a sonar los balbuceos como un sutil, aunque preocupante, silbido agudo. “Le mandaron exámenes raros y ahora esperar. Lo importante es que aquí nos están atendiendo y eso se lo debo a mi hija mayor”. Marcela cree que la grande le salvó la vida a la más pequeña. “Mi hija mayor tiene 6 años y tuve que mandarla a Cúcuta a vivir con el papá porque por la situación en Venezuela no alcanzaba para las tres. Pero me llamó la semana pasada y me dijo que ya se quería venir, que no estaba comiendo ni nada porque quería estar conmigo. Entonces yo me vine desde Caracas por ella, para recogerla. Cuando venía con la bebé en camino, ya llegando aquí, le empezó a sonar el pecho y me la traje al médico. En Venezuela no habría podido llevarla, si cobran hasta por el yelco”.

Valeria y Marcela hacen parte de la enorme lista de venezolanos atendidos en el Erasmo Meoz, el hospital más grande de Cúcuta. Los casi 3.500 millones de pesos que facturó la atención de venezolanos en el hospital en el 2016 y lo que va del 2017 fue la puntada mortal para un sistema de salud que ya no daba abasto. “El Gobierno anunció que en estos días iba a enviar 3 mil millones de pesos a la frontera, el problema es que eso nos incluye a todos: a puestos de salud más pequeños, a puestos en Villa del Rosario (municipio pequeño cercano a Cúcuta que queda sobre la frontera). Imagínese, solo nosotros en el hospital facturamos más de 3 mil millones”, explica Galvis.

¿Cuántos son?

El personal de la DIAN en el puente Simón Bolívar, que divide Colombia de Venezuela, asegura que entre 35 mil y 45 mil venezolanos entran a diario a Cúcuta. Aunque no se sabe a ciencia cierta cuántos de esos regresan, se estima que no son más de 30 mil.

Por eso las tensiones. ¿Qué se quedan haciendo más de 5 mil venezolanos en la ciudad con la tasa de informalidad laboral más alta y la segunda más desempleada del país? Ni venezolanos, ni víctimas del conflicto armado en el Catatumbo que son desplazadas y llegan a Cúcuta, ni los cucuteños de siempre, nadie tiene trabajo en Cúcuta.

Pero los venezolanos son el rostro de la crisis y las peleas entre locales y vecinos son frecuentes. “Además de que no tienen seguro ni nada, muchos venezolanos vienen aquí a pedir que los atiendan primero”, dice un muchacho que está acompañando a su mamá en las urgencias del hospital.

César Rojas, el alcalde, admite que los venezolanos no tienen la culpa del desempleo. “Antes nosotros íbamos para allá y nos atendieron y nos recibieron muy bien”, afirma. Dice que promover el turismo y los grandes proyectos de infraestructura le dará otra cara a la ciudad. La Cancillería colombiana, por su lado, dice que a partir del 1° de mayo, quien no haya tramitado una tarjeta fronteriza y sea venezolano, debe volver a su país. “A mí me daría mucho miedo que me devolvieran y con la niña enferma”, piensa Marcela.

En el puente, venezolanos que pasan diariamente a hacer mercado, o a intentar vender productos en Cúcuta, desde calzado hasta el pelo, literalmente el pelo, darían la vida por llevar a su familia a vivir a Cúcuta. Fredy Mujica, quien iba con su hija de brazos, atravesando el puente, me dijo: “Voy sobre todo a comprar las meriendas para las niñas. Pastas, harina de trigo. Por mí pasara cada 15 días, porque allá esto no se encuentra. Yo trabajo en la banca y ni siquiera teniendo un puesto de gerente, ganando un millón de bolívares, alcanzaría para los gastos en Venezuela”.

Le pregunto cómo quisiera ver a Venezuela. Y me responde: “Como Colombia”. Pienso en los vendedores que no venden ni un solo dulce, en los letreros de las Autodefensas Gaitanistas en el barrio Nuevo Horizonte y en el panfleto que repartieron, en la bebé de un mes y en su padre asesinados en ese mismo barrio, en el desespero de esta ciudad por trabajar, porque eso es lo que quiere: trabajo. Si Fredy quiere que Venezuela sea como Colombia, y si Cúcuta es su referente, porque no conoce nada más, entonces es cierto: Venezuela se está desmoronando.

@mariangelauc

Por Mariángela Urbina

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