Lovelie, la madre primeriza y migrante que atendió el Hospital General de Tijuana

El 29 de marzo de 2017 una frívola luz blanca, de hospital, dio la bienvenida al mundo a Jobe Monestime Mervil.

G. Jaramillo Rojas - Especial para El Espectador
19 de junio de 2017 - 02:00 a. m.
Lovelie Mervil en el Hospital General de Tijuana. / /Foto: Dahian Cifuentes
Lovelie Mervil en el Hospital General de Tijuana. / /Foto: Dahian Cifuentes

Lovelie, la madre primeriza, internada desde el 17 de febrero, gracias a una diabetes mellitus combinada con neumonía crónica, sobrevivió a la cesárea.

Aunque parezca increíble, muchos bebés latinoamericanos y del Caribe luchan por nacer sin que su madre muera en el acto. Jobe contó con suerte. Sólo le quedaba salir de la incubadora para volver al seno de su madre, que permanecía, postrada, en la cama número 320 del tercer piso del Hospital General de Tijuana.

El 2 de mayo, Lovelie es sorprendida por una noticia: sería dada de alta. Ella no comprende nada. El último reporte clínico firmaba unas cuatro semanas más de observación antes de someterla a una obligatoria cirugía de pulmones. Su salud es crítica y necesita medicamentos precisos y atención continua y especializada. La administración del hospital ignora su situación y comunica a Wisnel Monestime -su esposo- que la falta de insumos farmacéuticos y el recorte presupuestario por parte del Estado no permiten cubrir los gastos de una paciente como Lovelie, cuya hospitalización estaba por sobrepasar los tres meses que consiente el seguro popular para todos sus beneficiarios. Resignación. Lo único que ella pide, antes de salir del hospital, es ver a su pequeño Jobe. Quizás alzarlo, si la enfermera de turno lo permite.

El 3 de mayo, alrededor de las 19 horas, Lovelie comió un trozo de pan. Sintió frío y pidió descansar. Minutos después de cerrar sus ojos empezó a toser y a vomitar incontrolablemente. Tras ver a su esposa sumergida en esa indescifrable crisis, Wisnel llamó a emergencias. Cuando la ambulancia de la Cruz Roja llegó a la humilde pensión, ubicada en el callejón Amado Nervo, en pleno centro de Tijuana, ya era demasiado tarde. El reloj marcaba las 20:45. Lovelie había muerto. Tenía 26 años y estaba lejos de Haití, su país natal.

A Jobe, la suerte le duró 35 días.

Desde 1998 más de 6.000 migrantes han muerto en México antes de poder cruzar a Estados Unidos.

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Lovelie Mervil salió de St Michel de l’Attalaye, Haití, en abril de 2015. En Puerto Príncipe gastó parte de los ahorros que había logrado juntar trabajando como comerciante: pagó un tiquete de avión con destino a la capital del Ecuador. Una vez en Quito, agarró un ómnibus hasta la frontera con Perú, país que atravesaría para internarse finalmente en Brasil, en dirección a un minúsculo municipio llamado Campos Novos, ubicado en el lejano estado de Santa Catarina. Allí la esperaba su esposo, Wisnel Monestime, quien trabajaba como constructor en una compañía petrolera desde que llegó a Brasil en octubre de 2014.

Tras 16 meses de riguroso trabajo en Campos Novos, Lovelie persuade a Wisnel de atravesar Latinoamérica hasta el norte de México donde, una vez situados en la frontera con Estados Unidos, tenían la ilusión de ser admitidos tramitando una visa humanitaria que los acreditara como refugiados. Una tía de ella prometía ayudarlos una vez estuvieran en California. El día que dieron la espalda a Santa Catarina, llevaban consigo US$5.500 y un par de pequeños morrales colmados con sus pertenencias.

El viaje duró cuatro meses. Recorrieron nueve países. En varias fronteras tuvieron que soportar extorsiones, abusos y cobros ilegales para poder pasar. Lovelie recuerda que, en la selva que separa a Colombia de Panamá, vio cadáveres flotando en un río. Con un español muy precario -teñido de palabras francesas y portuguesas-, sugiere que los cuerpos, si no eran haitianos, eran africanos o cubanos, porque, ¿quién más puede llevar a cabo un itinerario así?

Como la sed no daba tregua y ese arduo accidente geográfico sólo puede cruzarse caminando, Lovelie cuenta que se animó, en diversas ocasiones, a tomar agua de aquel río contaminado de muerte. Wisnel no consiente los recuerdos de su esposa. Argumenta que sólo nadaron un par de veces por el río, para cruzarlo, y que ella no bebió nada de ahí. Para él, las molestias estomacales y respiratorias de Lovelie empezaron en el trascurso de las últimas semanas de trabajo en Campos Novos, cuando juntos se emplearon en un criadero de puercos: ella pasaba largas horas lavando carne, sin ningún tipo de protección, en el interior de una habitación refrigerada.

Para poder pasar Nicaragua tuvieron que pagar a un coyote US$600 por cada uno. La frontera, por orden gubernamental, está cerrada para migrantes terrestres desde finales de 2015.

Lovelie y Wisnel se subieron a una lancha con otras 50 personas de las 200 que se fueron juntando en el camino. Agarraron el Pacífico. Al llegar al Golfo de Fonseca, la frontera trinacional entre Nicaragua, Honduras y El Salvador, fueron sorprendidos por la policía nicaragüense que, sin más, los devolvió a Costa Rica. No había otra opción, tenían que volver a asumir el riesgo. Una vez más pagaron US$600 por cada uno.

Lovelie, para llegar a Tijuana, recorrió más de 18.000 km desde Haití.

El 10 de diciembre de 2016 ingresaron a México, vía Tapachula. Allí les refrendaron un permiso por 90 días. Tiempo en el cual debían resolver sus respectivos estatus migratorios. Para la Navidad de ese año la lozana pareja ya estaba hospedada en Tijuana, con otros cuatrocientos haitianos, en el albergue para migrantes del Padre Chava. La salud de Lovelie seguía en caída libre, aunque Wisnel recuerda que su semblante mejoró mucho “gracias al buen descanso y la buena alimentación”.

A mediados de enero, Lovelie tuvo una fuerte recaída. Por medio de HFIT (Healt Frontiers in Tijuana) fue llevada a una clínica itinerante en el segundo piso del comedor del Padre Chava, en donde permaneció bajo pesquisa médica, hasta que se le ayudó a tramitar el seguro popular que le daba el derecho de ser atendida en cualquier centro de salud público de la ciudad. En un principio, el diagnóstico fue asociado directamente a su avanzado estado de embarazo, pero luego, con los resultados de una veintena de estudios, se estableció un cuadro que ameritaba hospitalización inmediata.

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HFIT no sólo ayudó a Wisnel con las gestiones legales para reconocer y recibir el cuerpo de Lovelie en SEMEFO (Servicio Médico Forense), sino que también hizo un llamado de solidaridad a la comunidad, que fue rápidamente atendido por organizaciones civiles locales como Corazones Solitarios, Juventud 2000, Albergue Sonrisa de Ángeles, Funeraria Amanecer y Organización Charity.

Entre todos aunaron fuerzas y lograron juntar los fondos necesarios para poder realizarle un funeral digno a Lovelie y pasar para siempre la hoja con su triste historia, enterrándola, en el panteón municipal de Tijuana.

Entierro de Lovelie en el Panteón Municipal de Tijuana (Cortesía José Páramo).

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Nadie puede ocultar que Tijuana está viviendo una crisis migratoria. Basta con caminar por el centro de la ciudad para ver el trance en el que se encuentran enfrascados miles de migrantes centroamericanos y haitianos. Ni hablar de las cercanías al cruce fronterizo El Chaparral, donde, por debajo de los puentes que sobrevuelan el canal que separa a Tijuana de San Ysidro, se esconden diariamente cantidades incontables de personas en estado de indigencia máxima. Nada más, un comedor como el del Padre Chava, situado a pocas cuadras del lugar en cuestión, recibe diariamente unas 1.500 personas a la hora del desayuno. Personas que, a simple vista, parecen ser los naturales desheredados de cualquier ciudad del mundo, pero que si uno se detiene a preguntarles por su procedencia, resultan ser deportados que llevan años habitando en Tijuana, a la espera de una ambigua -y ficticia- oportunidad para volver a Estados Unidos.

Migrantes hacen fila para desayunar en el comedor del Padre Chava.

Ahora bien, ninguno de los tres niveles de gobierno (federal, estatal o municipal) quiere hacer frente a la crisis, liderando procesos de creación de protocolos específicos de recepción, apoyo y guía, tanto a migrantes como a deportados, para que conozcan sus derechos y deberes. La respuesta es que esta población vacante sólo está de paso y no se va a quedar ni en Tijuana ni en México. Nada más alejado de la realidad. Nadie se va a mover un centímetro y menos para alejarse de Estados Unidos.

El caso específico de los haitianos brilla más por cuestiones raciales y lingüísticas, que por otra cosa. Mientras los centroamericanos, que indiscutiblemente son más, llevan años siendo nacionalizados, visualmente, como mexicanos.

Lo cierto es que la gente que llega a la ciudad, bajo el contexto demográfico y social de la migración, no sólo se siente desprotegida, sino que realmente lo está. Las reformas en el estado de Baja California no están ayudando y, gracias al desconocimiento de la realidad por parte de las autoridades, pareciera que cada movimiento en materia migratoria aportara una cuota de empeoramiento a la crisis.

Si no fuera por la multiplicidad de asociaciones civiles que hay en Tijuana, el panorama sería muy parecido al de cualquier campo de refugiados en África. Por ejemplo, el pasado 6 de mayo llegaron alrededor de 200 centroamericanos a pedir asilo en Estados Unidos, aduciendo violencia y desplazamiento forzado, debido a su condición de población LGBT. ¿Qué pasará con ellos si el gobierno sigue dando la espalda? Fácil: si no se disparan los índices de discriminación, crimen o comercio sexual, habrá un incremento suntuoso de población marginal.

Así permanece el sector sur de la frontera más transitada del mundo: saciado de gente que vive y muere esperando a que pase lo último que, realmente, podría llegar a pasar. Un milagro o, mejor dicho, un imposible.

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Ahora, Jobe Monestime Mervil, al tener la nacionalidad mexicana y sin importar su tempranísima edad, deberá empezar una larga y costosa lucha para regularizar a su padre por vínculo familiar y así evitar una eventual deportación.

Cuando se le pregunta a Wisnel si tiene pensado quedarse en México, él responde que no sabe y que, a pesar de todo, su objetivo ulterior sigue siendo Estados Unidos. O, por lo menos, hacer todo lo posible para que Job pueda llegar legalmente hasta la casa de una tía de Lovelie. La misma tía que le vendió a su esposa el sueño americano.

La única preocupación del solitario padre es que, una vez el pequeño Job suba los cuatro kilos que debe subir para estar en su peso ideal, el hospital no le vaya a cobrar todo el tiempo que pasó en la incubadora.

Wisnel seguirá trabajando, hasta que se lo permitan, en un restaurante de comida mexicana administrado por hindúes. “La idea es seguir adelante, por lo menos en Tijuana no hay racismo”, expresa.

Por G. Jaramillo Rojas - Especial para El Espectador

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